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Miguel, desactivador de los TEDAX de la Policía Nacional, con su equipo protector, en una sala de la Jefatura Superior de Valencia. José Luis Bort
Los trabajos que casi nadie quiere asumir

Los trabajos que casi nadie quiere asumir

Desactivador de explosivos de la Policía Nacional, enterrador, trabajador en altura, limpiadora de escenas criminales, alcantarillera... Así son sus empleos y así vencen miedos, penas o escrúpulos. Son algunos de los oficios que pocos están dispuestos a asumir y los analizamos con cinco de sus protagonistas

Lunes, 1 de mayo 2023, 01:14

Raúl iba para campeón de taekwondo, pero acabó desafiando el vértigo en los llamados trabajos verticales. Pablo Marín estuvo a un paso de rendirse cuando en plena juventud se hizo enterrador.

Zaira ha penetrado en el lado más oscuro, el de casas marcadas por crímenes, muertes en soledad o acumulación enfermiza de basura. Y mientras, en el subsuelo, todo debe fluir correctamente o tendríamos un insalubre problema. De ello se encarga Cristina, alcantarillera. Pero mucho peor es caminar hacia una bomba o lo que podría serlo, como hace Miguel, desactivador de explosivos de la Policía Nacional.

Los niños se sueñan astronautas, pilotos de avión, cantantes, bomberos… Muchos padres idealizan con un hijo empresario, abogado, médico o arquitecto. Pero la vida no sueña nada. Discurre y acaba empujando a unos pocos a ese trabajo que, a priori, nadie (o casi nadie) podría llegar a desear. Este lunes, 1 de mayo, Día Internacional del Trabajo, conocemos sus historias y cómo vencen miedos, penas o escrúpulos.

Miguel se enfunda el traje protector de 42 kilos. Se lo ha colocado su compañero con la estudiada experiencia de los TEDAX, su unidad de la Policía Nacional. Camina hacia el artefacto de un grupo organizado de delincuentes y se produce una inesperada deflagración de pólvora que lesiona sus manos.

«Aquel día, cuando me quemó el explosivo jamás pensé en dejarlo. Fue un accidente y ya está. Sólo quería recuperarme y seguir trabajando». Hoy tiene 55 años, es jefe de este equipo en Valencia y uno de los pocos dispuestos a enfrentarse al lado más cruel del ingenio humano: el de las bombas de ETA como las que mataron a compañeros y ciudadanos, el de los explosivos del yihadismo, los de bandas que revientan cajeros o furgones blindados o los morteros y granadas de la Guerra Civil que siguen apareciendo casi un siglo después.

Con 22 años ya servía en el cuerpo. Pisó el País Vasco, Navarra y la Comunitat. ¿Qué lleva a una persona a elegir un camino expuesto a bombas? «Llegué a los TEDAX con 30. Viví muchos atentados y me pareció una buena manera de ser policía, una evolución y una superación personal».

De la incredulidad al orgullo

Su familia «al principio lo tomó con incredulidad, pero luego eso cambió a orgullo». El camino para ser TEDAX es de los más duros, con una formación de año y medio donde los agentes se empapan de electrónica, electricidad, física, química y hasta meteorología. Se requiere una resistencia física que permita soportar temperaturas de hasta 50 grados en su equipo. «A un TEDAX sólo le puede vestir otro TEDAX», detalla.

El proceso de selección interna dura una semana, entre pruebas psicomotrices o de rapidez mental como reconstruir puzles contrarreloj y entrevistas con psicólogos. Después se sella un compromiso de permanencia de tres años en la unidad.

Y se suma un reciclaje y revalidación para el puesto cada dos donde se certifica que el agente sigue capacitado. El currículum de investigación y desactivación de Miguel ha discurrido, desde 1998, «entre la última etapa de ETA y sus coches bomba, las amenazas del yihadismo y sus peligrosos registros, la de los delincuentes organizados o los artefactos de la Guerra Civil que hoy copan la mayoría de servicios». Le pedimos que haga recuento. «Sé cuantos explosivos he desactivado, pero no te lo diré». Lo hace por humildad, pues no quiere destacar por encima de cualquier otro policía, convencido de que «todos ayudan o salvan y toda labor es crucial».

