El Paseo de la Primavera de Paiporta tiene un nombre que hoy se antoja casi burlón. Dramático. Casi grotesco. Se extiende a las afueras del ... pueblo, camino de Picanya. Con un gran bulevar de árboles y césped en el que hace poco paseaban vecinos con sus perros y jugaban los niños en zonas de columpios. Con una cotizada zona de adosados y no pocos coches de alta gama aparcados a sus puertas. Con un constante paseo de vehículos camino de uno de los más grandes supermercados del lugar. «Trabajamos para abrir lo antes posible», puede leerse en un cartel embarrado a las puertas del establecimiento. Hoy en el bulevar del Paseo de la Primavera sólo hay barro, ramas desvencijadas y militares limpiando acá y allá. Los adosados asoman heridos con puertas arrasadas, algunos muros tumbados y ni rastro de coches aparcados. Por la calzada por la que antes circulaban frenéticos los vehículos camino del supermercado se ven hoy hileras de vecinos, andando, arrastrando carros de la compra y un sinfín de excavadoras y máquinas que pelean por la reconstrucción.
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Bienvenidos al nuevo viejo mundo. Dos meses después de que el barranco del Poyo rugiera y desatara toda su furia, la zona cero de la dana intenta volver a la normalidad en medio de un escenario digno de posguerra. «Es como si hubiera caído una bomba», fue la primera impresión sobre la zona tras la tragedia que trasladó la directora general de Protección Civil, Virginia Barcones, en una entrevista con LASPROVINCIAS. Y hoy eso siguen siendo municipios como Paiporta, Catarroja, Benetússer, Chiva...: zona de guerra. Un árbol de Navidad confeccionado con garrafas de lejía, latas de cerveza y mochos usados es el símbolo de la resistencia en la calle Ramón Cajal de Paiporta. Imposible circular con coche por una zona peatonal atestada de militares, bajos con las persianas combadas por los bestiales envites del agua y hormigoneras. En una esquina un grupo de vecinos que repara un comercio se calienta al fuego en un barreño de fabricar mortero. A la lumbre, una 'torrà' de carne. La zona cero se reinventa como puede. Todo el mundo camina. Es como haber retrocedido a comienzos del siglo pasado, cuando los coches eran un bien escaso. Muchos con bolsas llenas de productos de limpieza y comida. Aquí un quiosco reconvertido en punto de reparto de comida. Allá una pareja que anda con mascarillas como si hubiera regresado la época del Covid. «Os queremos mucho, ¡ánimo», se lee en un cartel multicolor repleto de estrellas y arcoíris, como los cientos que empapelan Paiporta y enviados desde decenas de colegios de toda España para los niños de los pueblos afectados por la dana. Las almas también hay que reconstruirlas.
A cinco kilómetros del hoy irónico Paseo de la Primavera de Paiporta está la avenida Rey Jaume I de Catarroja. Otra vía cuyo nombre resulta casi dramático dos meses después del desastre de la dana. Otro terreno de reconquista. A un lado de la calle, varios bloques de viviendas. Al otro, cientos y cientos de coches apilados en alturas de hasta cinco vehículos. Casi al nivel de un primer piso. Una montaña de hierros retorcidos. Una 'D' asoma pintada en rojo en un Audi en relativamente buen estado.
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Quizás una 'D' de dueño, la marca de esperanza de que su propietario pueda tal vez recuperar su turismo algún día. No lejos se incendió el solar con miles de coches que sembró de humo y miedo a los vecinos de otro de los municipios más afectados por la riada. «Yo cuando paso por aquí prefiero no levantar la mirada del suelo», le cuenta una mujer a otra mientras mete la llave en la puerta de entrada de un portal cercano. Junto a ella, en medio de una antigua cancha de baloncesto, una gigantesca antena de telefonía plantada junto a un generador eléctrico. La solución provisional para paliar la incomunicación que durante días asedió a los vecinos de los municipios golpeados por la dana.
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«Hasta aquí llegó el agua». Un folio en blanco con letras hechas con un rotulador rojo luce junto al horno Rial. También en la avenida Jaume I pero de vuelta en Paiporta. Fue una de las primeras panaderías en abrir en las poblaciones de la zona cero. Muchos siguen sin pan del día desde hace dos meses. «Ojo, peligro, cables de telecomunicación», se lee en otro letrero a unos cuantos pasos del anterior. No pocas conducciones eléctricas siguen al aire. Hay farolas tumbadas o retorcidas en posiciones casi imposibles. Ni un sólo semáforo funciona. Miembros de la Policía Militar hacen las veces de agentes del tráfico y regulan de manera improvisada el paso de coches y peatones.
