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Laura, asomada a la ventana de su casa en Picanya. Irene Marsilla
Las ventanas de la zona cero, entre el barro y la luz

Las ventanas de la zona cero, entre el barro y la luz

La mañana del 29 de octubre es un día distinto a la tarde y la noche del 29 de octubre: en unas horas, todo cambió. Dos meses después, Valencia sigue siendo distinta, como lo son las víctimas de los municipios afectados por la dana. Con una salvedad: que el sol empieza a brillar para iluminar sus casas y sus vidas

Jorge Alacid

Valencia

Miércoles, 1 de enero 2025, 01:03

Ventana es una voz de muy elevado poder metafórico, cuya etimología remite a un término originario del latín: 'ventus', es decir, viento. Ahí reside una de sus vertientes más sugerentes, porque alude a la capacidad de ventilación que proporcionan esos huecos en los muros por donde entran el sol y la luz, no sólo en nuestras casas: iluminan y calientan también nuestras vidas. Ese es el elemento motor de estas líneas que siguen, fruto de haber seguido durante días un itinerario que es un viaje alrededor del infierno y el dolor en que la dana convirtió la zona cero y arrasó muros, ventanas y casas. Pero Valencia resiste. Resiste el vecindario más golpeado por la riada porque en esas ventanas late un atributo que invita a la esperanza: que cuando José, Laura, Julio, Demetrio, Juanvi, Cynthia, Sandra, Luis, Juanvi y demás protagonistas de esta historia coral se asomen el día de mañana al porvenir vean de nuevo brillar la luz. Es un propósito lejano, cuya pendiente materialización exige que se activen los mecanismos de recuperación que (según la coincidencia común) avanzan a pasos lentísimos.

Hasta que llegue esa mañana en que vean que se reconstruye la vida tal cual la conocían, cuando vuelvan a abrir las ventanas de sus hogares y sus negocios (o ese casal de la Falla de Paiporta reinventado como hogar provisional de quienes vieron su vida devastada el 29 de octubre) se seguirán resignando a anotar cómo el lodo perfuma todavía hoy el espacio que habitan. Cuentan sin embargo con un consuelo generalizado al que aferrarse: el aliento que procuran tantas y tantas manos que acudieron en su socorro. Una oleada de solidaridad que ha ido menguando pero cuyo recuerdo alimenta las expectativas de todos ellos: aferrados a lo mejor del ser humano que también trajo la cruel dana, la luz vuelva a irrumpir en sus vidas.

Laura reside en una casa junto al barranco del Poyo. I. Marsilla

Laura, Picanya: «Quiero ver que las cosas vuelven a ser normales»

Laura abre la puerta de su casa de Picanya, enclavada al lado del barranco del Poyo, y advierte: «Me pongo a llorar en cero coma». Lo dice con una media sonrisa, más bien amarga, en las antípodas del semblante risueño que asegura que forma parte de su ADN. Es la carga aún muy pesada que arrastra desde la noche del 29 de octubre, que le sorprendió recién llegada como quien dice a la vivienda que habita, una coqueta casa en planta baja que se eleva sobre la cota cero y hoy ejerce como memorial de la devastación. Resiste la huella del agua que subió por las paredes, testigo de aquel infierno, como resiste aunque magullada la litera donde acabó subida con sus dos hijos mientras la crecida les acechaba: el sitio donde recibió, en una broma macabra, la alerta de que el Poyo estaba a punto de desbordarse... cuando ya estaba amenazando sus vidas. Hoy teletrabaja desde el arruinado salón de la casa que ocupaba justo desde un mes antes: según otra dramática pirueta del destino, ese 29 de octubre por fin llegó el sofá que tenía encargado, que acabaría la noche flotando e inservible.