Pero otros nos dicen que podrían ser más de 200 los artefactos reales que han pasado por sus manos durante más de dos décadas, sin contar las falsas alarmas. ¿Qué pasa por la cabeza al caminar hacia a una bomba? «Todos los miedos están superados con formación y entrenamiento mental mucho antes de ponerme el traje. Cuando me lo enfundo ya sólo pienso en solucionar el problema. Punto. No hay más».

Caminando solo hacia una bomba

Miguel asegura que tiene alguna que otra manía antes de actuar, pero no tiene nada que ver con supersticiones o los típicos 'tics' de costumbres arrastradas a lo Rafa Nadal. «Son más bien cuestiones técnicas, relacionadas con nuestro protocolo de seguridad». Ningún talismán, crucifijo o elemento de apego religioso, personal o anímico. «En la desactivación no llevamos ni un solo objeto corporal encima que no tenga que ver con la seguridad y el éxito ante la amenaza explosiva», detalla. Hacia una bomba siempre se camina solo. «Nunca se exponen dos compañeros al mismo tiempo».

Cuestión aparte es el «valiosísimo apoyo del equipo que está detrás», velando cada segundo por cubrir las espaldas o «aportar la información necesaria gracias a la permanente comunicación en las desactivaciones». En ese sentido, Miguel se ha sentido siempre «muy bien acompañado».

En las intervenciones con explosivos se ha popularizado la imagen del robot de los TEDAX, una sofisticada máquina de control remoto con capacidad de hacer detonar explosivos. Pero no se lleven a engaño. «Ayuda, y mucho», matiza Miguel, «pero todavía no hemos llegado a ese punto de avance tecnológico en el que el robot pueda sustituir al hombre. Ni creo que ocurra jamás. Al final, ante una amenaza explosiva, es siempre el humano el que tiene que acercarse en persona a comprobar y verificar qué hay ahí dentro». Hasta la fecha, Miguel no se ha planteado dejar su trabajo. «Mi cuerpo ya me dirá cuando toca retirarme», zanja.  

Pablo Marín, con sus herramientas de trabajo, en el cementerio de Paterna. Jesús Signes
  1. Pablo Marín Blasco Enterrador

    «Trabajar con algunos vivos es peor que con muertos»

Primer día de trabajo. Un joven Pablo Marín Blasco se acaba de sacar la plaza de operario de cementerio en el camposanto de Paterna, el oficio de su padre. Tiene 22 años, una alegría y una vitalidad rebosante... « y va y me toca llevar a la antigua sala de autopsias a un chico más joven que yo que se ha suicidado». El mundo se le vino abajo. «¿Quién me manda meterme en esto?», se preguntó entonces.

Quiso aquel día pedirse una excedencia y buscar un empleo distinto, «pero para eso tenía que tener al menos dos años trabajados, así que tuve que apechugar con la pena y el dolor», recuerda hoy el vecino de Estivella, de 48 años y muy curtido en enterrar, exhumar, colocar tapias, sellar nichos, abrirlos para reorganizar restos, elevar féretros...

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Su 'empresa' no es otra que el cementerio municipal de Paterna, uno de los pocos donde queda espacio para las llamadas fosas preferentes, las de siempre, las excavadas en el terreno para que el difunto descienda. En inglés, el oficio se llama 'undertaker', que viene a ser como 'llevador-abajo«. Por eso Pablo no repudia en absoluto el nombre de »enterrador«, hoy conocido administrativamente con el quizá más fino »operario de cementerio«.

El hombre de la pala soñaba de niño con ser mecánico «o algo relacionado con los animales, que adoro». El mediano de tres hermanos asegura que sus padres «jamás nos metieron presión por ningún trabajo, nos dejaron ser». Tras la EGB, se le atascaron los estudios, se metió en la obra y vivió media década en la construcción. Hasta que su padre le propuso presentarse a la oposición para trabajar en el cementerio de Paterna y sacarse la plaza.

Y sí, como en todo, hay un examen de enterrador para lograr un trabajo que hoy se paga a unos 1.300 euros. «Nos presentamos 47. Las pruebas eran tapar un nicho correctamente, poner una regla a plomo para construir pared y 25 preguntas sobre la Constitución, estatutos del trabajador...». Y lo logró. Enterrador a los 22 años.

