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El rugido de una motosierra rompe la calma en Castell de Cabres. Es un día festivo, el de la Constitución, pero allí, a un ... paso de Aragón, es una jornada más, donde hay más faena que fiesta. El frío asoma y hay que hacer acopio de leña. El norte de Castellón es el congelador valenciano. La escarcha en la umbría de la CV-105 apunta que a más de mil metros de altura el sol brilla pero no calienta. Un lugar en la que las vacas pacen y se le ponen puertas al campo. Ángel, uno de los más viejos del lugar, hace equilibrios sobre un montón de troncos y maderas. «¿Preparándose para el invierno?», pregunto. «Aquí siempre es invierno», responde como primera lección para el curioso. «¿Y en verano, han pasado calor?», retruco. Y Ángel gana la partida: «Aquí en verano se está bien». Ni frío ni calor. Tiene 70 años pero la vida le ha echado unos cuantos más encima. La tierra y la ganadería dejan surcos en la piel. Apaga la motosierra y lamenta el olvido: «Aquí nos tienen, nos meten en eso de la Ruta 99 –pueblos de la Comunitat con menos de 100 habitantes– y al que quiere montar algo lo machacan a papeleo». No es hablador, quizá porque está aburrido de responder lo mismo a las preguntas de siempre. Tiene faena, cortar leña, por lo que no está para chácharas.
Castell de Cabres es el municipio con menos habitantes de la Comunitat Valenciana –20 empadronados según el INE– aunque la cuenta no es real. «Aquí vivimos ocho todo el año», señala Xavi, que al igual que Ángel está a lo suyo con la escoba y el recogedor en la mano. Tuvo un restaurante en el pueblo, un negocio del que acabó harto, y ahora trabaja en los ecoparques de Morella y Forcall. «Por la mañana barro las hojas, después de comer descanso y por la tarde corto algo de leña», apunta. Ese es su día de fiesta. En la puerta, carga su coche híbrido. «Lo puedo tener ahí nueve o diez horas enchufado», señala, al tiempo que anuncia que ha llegado el progreso al pueblo: «Tenemos fibra, y cobertura de Orange y Vodafone. De Movistar, no». Él sí tiene ganas de hablar. En el olvido, muchos siempre tienen ganas de hablar porque hay días en que no hay oportunidad.
En la frontera, el silencio es lo que siempre hace más ruido. Xavi exhibe su Land Rover, un cacharro del siglo pasado, un tanque para escapar de la nieve, que hay mañanas que bloquea la puerta de su casa. «Hay que coger una pala y hacer un camino para salir con el coche», apunta. Vivir bloqueados por el temporal forma parte de la rutina. Xavi lleva veinte años en el pueblo y se ha acostumbrado a que la pausa sea más importante que la velocidad.
Castell de Cabres es el paradigma de la España vaciada, de una Comunitat en la que no todo es Benidorm. En la plaza del pueblo, frente a la iglesia, hay un tobogán en un pueblo sin niños. Los que están son de paso, como los de Sergio, que vive en Tortosa y se oxigena unos días por el Maestrazgo para carga pilas. «En la puerta tengo una campana y la tocó para que vengan a comer». Hay tres críos que danzan de aquí para allá lejos de móviles, tablets y videoconsolas. Junto al tobogán hay tres columpios, cada uno de una generación. Una vecina, que sólo visita el pueblo los días de fiesta y pocos más, busca a Isabel, la teniente alcalde, que en ese momento no está. «Aquí es para pasar tres o cuatro días, nada más. Descansar y volver. Ahora subimos menos, desde que cerraron el bar...», lamenta mientras se va por donde ha venido.
Este es el drama. Un pueblo sin bar es un lugar en punto muerto. Las barras son espacio de tertulia, de confesiones, de penas y amores. En un bar se toman las decisiones importantes, se arregla y se cambia el mundo, aunque sea desde un pueblo con ocho habitantes, y en Castell de Cabres hace más de un año que La Espiga bajó la persiana. El local llevaba 33 años abierto, gracias a José Ramón Segura, el anterior alcalde, que salió de la barra para jubilarse. La intención es abrir de nuevo pero por ahora la cafetera no gorgotea. Un pueblo sin bar es un pueblo huérfano.
Ahora, para dar servicio, hay un local con contraseña, con el mecanismo del seguro de una maleta, para coger las llaves de un cajetín, servirse un refresco o un café y dejar la voluntad. Tan frío como el invierno en Castell de Cabres. El pueblo se prepara para el duro invierno con la esperanza de que algún día vuelva el calor que se vive en la barra de un bar.
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