La vida intenta abrirse paso. Junto a la plaza Mayor quedan los restos de lo que fue la consulta de un dentista. Los ventanales de cristal ya no existen. Hacia la calle se asoma el brazo de un robot odontológico de los usados para hacer empastes y endodoncias. Como si quisiera saludar a los vecinos que caminan taciturnos hacia una de las terrazas que ya luce al sol en la plaza. Hace meses aquello era un remolino de niños jugando, mayores paseando y ancianos oteando en los bancos. Hoy la terraza es otro de los intentos de volver a normalidad de un pueblo que hace demasiado poco vio como el agua se llevaba casi medio centenar de vidas.
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'BONNADAL'. Unas grandes letras rojas dan la bienvenida a los conductores en una de las rotondas de acceso a Catarroja. Los incesantes intentos por aferrarse a la vida en la zona cero. Al lado, una moto olvidada, rebozada aún en lodo y con el manillar retorcido. Uno de los cientos de vehículos que incomprensiblemente siguen poblando el paisaje de posguerra de la zona afectada. De los balcones cuelgan aquí y allá Senyeras y banderas de España. «Gracias voluntarios», se puede leer en un muro desolado del Camino Real, una de las grandes arterias del municipio. Los precintos de seguridad de infinidad de casas con riesgo de derrumbe han sustituido a las guirnaldas navideñas. A las afueras, junto a la calle del cementerio de coches de cuatro metros de altura camina un grupo de escolares. Mochila al hombro, mirada baja y ojos posados en sus móviles. A sus espaldas quedan los barracones que aún hoy hacen las veces de aulas. «Bro, me flipa este vídeo de 'Insta'», le dice a su amigo un chaval con pelusilla ya en el bigote sin separar la vista del teléfono.
En la peatonal Primero de Mayo de Paiporta, el militar Josele conduce una retroexcavadora. Otro soldado le sigue con una máquina similar. «Aquí estamos, dándole estopa a las Navidades», sonríe al ser preguntado sobre cómo va el tajo. Miles de miembros del Ejército han pasado estas fiestas lejos de sus hogares y cerca de los que les han necesitado. Josele se baja de la pala para regular un instante el paso de un camión de botellas de butano. «¿Cómo va, señora María? A disfrutar de los nietos, ¿no?», le suelta a una mujer que camina con la bata por la calle Doctor Cajal, con un niño y una niña de cada mano. Los tres pasan junto al árbol de Navidad de latas de cerveza y botellas de lejía. La pequeña esboza una sonrisa al ver los brillos del sol sobre los improvisados pero al fin y al cabo alegres adornos. No muy lejos, otro grupo de militares ayudan a descargar nueva mercancía a un ciudadano chino en su bazar. «Muy mal, muy mal, agua hasta el techo...», es lo poco que esboza el tendero ante las preguntas de los soldados sobre cómo fue aquel 29 de octubre grabado ya para siempre en la memoria de todos.
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Barro, polvo, vidas y comercios destrozados, máquinas donde antes había coches, miradas lánguidas, adolescentes que pasean de acá para allá sin un ocio al que agarrarse, colas en puntos de alimentos que recuerdan a las de las cartillas de racionamiento de las guerras, paradas de autobús atestadas de ciudadanos que buscan la única forma de moverse más allá de las desgarradas calles de sus pueblos... Así es dos meses después la vida en el nuevo viejo mundo. Cuando uno pasea por las calles de los municipios de la zona cero se queda con la sensación del titánico esfuerzo que queda por hacer. Que los dos operarios que arrancan la puerta de un garaje destrozada por la riada en la avenida Jaume I de Catarroja no entienden ni de broncas en Les Corts, ni de cifras económicas ni de plazos para la reconstrucción. Los dos miran hacia la boca oscura del aparcamiento, abierto de par en par para ventilarse de los hedores del barro, y son conscientes del enorme camino que tienen por delante. Como la señora María de la calle Ramón y Cajal que pasea en bata por la calle con sus dos nietos. Quizás pensando en cuando llegarán las ayudas prometidas. Un mundo con los pies en la tierra que sueña con olvidar lo pasado y que jamás le olviden.
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