¡Enhorabuena, Pablo! «No. Más bien, no». Tras dos semanas moviendo cuerpos, bajando féretros y presenciando el dolor desgarrador de las familias «ya no podía más anímicamente, pero al final los humanos tenemos la grandeza de acostumbrarnos a todo poco a poco». Y estima en «unos cuatro meses» el tiempo que lleva «acoplarse a esto». Después «descubres que es peor trabajar con algunos vivos que con muertos».

Llegaron días extraños, como cuando en 2000 tuvo que enterrar a 'Chanquete', héroe de su infancia ochentera televisiva en 'Verano Azul'. «Había más de 200 personas en la despedida a Antonio Ferrandis, que descansa junto a su abuela. Yo introduje el féretro mientras la multitud miraba».

Y es que los enterradores trabajan con público. A veces poco y otras mucho, pero siempre tenso, atentísimo y con los nervios a flor de piel, nada dispuesto a tolerar el mínimo error que rompa la solemne despedida final. «Puedes llegar a bloquearte si no controlas los nervios o algo sale mal». O recibir amenazas, como aquel día en que un miembro de un clan le advirtió en plena faena: «Como se te caiga mi hijo, te rajo».

En el lado opuesto, quedan bondades como la de la vecina de Paterna que no falta un solo día a pasar un rato con su difunto esposo. «Siempre agradecida nos trae muchas veces chorizo, jamón y vino». Y recuerdos tan duros como el de tres miembros de la misma familia muertos en accidente de tráfico, «teniendo que impedir, por orden forense, que los parientes entraran en la sala desesperados por ver unos cuerpos destrozados».

¿Qué le ha enseñado su trabajo? «Veo mucha fe a diario, pero yo soy ateo. He aprendido la importancia de vivir cada instante lo más feliz que pueda, de no pasar el tiempo amargado, de valorar lo que importa». Cuando acaba de enterrar difuntos en Paterna (unos 300 al año ha llegado a hacer), entierra la tensión y la pena.

Se desahoga con paseos por la Sierra Calderona junto a su pareja y sus diez perros podencos y alanos. Cuando deja la pala y el cemento, aparece el otro Pablo, un gran adiestrador canino que desearía «morir como mueren los animales, donde toque y sin más». Pero como eso no puede ser legalmente, opta por la incineración cuando llegue su hora. «A mí que no me entierren», clama el enterrador con sonrisa campechana, «que lancen mis cenizas al monte».

Raúl Martín (en el medio), en plena faena en la parte más alta del edificio más alto de Paterna. Jesús Signes
  1. Raúl Martín Trabajo vertical

    «Algún vecino nos ha llegado a amenazar con cortar las cuerdas»

Los vemos en lo alto, colgando junto a cristaleras o encaramados a repisas. Los trabajadores en altura como Raúl Martín hacen «más de lo que la gente imagina». Retiran amianto, pican cemento en silos suspendidos a 90 metros, hacen soldaduras, colocan explosivos o, lo más duro: las «odiosas» limpiezas o arreglos de bajantes de desagües en las que «toca moverse a veces entre aguas fecales que escapan».

El empleado de Eco Vertical tiene 41 años y lo encontramos colocando paneles en el edificio más alto del casco urbano de Paterna, junto a Rubén y Miguel, cólegas de cuerda y arnés.

De pequeño quería ser policía», recuerda, «pero me tiraba el deporte». Fue campeón de España de taekwondo tres años consecutivos, «pero me lesioné y tuve que abandonar». Al final recaló en Eco Vertical y ya lleva una década en las alturas. «Tenemos vértigo, como todos, pero sabemos lo que hacemos, y cuanto más alto, mejor», bromea junto a sus compañeros. «Llegamos donde nadie llega», ahonda.

Su primera tarea fue revisar fisuras en una fachada, suspendido a 16 pisos de altura. «Sentí respeto. Mucho. Aún hoy el cuerpo te dice siempre que no lo hagas. Está rígido y te agarras muy fuerte al principio. Pero luego te relajas y es como estar en un columpio, pero a 50 metros de altura», detalla.

El trabajo vertical se paga a unos 1.300 euros la jornada completa, sin distinción respecto a un albañil a ras de tierra. Por sorprendente que parezca, hay vecinos que enfurecen al verlos cerca de sus ventanas o balcones. O los confunden con ladrones. «Alguno nos ha llegado a amenazar con cortarnos las cuerdas», asegura. En Benidorm, una mujer cortó las dos cuerdas de un operario en la planta 13.