No se queja. O si se queja, lo hace con una dulzura extrema que pespuntea con las anunciadas e inevitables lágrimas. Es imposible reprimir el llanto escuchando cómo va compartiendo sus tristes recuerdos, que llegan por oleadas. La llegada al domicilio familiar a media tarde, la visita al cercano cauce, animada por la curiosidad infantil de sus hijos, cuando les avisaron de la crecida y comprobaron que en efecto estaba a punto de desbordarse el Poyo: un gesto rutinario que unos minutos después fue imposible repetir. El río se había transformado en un monstruo que les puso en peligro hasta el punto de que se veían incapaces de cruzar la acera para llegar a casa. Los preparativos de la próxima noche de Halloween se evaporaron para su asombro porque apenas un cuarto de hora antes «no había ninguna sensación de peligro». Laura retiró su coche en previsión a una dana más bien menor, la típica de Valencia, y de repente dejó de ser dueña de su destino: la naturaleza decidía por ella y los suyos y llenaba de agua su vivienda mientras intentaba ponerse a salvo en las alturas de la litera. «Fue cuando vino la ola», señala gráficamente mientras apunta hacia el exterior de su ventana, las campas donde se fueron apilando los vehículos que arrastró la corriente y hoy sirven aún como aparcamiento provisional. Huele mal, muy mal, como en todo Picanya, pero ella parece inmune a ese aroma nauseabundo, abismada en sus recuerdos. «Me asomaba a la ventana y la calle era un río», explica. No sin grandes dificultades pudo por fin abrir la puerta de casa cuando el nivel del agua bajó y ponerse en las salvadoras manos de su vecino del cuarto, a quien hasta entonces no conocía, en cuya vivienda pasaron la noche. «No pudimos dormir, claro», prosigue con su relato. De esa noche larguísima extrae un detalle significativo: el silencio: «No se oía nada en absoluto», dice. Y otro factor inquietante: la soledad, porque las calles de Picanya amanecieron vacías de huella humana: «Te asustaba más ver que por aquí no venía nadie». No era el único elemento preocupante. La imagen de desolación con que se encontró, las montañas de coches que tardaron una eternidad en retirarse y todavía se acumulan, el barro que veía tras la ventana hacia adonde ahora se asoma con un brillo de esperanza en los apagados ojos...

La esperanza que le transmiten sus hijos, a través de quienes aspira a un porvenir mejor. Le ayuda ese mismo recuerdo inolvidable que transmiten todas las víctimas del 29-O: el agradecimiento hacia los voluntarios que vinieron en su auxilio o la gratitud también enorme hacia sus amigos, quienes le ayudan a rehacer su vida a golpe de bizum para que recupere su sofá, sus electrodomésticos... «Busco en el diccionario una palabra más grande que gracias y no la encuentro», dice mientras recita entre lágrimas la lista de esos regalos que recibe, el mobiliario que le permitirá regresar a sus rutinas, a ese día tan anhelado: cuando se asome a la ventana «y al fin vea lo que veía hasta el día de la dana». «Parques con los chiquillos jugando, gente paseando... Que las cosas sean normales», suspira.

José, Paiporta: «Habrá fiesta en Fallas. Nos merecemos disfrutar»

'Si no eres pueblo, no eres nada'. La frase escrita en un cartel saluda a quien llegue a la casa de José Peris. Su casa provisional, mejor dicho. El hogar portátil que para él y quienes han recibido la ayuda que proporciona su falla ha encarnado durante los peores días de la postdana su casal, situado junto al río que se desbocó esa noche fatal que le sorprendió llegando en coche desde Picanya hasta Paiporta, donde reside. Donde se ha convertido en una suerte de líder comunitario por su capacidad para movilizar la asistencia que precisan los vecinos con mayores urgencias. Los que hacen fila para recibir alimentos en las fincas cercanas o se alinean para recoger víveres en el auditorio municipal: imágenes bélicas en un ambiente igualmente de reminiscencias bélicas. Si la vida fuera en blanco y negro, pensaríamos que nos están proyectando un documental de la II Guerra Mundial, pero estas escenas son en color. Un color más bien gris que ensombrece el ánimo colectivo, de donde Peris trata de salvar algún detalle que reconforte la moral decaída. Por ejemplo, su pretensión de preparar con el resto de falleros unas fiestas que allá en marzo sirvan para reparar el espíritu. Sin monumento, por supuesto, aclara entre palabras de agradecimiento hacia los artesanos que entienden que en este contexto cualquier derrama está fuera del alcance de la Falla Maestro Serrano, que tampoco (como es lógico) cobra desde el 29-O las cuotas a sus miembros.

