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Cómo describir el momento en el que un ser humano vuelve a abrir los ojos después de semanas de inconsciencia. El hombre mira sin fijarse en un punto concreto, alucinado por los anestésicos. La doctora toma su mano y le acaricia la cara. «¡Qué bien!», dice. «¡Qué alegría!, ¿me oyes?». Una compañera le presiona los dedos de los pies y el enfermo reacciona, abre y cierra los ojos, intenta decir algo, eso parece, pero no lo logra. De su garganta brota un gorjeo apagado de recién nacido. Ella ha contemplado muchos. También ha asistido a momentos en los que la vida se va y ha de tomar el teléfono para dar la noticia. Pero hoy no, al menos por ahora. La cautela es fundamental, el equilibrio. Conversa con la esposa desde un despacho, su tono resulta firme y cálido, comienza por los detalles más fríos, el estado crítico, nada de lanzar las campanas al vuelo, la fiebre de una infección que hay que localizar: «Si comienzas por lo bueno, ya no escuchan nada más». La doctora no ha llorado nada en los últimos dos meses, aunque confiesa que es de lágrima fácil. Cuando cuelga le brillan los ojos, es sobria y profunda. Inteligente. Parece un cable de acero recubierto de amor. Se llama Elena Sancho, es médico residente en la UCI de la Fe, de Massamagrell, tiene 29 años y un gato británico de pelo corto y nombre impronunciable. Antes tocaba el violín, lo hizo durante trece años y ahora ya no hay tiempo para músicas, «no lo uso nada, no lo tengo ni en casa».
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Se sienta ante uno de los ordenadores del control. Habla con sus compañeros, nadie sale de aquí sin un trabajo de equipo en el que todos han dado lo mejor, quiere que eso se sepa. Hoy solo tiene a un paciente a su cargo, el que luego abrirá los ojos, pero lo normal es que sean tres. A veces más. Ha sido cajera de Mercadona, profesora de música, azafata de congresos. En cualquiera de esas ocupaciones ganaba más que ahora, trabaja todos los días de 8 a 3 y realiza 6 guardias al mes de 24 horas, «te acostumbras a vivir con sueño», dice. Repasamos estos dos meses. Recuerda que al poco de comenzar la crisis del coronavirus una lesión en un hombro, el 12 de marzo, la obligó a dejar al trabajo diez días. Y que en la distancia sufrió más, «estuve peor esos días que trabajando, volví con mucho miedo y luego me tranquilicé, todo se llenó de Covid y ya toda nuestra vida fue el Covid, no había nada más, siempre tenemos pacientes de todo tipo y solo llegaban con coronavirus, fueron días muy malos con muchos desgaste psicológico. Lo que más nos destrozó fue una madrugada, a las 5, cuando supimos que algunos compañeros habían dado positivo», narra. Se acerca María, una de sus compañeras, también residente. Forman un unido grupo de quince miembros. Entran tres cada año y permanecen en el trabajo durante cinco. Llega un grupo de enfermeras y comienzan a asear al único de los enfermos que sigue sedado. Colocan ante la cama un biombo azul. Bajo nuestros pies pasa una fregona cargada de lejía. Después llega un equipo de neumólogos que aspira con una máquina los coágulos de sangre de sus bronquios. Es una fibrobroncoscopia. Ricardo Gimeno, el médico que se ocupa de él, está contento porque cree que puede salir adelante. Sin embargo, unas horas más tarde, una inesperada hemorragia masiva pone fin a su vida. Entre estas paredes las victorias son siempre relativas, dice Elena que no existe «un algoritmo, nunca tienes la certeza de que si lo que haces está bien o mal, sabes que la línea es muy fina, tienes otra visión de la vida, sabes que toda esta gente tenía planes de futuro». Ocurre a menudo también que ingresa alguien, «ves que se halla en estado crítico y te pregunta si se va a ir, que mañana tiene que trabajar...».