Zaira, en un descanso durante la limpieza de un piso de un hombre que acumulaba basura en Valencia. José Luis Bort
  1. Zaira Munuera Limpiezas traumáticas

    «Aguantamos con 'vicks vaporub' en la nariz y mucho trabajo en equipo »

Limpieza traumática. Así se llama la labor de dejar impolutas escenas criminales, casas donde han permanecido cadáveres mucho tiempo u otras afectadas por 'okupas' o moradores con síndrome de Diógenes.

Y Zaira Munuera es una profesional en este terreno, una de los 15 'traumalimpiadores' de Cleaning Service, con sede en Valencia.

Tiene 36 años, de Paterna, y de niña se veía profesora de Inglés. Estudió hasta Secundaria, fue empleada de supermercado, ayudante de cocina, canguro... Hasta que recaló en Cleaning Service. «Empecé con oficinas, pero hace un año probé con esto y me acoplé. Hasta me gustó porque es muy satisfactorio trabajar en equipo y dejar como nueva una casa en estado horrible. Es como hacer magia y reconforta el agradecimiento sincero de familias o vecinos».

Los empleos como el suyo suelen ser por horas y se gana entre 800 y 1.200 euros al mes. Para comprender a qué se enfrenta, dos ejemplos: «Una limpieza esta semana ha sido en casa de un hombre que guardaba comida fresca fuera de la nevera. Hasta en armarios. Platos usados uno encima del otro».

También ha presenciado el horror en viviendas como la del vecino de Cullera asesinado de 22 cuchilladas el año pasado, entre otros escenarios de crímenes.

Hasta medio centenar de servicios acumula ya, el que más le marcó «aquel día que llovían cucarachas de los marcos de las puertas». Y en otra ocasión encontró el arma de un crimen.

«No pensar, peligro de muerte», reza un cartel en la entrada de Cleaning Service. «No pensar demasiado, 'vicks vaporub' en la nariz y el apoyo de los compañeros de faena, así aguantamos este trabajo».

La trabajadora de Global Omnium, durante un trabajo en Benetússer. Irene Marsilla
  1. Cristina Casañ Alcantarillera

    «Con los imbornales atascados luchas entre chorros y tráfico»

Pocero o pocera. Persona encargada de limpiar los pozos o depósitos de inmundicias. Así define el diccionario el oficio de Cristina Casañ, operaria de mantenimiento de alcantarillado de Global Omnium a la que encontramos en plena faena junto a una alcantarilla de Benetússer.

Dichas inmundicias (con un amplio catálogo de sustancias) son el día a día de una vecina de 52 años de Moncada. De niña se veía profesora de Educación Física. Cursó EGB y Tecnología en FP. Tras varios empleos esporádicos, acabó en 2006 en la empresa. «Y desde entonces, desatascando», resume «feliz» con su trabajo. El viernes, en Benetússer, inspeccionaba el estado de los colectores con la muy estimable ayuda de una cámara robot. Su objetivo: eliminar gravas y sedimentos. «Nuestro trabajo», resume, «es retirar todos los elementos que entorpecen el flujo de aguas fecales o conductos de desagüe».

El beneficio social es evidente, pero sólo lo apreciamos del todo cuando algo falla por ahí abajo y se desborda o escapan terribles efluvios. «Que no se atasque, ni haya escapes ni malos olores, esa es mi labor», resume. ¿Incomodidades? «La principal es la exposición a malos olores, pero llevamos los EPI y mascarillas. Antiguamente era peor y tocaba descender. Hoy operamos con cámaras que permiten ver el interior de conductos y galerías, tanto en colectores como en tuberías de agua potable», asegura.

El mayor sacrificio llega «en época de lluvias, cuando hay que eliminar retenciones del flujo en plena calzada. Con los imbornales atascados luchas entre chorros y tráfico de coches». Otras veces «toca agacharse y pelear con tapas atascadas con considerable esfuerzo físico».

A pesar de las dificultades descritas, Cristina se siente «bastante contenta por la evolución a mejor de este trabajo y la comodidad que han aportado las máquinas y nuevas herramientas».

Sus mejores aliados para no enfrentarse directamente a los temibles fondos son un camión con bomba de presión de agua y un aspirador de las suciedades que se arrastran, mascarillas, EPI, guantes, cascos contra el ruido, doble guantes.

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