Habrá por lo tanto fiesta, aunque sea menor, de acuerdo con un argumento imbatible: «Nos merecemos disfrutar». Una frase que pronuncia en el tramo final de la conversación, que la emoción ha ahogado unas cuantas veces. Sobre todo, cuando relata la epopeya que vivió la noche de la dana y la angustia que siguió al día siguiente, cuando la ciudad amaneció devorada por el lodo, inmersa en un olor a putrefacción que casi dos meses después persiste. «Ya no huelo nada», sonríe José, con una de esas muecas donde habita la resignación antes que el buen humor, la propia de tantos vecinos. Y mientras posa asomado ante la ventana de su casal y charla con los vecinos que le agradecen sus atenciones, proyecta su mirada al infinito y reflexiona: «Cuando abro esta puerta, me doy cuenta de que nuestra esperanza es la gente que nos ayuda». Lo dice señalando al grupo de voluntarios que reparte víveres junto al casal cuya contribución no cesa de elogiar («Cuando llevamos material a la gente, llora y te da mucha pena», desvela) y con otro mensaje que lanza en voz alta: «Aquí está toda mi vida: la falla, el colegio, el polideportivo... Y lo hemos perdido todo. No puedo estar bien». Porque si no eres pueblo, no eres nada.

 

Cynthia, Catarroja: «Falta mucho por hacer. Tiene que ir más rápido»

Cuando cierra lentamente la ventana de su salón, con un gesto de pena infinita, de repente Cynthia señala hacia un camión militar que atraviesa por su calle: «Mira, lleno de barro aún». Lo dice abatida, porque esa imagen es la constancia gráfica del estado de abandono que resume su opinión sobre los progresos en el proceso de rehacer la zona cero en general y de Catarroja en particular, donde reside. Su pareja ha tenido que bajar a abrir el portal porque el portero automático no funciona, igual que continúa inservible el ascensor. «Faltan muchas cosas por hacer», insiste ella durante la conversación. Es un lamento expresado en tono muy quedo pero también firme. Suena convincente porque no sólo se queja del paisaje de desolación que observa cuando abre la ventana con vistas al campus de la Florida, al vecino campo Mundial 82 y al enorme cementerio de coches que invita a la depresión. Se lamenta también porque sus padres residen en otro punto del municipio, sus amistades se distribuyen por distintos barrios y de todos ellos proviene el mismo pesar generalizado: la población del curso bajo del Poyo se siente desasistida, víctima de la dana antes, durante y después del 29-O. Es un reproche hacia quien corresponda que desgrana con la misma convicción con que comparte su relato de ese día infausto, cuando se asomó a esta misma ventana y vio su calle convertida en un río que arrastraba coches y contenedores, así como los toldos y veladores de una cafetería aledaña... Cuando acudió con otros vecinos a socorrer a los dueños de la tienda de abajo que no podían salir, a quienes rescataron sus improvisados salvadores haciendo una especie de butrón, provisional pero efectivo, mientras el agua les llegaba a la cintura...

El triste anecdotario que pueden hacer suyo quienes, como ella, dentro de la desgracia, tienen cierta suerte: han vivido para contarlo, porque habita en un segundo piso y ha podido ir rehaciendo su vida, igual que se ha ido reconstruyendo la actividad más o menos normal en su calle: el parking del campus ya no está monopolizado por los vehículos de la UME y las clases se han reanudado pero... Pero queda un enorme pesar que le encoge el ánimo: «Va todo muy lento». «Se te case el alma a los pies», prosigue, «porque nos sentimos abandonados». «La vuelta a la normalidad tiene que ir mucho más rápido», sostiene, mientras confiesa que eso de mirar por la ventana se ha convertido en un hábito recurrente: «El día de la dana no dejaba de mirar aunque fuera de noche y desde entonces me pasa lo mismo, que no puedo dejar de mirar». El paisaje, con ese aire de película de catástrofe futurista que resulta ser muy real para su desdicha, la tiene hipnotizada, aunque serena. Y muy rápida de reflejos, mientras se despide se acuerda de recordar, también a quien corresponde, que su coche ha desaparecido: lo perdió esa noche y nadie sabe nada de él. Cosas de la dana: de la mejorable gestión de antes, durante y después.

