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El paseo de San Isidro de Chiva se divide en tres tramos: felicidad, dolor y esperanza. La dana del 29 de octubre fue ... una ruleta rusa que troceó el adoquinado en sentimientos. Relatos a cachos y dándole las gracias al santo labrador y a la Virgen del Castillo, porque ninguna vida fue arrastrada aguas abajo en la peor riada que se recuerda. La tromba de agua no era la primera que se veía por las ventanas de la calle pero nunca hubo ninguna como esa.
La felicidad se huele. Al pasar por el horno de El Puente en la calle San Isidro de Chiva se respira a pueblo. A aromas casi extraños en la gran ciudad. A pan recién hecho, a las pastas que probó Jeff Bezos, a azúcar, boniato y llavoretes. El obrador abrió hace unos días y las señoras guardaban turno, porque en ese momento sólo había señoras, con su carros de la compra para el dulce y salado del fin de semana. Los viernes en Chiva son distintos porque hay mercadito en el Paseo de la Argentina. Es día de cháchara, almuerzo y una marcha menos.
La vuelta del horno, a la entrada de la calle desde Antonio Machado, ha sido una inyección de felicidad. María Teresa y familia han hecho lo imposible para no dejar huérfanos a un pueblo que necesita latir no con más fuerza sino con normalidad. Ayudas se han dado, como las de Marina de Empresas para volver a empezar, pero el ánimo de la gente ha sido fundamental para subir la persiana. Hoy, el horno de leña gira con sabor a toda una vida.
El dolor está un poco más allá, en un lado de la calle, con vistas al barranco. En una ventana asoma Eli, que apura un cigarro, y en mitad de la vía espera Juanvi, con un chándal negro y blanco, su pequeño bolso y puntual como siempre, a las puertas de su casa, de su vida, de una historia que en unos días será una montaña de escombros.
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El 48 de San Isidro es una casa humilde, de planta baja y primero más un pequeño sótano. En la fachada, intacta y austera, tan sólo una cinta de la Policía Local da las pistas necesarias: de puertas hacia adentro la historia es distinta. Por detrás, desde la calle Ramón y Cajal, se ven los intestinos de una vivienda que siempre tuvo vistas al barranco. Una herida abierta sin cura, con los cimientos como un esqueleto imposible de soldar. «La casa tiene 91 años, es de 1933. Compró el solar mi abuelo, el padre de mi madre, y aquí he vivido los 62 años de mi vida, los 62 años que tengo». Esta semana, una máquina derribará la casa. Y de ahí en adelante todo serán recuerdos y lo poco que haya podido salvar.
Los restos de la casa de Rosalía, porque en los pueblos las casas tienen nombre, descansan en el lecho del barranco. La fachada de los azulejos rosa, donde todavía muestra parte de su huesos, ya es media casa. En una pared, al aire, hay una estantería donde algunos libros hacen equilibrio. En la calle, una caja de quintos del Águila con cascos de antes del euro y un cómic con el lomo arrancado. En la primera página, con letra caligráfica, un nombre: Marcial Cervera Martí. Un libro de 'Pierres', el dulzainero de Chiva.
Juanvi quita el precinto policial, abre la puerta y da paso a la destrucción. «Me han dicho que no entre. No lo hago pero si paso me quedo aquí al inicio, ya sabes, para ver la casa, lo que queda de ella... mira, aquí nací yo», señala a la izquierda, en un habitación pequeña. Ese paritorio es ahora una montaña de trastos, muebles y barro. En la pared sobreviven dos azulejos, los de las devociones. Uno, con la imagen de la Patrona, la virgen del Castillo de Chiva, que sigue en la iglesia San Juan Bautista para dar consuelo. En el otro lado, el de la sangre: «Aquí vive un hincha del Valencia». Juanvi es futbolero, acérrimo del club de Mestalla: «Ahora lo sigo menos desde hace unos meses, con todo este follón pero nos vamos a salvar».
La tarde de la dana del 29 de octubre, con vistas al barranco, Juanvi y Fina comieron en casa, donde siempre, nada más entrar a la derecha. Por la mañana había llovido, a cántaros, pero nada que no hubiera pasado alguna que otra vez. Vivir más de seis décadas junto a un barranco se convalida como máster en riadas. A partir de las cinco, el drama. Una hora y media después hubo que salvar la vida: «Mi mujer y yo nos cogimos de la mano, salimos a la calle con el agua ya muy alta y buscamos el cobijo que nos dieron Sátur y Amparo». Hay vecinos que fueron ángeles de la guarda. A partir de ese momento comenzó una vida con lo puesto.
«Desde ese momento supe que ya no iba a volver a vivir en mi casa, que se había acabado...». Y aquí Juanvi se rompe, y llora, porque hay momentos que necesita llorar. Han pasado casi cuatro meses desde la dana y el tiempo se ha parado. La adrenalina inicial ha mutado en una melancolía que no deja dormir: «Quiero que tiren la casa ya. Lo necesito. Para volver a empezar, para ver ya que no puede ser, que no voy a volver aquí. Veo cada tarde y cada mañana mi casa desde el otro lado del barranco y es muy duro. Mi mujer estuvo el otro día aquí también y lloró, vino a despedirse de la casa. Es terrible». Al matrimonio te lo puedes encontrar por Chiva cualquier día en sus largas caminatas, son paseantes.
Tras la dana y con lo puesto, Juanvi y Fina se alojaron en casa de sus cuñados. El 23 de diciembre, Paloma, su sobrina, le hizo un regalo de Navidad. «Tiene un piso en la calle Doctor Bernat y me dio las llaves, en la mano, para que pudiéramos rehacernos, para empezar de nuevo», cuenta con un agradecimiento infinito, a su sobrina y a toda aquella gente que día tras día le ha dado ánimos: «Dentro de lo malo es lo mejor que me llevo, el apoyo de muchísimas personas».
En el drama, hay tiempo para un respiro con forma de anécdota: «En mi casa teníamos televisión, en blanco y negro, la única de la calle, y los vecinos venían para poder ver los toros en la habitación o por la ventana». Una casa que su abuelo levantó en la calle San Isidro, a dos pasos de una fuente que hoy ya no existe y cuya piedra de 1905 se guarda como memoria histórica. «Tener cerca el agua en aquellos tiempos era muy importante».
Juanvi está jubilado, a sus 62 años. Trabajó durante mucho tiempo en LAF, la fábrica de aceitunas que había junto al polideportivo de Chiva, la instalación que en su día levantó Alfredo Corral como club privado y que hoy es municipal. «Yo tenía mi vida hecha, junto a mi mujer, aquí en casa, como decía mi padre: para pasar la etapa final. Pero bueno, nadie esperaba esto, es lo que hay», dice mientras señala la grieta de un dedo que hay en la escalera. La casa se mantiene en pie por un milagro: «Bueno, pudimos subir arriba a por algo de ropa».
Juanvi cavila, gesticula, sufre. Hay que salir de casa. Cierra de un portazo, un golpe seco, el fin de una etapa. La semana que viene es la hora, la que está marcada para el derribo de su casa y varias más de San Isidro.
El último tramo de la calle es el de la esperanza. En lo que queda de la casa de Rosalía se abre un precipicio, donde trabajan máquinas y camiones tratando de rehacer lo que se llevó el agua. Hace semanas que comenzó una de las primeras grandes obras de la reconstrucción. A vista de hornacina, la que ocupaba San Isidro, hay una fila de fachadas que todavía esperan turno para que sus propietarios puedan entrar a ver qué se puede recuperar. Ahí está la historia de Begoña o de la familia Mora.
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