El coronavirus le persigue como ese caprichoso papel que de vez en cuando se pega a la suela de los zapatos. Cuando decidió dejar Shanghái el pasado mes de enero para regresar a su Valencia natal pensaba en la tranquilidad, algo de sol, la familia y un respiro a la asfixiante atmósfera mental -ya no era sólo la ambiental- que se respiraba en una urbe de más de 20 millones de habitantes.
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Aquel viaje fue en la búsqueda de un refugio en medio de la tempestad. Un balón de oxígeno ante la presión de un virus que lo empezaba a cambiar todo. Y eso que el epicentro, en Wuhan, estaba a una distancia considerable de su residencia. «Me sorprendió la tranquilidad con la que se afrontaba en España, la verdad. Llegué de allí y nadie me hizo ni un control, ni me preguntaron absolutamente nada. Pero yo, por prevención, estuve cerca de dos semanas sin apenas salir a la calle. Precaución. Sabía de dónde venía y qué era aquello».
Paulatinamente, ese refugio que suponía la capital del Turia se fue haciendo cada vez más endeble y el virus que parecía haber dejado atrás empezó a amenazar su regreso. Finalmente, hace justo una semana, envió un WhatsApp a su círculo más próximo. «O me voy ahora o ya no sé cuándo podré volver». Acertó. Si hubiera demorado su decisión tan sólo 24 horas, posiblemente ahora estaría bloqueada en España. De esta forma, logró llegar a Shanghái.
Si al relato anterior le sumamos la presencia de un bebé de un año, la ansiedad, evidentemente, es un factor que se multiplica por diez. El cansancio y la incertidumbre, y no necesariamente por este orden, ocupan los escasos segundos que la mente se libera para que pienses. «Nada más aterrizar, subieron unos hombres, para que se entienda, con una especie de escafandras y nos tomaron la temperatura. Estábamos bien. Todo ok. Pero, en ese momento, el bebé tosió y regresó uno de los 'fumigadores': «¿Cuánto ha tosido el niño durante el viaje?». Una pregunta sin más efectuada por una persona con semejantes medidas de protección se transforma en un interrogatorio de la CIA.
China se caracteriza por una disciplina que, en sucesos como este, se vuelve una virtud muy apreciada, capital para frenar el avance de la epidemia. «La realidad es que en el aeropuerto estaba todo muy bien organizado. Nos dividieron por distritos y nos subimos a un autobús». Más tarde «nos cambiaron y nos llevaron en una especie de coche particular. Iban tres personas, todas con el traje de protección».
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Al llegar a casa, en Changning district, las autoridades se despidieron tras acceder con ellos al domicilio. Allí debían pasar 14 días confinados. Es la norma y se cumple sin excepciones. «A las nueve de la mañana vendremos a medir la temperatura y a bajar la basura», les advirtieron.
El primer resultado no pudo ser más decepcionante ante la expectativa de una cuarentena tranquila. Su marido dio 39, lo que obligó a un brutal cambio de planes. «De inmediato, se lo llevaron a un hospital y a mi y al bebé, a un hotel». Allí ha permanecido 48 horas sin salir de una habitación. Entretener a un niño resulta ya de por sí complicado, hacerlo sin poder salir a la calle incrementa el valor del reto, pero pasar las horas en una habitación convierte la tarea en algo titánico. Su caso no es excepcional. Otros expatriados también han vivido situaciones similares en otros hoteles.
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En este punto, la joven recuerda la única nota de humor de los últimos dos días. «El hombre, el fumigador como yo lo llamo, tiró tanto producto dentro de la casa, antes de irnos, que se le empañaron las gafas y no sabía cómo salir. Empezó a dar vueltas y no encontraba la puerta». Tras cerrarla, pegaron un cartel con información. «El abandono del domicilio fue de película, de esas que todos piensan que eres el asesino y no has hecho nada». De nuevo, el testimonio regresa al relato más duro. «Al bajar a la calle, escoltados, teníamos como un grupo de 40 vecinos haciéndonos fotos. Mientras nos metían en el coche, les grité en chino: 'No estamos enfermos«.
Al llegar al hotel, en aquella habitación, se instaló el pesimismo y la desesperación. Quizá dos sensaciones que van unidas al aislamiento. Por suerte, los resultados de su marido, tras un sinfín de pruebas y análisis, dieron negativo. Y, de nuevo, justo ayer regresaron al domicilio. «Volvemos ya todos a casa. Esperemos que sea la definitiva», comentaba a LAS PROVINCIAS. Mira, en resumen: «Nos han tratado muy bien. Está todo muy organizado y la realidad es que da seguridad. Desde el primer momento hemos estado siempre en contacto con las autoridades. Dos veces al día les enviamos la temperatura por Wechat, el equivalente chino al Whatsapp, y si necesitamos algo de comida, van y lo traen».
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Al margen de este percance, afirma sin dudas que se siente «más segura que en España». Tras 48 horas de órdago, a las que hay que sumar el cambio horario, espera haber dejado atrás la sombra del coronavirus con el único recuerdo de que su hijo, de un año, ya se atreva a saludar a los 'fumigadores'. Acostumbrarse a las nuevas realidades es siempre un éxito. Tengas un año o noventa.
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