Luis, Benetússer: «Me paso los días mirando incrédulo por la ventana»

Luis se asoma a la ventana de su casa en Benetússer y registra no sólo lo que hoy ven sus ojos: como el resto de habitantes en los municipios más afectados, continúa viendo lo que veía aquella noche del 29-O. Y también lo que vio por fin a la mañana siguiente, cuando de verdad reparó en lo que había ocurrido, porque durante las horas más críticas de la dana dice que en realidad no pensaba: «Sólo actuaba». Seguramente será una frase que pueden compartir quienes ese 29 de octubre se vieron amenazados por la crecida de un río que, en el caso de Luis, circula a nada menos que unos veinticinco minutos andando desde su casa, cercana a la de sus padres. Fue allí donde le sorprendió la crecida más salvaje, sin saber qué era de su padre, pero más o menos tranquilo porque sabía que el resto de la familia estaba a salvo. Incluido su pequeño, de cuatro años, que vive estos días postdana como si estuviera, en cierto sentido, dentro de un juego. Su imagen limpiando el barro de la calle se hizo viral en los primeros días que siguieron a la tragedia que se llevó por delante unas cuantas vidas en el vecindario cercano y en el resto de pueblos de la zona que componen con Benetússer esa especie de laberinto donde Alfafar se mezcla con Catarroja, anegados todos por una cruel experiencia común: el agua que va llegando, les alcanza primero a la altura de los tobillos, sube a continuación hasta las rodillas mientras intentan ponerse a salvo y acaban con ella al cuello, como relata Luis con extrema lucidez. Como si hubiera radiografiado cada segundo de aquella noche, que acabó para él subido en un columpio de una plaza vecina a su casa, luego de haberse aupado antes a una fuente para ponerse a salvo, sin dejar de pensar en su padre. «La comunicación se había cortado y no sabía nada de él», recuerda. Sólo al día siguiente se enteró de que también se había logrado salvar: fue la misma mañana en que, de regreso a su hogar, caminó los escasos metros que le separaban sumido en una completa estupefacción, porque se encontró no sólo con la desolación: le aguardaba un raro paisaje como de ciencia ficción. «El caos era absoluto», recalca.

De esos momentos que siguieron a la peor noche de Valencia en toda su historia rescata las escenas de pillajes y saqueos en los comercios cercanos, pero también el ejemplo de reacción modélica que protagonizó el vecindario. «Nos organizamos en esa tienda», señala en referencia a un comercio que luce un cartel donde anuncia el cese temporal de la actividad», «y empezamos enseguida a ayudar a la gente». Una contribución solidaria a mejorar el desolado ambiente, que para Luis había adquirido la condición de «zona de guerra». Y en efecto algo de ese clima bélico perdura en su calle, por donde transitan los vehículos militares aunque con una frecuencia que esperaba superior, igual que el auxilio de los demás equipos de emergencia. «Han dejado de venir», se queja. Y añade: «Me paso los días mirando incrédulo por la ventana». De esos ratos que pasa observando los leves avances que anota su calle, Luis saca sus conclusiones. Por ejemplo, que el paisaje continúa siendo «desolador». «Yo aún no me lo creo, no lo asimilo», dice. Y otra lección que extrae del 29-O: «Los políticos tenían que haber echado toda la chicha desde el principio en vez de ponerse a discutir y estaríamos mucho mejor».

Juanvi, Chiva: «Estoy más pesimista que esperanzado»