Algo ha cambiado, desde luego. Antes las desgracias eran individuales. La doctora lo ve así: «Ahora nos ha pasado a todos a la vez, nadie está libre de la enfermedad o del despido, así que lo tendremos que solucionar entre todos». Y añade, con media sonrisa que se dibuja como un trazo grueso de lápiz bajo la mascarilla: «El fútbol es así». «¿Te gusta?», pregunto, «¡Qué va!, no me gusta nada». Elena cuenta que hay pacientes a los que nunca se olvida, aunque el grado de conexión depende de lo que se haya vivido antes con ellos. Los del coronavirus llegaban muertos de miedo porque «todo el mundo sabía lo que había y veían a los de su lado, que estaban peor. La gente cree que a la UCI se viene a morir y no es así; pero bueno, hasta mis padres me dicen tengo un trabajo muy feo, menos mal que me dedico a salvar vidas. El día que no me afecte ya no seré una buena médico». En este trabajo se adquiere temple y tranquilidad, hay una medida de lo grave, de lo realmente grave, que nada tiene que ver con la que tenemos el resto de humanos, siempre dispuestos a ahogarnos en un vaso de agua. Las paredes están decoradas con dos fotos impresas en folios, toscos montajes fotográficos. En una se parodia una de esas películas de acción, una cabeza pegada de un hombre con barba bajo el título «UCI survivor». Es el médico residente que termina este año. En la otra, titulada «UCI´s anatomy» está acompañado de dos doctoras, los tres entraron juntos pero la maternidad ha prolongado la estancia de las mujeres. No van poder disfrutar de la fiesta de despedida y esas pequeñas bromas impresas les recuerdan el afecto de sus compañeros. Elena se toma un café, que extrae de un bolsillo en forma de cápsula. La máquina lo prepara mientras la televisión emite uno de tantos anuncios solidarios. Hay flores de pascua y orquídeas en el alféizar de la ventana del comedor, restos de pastel, media botella de Fanta de naranja, alguna miga. Es la Sexta, conectan con Ada Colau. La doctora no se sienta. Unos sorbos rápidos. Tal vez las flores sean de enfermos que volvieron a dar las gracias, dice la doctora que a veces, si no se han visto antes de ser sedados «cuando despiertan les muestras tu alegría y te miran con cara de tú quién coño eres» y si los conoce despiertos «te preguntan si van a vivir».
Salimos de la zona sucia. Me ayuda a quitarme la protección y luego se lava las manos como hemos visto hacer tantas veces en las películas. A nuestras espaldas hay un mueble cuyo contenido haría feliz a cualquier drogadicto. Pregunto por la muerte. Ella cree que habría que hablar más sobre esto, que el trabajo de quienes están aquí no es solo mantener un corazón latiendo, «a veces no hay nada que hacer, ves a un ser humano que tenía una vida normal como tú y como yo y ahora no puede ni mover un dedo; tenemos que pensar en que vuelva a lo que tenía y no todos van a tolerar pasar por aquí, para muchos sería casi una tortura, no es ético, ni moral. Adoro a mis padres y no les sometería a según qué cosas si no van a volver a tener una buena vida». No pestañea. Andamos por el pasillo. Paramos en la puerta, una de esas que se abren presionando el interruptor con el codo. La gente no entiende bien qué trabajo se hace al otro lado, ese esfuerzo por devolver a cada uno a los planes que tenía; hay razones siempre, «no se trata de que lo intubemos o no por capricho». Hablamos también del futuro «tan bonito» de su generación. Elena estaba en 2008 en la universidad, eligió un camino muy duro, once años lleva transitando por él, dejando hasta de leer los libros de Harry Potter que tanto le gustan. Su pareja también es médico, cirujano. A veces no se ven en cuatro días.
Acaba su contrato en mayo de 2021. ¿Y después?, pregunto. «Me voy al paro», contesta.
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