Asomado al barranco del Poyo, Juanvi asiente con energía cuando se le pregunta si es uno de los damnificados por la crecida. Y señala hacia el otro lado del cauce: «Esa es mi casa». Un segundo después, se corrige: «Mejor dicho, esa era mi casa». Sus palabras confirman el drama que para muchos vecinos del municipio encarna aquella trágica jornada, porque salvaron la vida pero lo perdieron todo. Ese es su caso, explica. Y se ofrece a guiarnos hasta el otro lado del río, la calle donde ha vivido toda su vida junto a su esposa, Fina. Mientras avanza hacia lo que fue su hogar, rememora el espanto vivido hacia las seis de la tarde, aunque en Chiva estuvo lloviendo todo el día y el barranco amenazaba con desbordarse desde buena mañana. «Eso no fue nada», dice Juanvi. «Un aperitivo». Lo peor estaba por llegar, cuando los cielos vomitaron agua en cantidades inauditas y en un parpadeo tuvo que salir de su casa hoy moribunda, carne de piqueta, para recorrer apenas unos metros con su mujer, bajo el aguacero, de noche «y cogidos de la mano y con el agua por las rodillas», para recibir el socorro de los vecinos que residen enfrente y se encontraban más o menos a salvo. Juanvi recita todos estos infortunios con un tono quejoso. Con ese aire de asombro por la desgracia ocurrida hace dos meses que todavía su psique no logra interiorizar del todo. Su lamento principal es muy comprensible: rellenó los farragosos formularios para acceder a la ayuda prometida, vive de prestado en casa de unos parientes para quienes sólo reserva palabras de elogio (como para sus salvadores vecinos, Satur y Amparo: «Gracias a ellos estamos vivos» ) y sin embargo los ansiados 6.000 euros no llegan, como no llega la posibilidad de hacerse con una casa en alquiler que tiene apalabrada con su dueño. Y ante la puerta de su devastada vivienda en la calle de San Isidro, una finca de planta baja más una altura hoy desguazada por la naturaleza que se llevó por delante también el paseo próximo y el arbolado («El agua se comió la calle entera», se asombra aún), vuelve a echar la vista atrás y no: todavía no sale de su estupor. «Es que el agua venía en dos direcciones», se admira mientras repasa la lista de agradecimientos hacia quienes le han ayudado desde que se tuvo que ir de casa. Irene, María José... Una larga serie de buenas almas que le ayudan a sobrellevar este viacrucis en que se ha convertido su vida. «Es una ruina», dice. «Veo que ya no tengo casa y...»

Y puntos suspensivos. El recuerdo de sus penalidades le quiebra la voz y ya no puede proseguir con su relato, hasta que retoma el hilo y vuelve con sus lista de agradecimientos, incluyendo a la tropa de agricultores que vinieron a ayudar con sus tractores. «Esto lo están salvando los vecinos», subraya, antes de reiterar sus quejas por la lentitud burocrática: «Me gustaría que las cosas fueran más rápidas, porque estoy de papeles hasta aquí». ¿Y cuál es su estado de ánimo? Duda un momento y luego dispara: «Estoy más pesimista que esperanzado: los días pasan y las cosas no avanzan».

Julio, Aldaia: «Ahora sé hasta qué punto soy fuerte»

En medio de la desgracia, una enseñanza vital. Julio, que lleva 23 años defendiendo un negocio de maletas, bolsos y complementos en el centro de Aldaia, explica que la cruel visita de la riada le sirvió para aprender una lección: «Ahora sé hasta qué punto soy fuerte». Lo comenta mientras atiende a la clientela, pasea por el espacio ya libre de lodo y organiza la mercancía arrasada por la dana que guarda en una especie de rebotica, recuerdo de aquel infausto día en que se salvó de la crecida del río cercano, desbordado del cauce que cruza apenas a unos metros de su tienda. Y lo dice con esa frialdad que asegura que es una señal de su personalidad, aunque en sus palabras habita también una pesadumbre de la cual tal vez no sea consciente.

Aquí al lado, señala su mujer, Marisa, fallecieron unos cuantos vecinos con quienes tenían bastante relación, un desolador balance en vidas que convive con un pensamiento más positivo: su arruinado negocio ya se ha vuelto a poner en pie («Hemos recibido ayudas del Gobierno, del Consell y de Juan Roig», informan) y recibe a quienes vienen a por los regalos propios de la Navidad. «Me salvé de milagro», confiesa Julio, porque la tarde «estaba muy fea» y aprovechó para cerrar antes de las ocho y marcharse con el coche hasta Alacuàs, donde vive. Un trayecto que cumplió sin novedades: nada que ver con el espectáculo que esperaba al día siguiente, que hizo a pie. «Fueron dos kilómetros y medio de pesadilla», recuerda. «Me imaginaba destrucción pero no tanta», afirma. Su tienda estaba igualmente destrozada, como lo estuvo en los días siguientes hasta que, luego de un largo mes, se rehizo la actividad comercial y Aldaia empezó a recuperar el pulso. Días que aprovechó para reanimar a los vecinos que salieron peor parados; días de los que rescata sólo la cálida corriente de solidaridad vecinal. «Mis hijos, sus amigos, voluntarios de fuera de Aldaia... La gente vino a ayudar de forma espontánea», recalca. «En Aldaia se ha perdido mucha esperanza», añade. La esperanza resumida en «lo único positivo y bonito»: esos gestos de humanidad recibidos. «Lo demás, mejor olvidarlo», dice.

Sandra y José, Godelleta: «Lo mejor, la gente que vino a ayudar»

La ruta por el horror que dibujó la dana a su paso por Valencia llega a un extremo difícil de describir en la zona conocida como la Alameda, un paraje de Godelleta que tuvo que ser una hermosura antes del 29 de octubre. Lo avisan unas vecinas de Torrent que circulan por la zona: «Tenéis que ir a la Alameda y ya veréis». Lo confirman nuestros ojos y lo confirma una pareja que pasea a los perros y vive en un chalé de la promoción Calicanto B. Se llaman Sandra y José y les distingue ese mismo aire un poco zombi que es habitual entre quienes sufrieron un huracán de dimensiones bíblicas. «Esto era un bosque y ahora es una playa», dice ella mientras señala el sinfín de árboles abatidos por la dana, que se llevó por delante también una presa y asustó sobre todo a los vecinos que residen más cerca del barranco de la Murta. Ellos tuvieron algo más de suerte. Su casa se ubica en la zona elevada de este promontorio, en medio de un paisaje que todavía conserva su belleza y les ayuda a pensar que mañana brillará de nuevo el sol. Hasta ahora, la única luz que les ha visitado es de orden simbólico: esa cadena humana entre voluntarios que días después de la riada ayudó al vecindario a ponerse en pie. ¿Esa es la esperanza a la que se agarran? Sí, asienten. «Lo mejor ha sido la gente que vino a echar una mano», dice Sandra. «Los voluntarios llegaron antes que el Ejército», añade José. Su ejemplo es inspirador: les alivia ese recuerdo en medio de la aflicción reinante que afecta incluso a sus mascotas. Lolo y Jena nos miran con ojos tristes: son otras víctimas de la dana.

Demetrio, Torrent: «Confío en que de nuevo brille el sol»

Demetrio Sanabria abre la puerta de su negocio rural en un coqueto recodo de la Font de la Taula, cruza por el recoleto espacio entre árboles y animales y llega al portón donde se retrata: un símbolo del porvenir que espera más luminoso que el sombrío estado con que amaneció en este escondido paraje del término de Torrent el 30 de octubre. Es una estampa que pervive en sus ojos, como el cruel recordatorio de una noche infausta, inolvidable, que dejó como huella un par de árboles derribados no por el agua sino por el viento. «Del viento que hubo ese día se habla poco pero fue infernal», apunta. Viento y granizo. La naturaleza tan apacible donde discurre su vida y donde procura que vuelva la normalidad fue entonces lo más parecido al infierno. «Nos quedamos sin luz ni agua en la red y así estuvimos durante horas», observa. También recuerda otro elemento que mencionan unas cuantas víctimas: el gigantesco ruido, apocalíptico. Y en contraste, un silencio igual de estremecedor al día siguiente, conviviendo con un desolador paisaje que resume crudamente: «Olía a podredumbre, veía las caras tristes y asombradas, viviendas y muros caídos... No existen palabras para describir el sentimiento que produce ver destruido todo aquello que se construyó con el esfuerzo de generaciones». También vio esa mañana y días siguientes escenas que ayudan a alimentar su esperanza: las protagonizadas por las buenas gentes «que se afanan en ayudar al semejante». Y aunque se confiesa aún abatido, confía en que «de nuevo brille el sol e ilumine nuestros aciertos y nuestros errores».

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