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Dos niños semidesnudos corren por una campa repleta de cristales rotos, hierros retorcidos, sustancias químicas de más que peligrosa manipulación y pilas de muebles devencijados que amenazan con desmoronarse de solo mirarlos. Los reporteros se adentran en la chatarrería ilegal. Los niños ni se inmutan y siguen a lo suyo. Esta mañana parece ocuparles el 'pilla-pilla'. la eterna inocencia infantil, ajena a la miseria o a los problemas que les rodean. Viven en un sitio ilegal. En una vieja planta de Maquinaria Levante que se quedó fuera del planeamiento cuando se extendió el actual polígono de Vara de Quart. Con el viejo cauce y el trazado de la V-30, dos muros, la zona quedó enterrada, en el linde entre Valencia y Picanya. «Aquí el único legal soy yo», explica con manos negras del dueño de un desguace colindante a la chatarrería. No pocas veces pilla «a los rumanos» saltando y llevándose piezas de su instalación. En busca del tesoro del cobre.
Denisa nos ve cuando atravesamos la verja abierta de par en par de la planta. «Farlopa», se lee en una pintada verde a las puertas. Al divisar a los dos visitantes corre a hacerse con los zagales. Tan rápido que hasta se engancha su falda aterciopelada con unos alambres que sobresalen en su camino. A punto está de caerse. Coge a los dos niños de la mano como el que agarra sendos peluches y los esconde en «casa». Casa es como llaman a unas cinco chabolas levantadas con cartones, maderas, plásticos y telas y que se divisa al fondo.
-«¿Son tus hijos?»
-«Nooo, noooo. No hijos. Amigos, «dejado aquí» y luego vienen».
A Denisa no le gusta la pregunta. Ni parece sincera su respuesta. Sí inteligente. La vigilancia de Asuntos Sociales y de la Fiscalía es constante. Tiene 18 años y unos ojos muy oscuros y vivos. Luce una camiseta blanca con motas. Tremendamente sucia. Pero con las uñas de los pies pintadas de carmín. Ennegrecidos también. «No agua, no ducha, no champú», lamenta con gesto de fastidio. No tarda en aparecer Mura. Dice que tiene 40. «Dieciocho, más dieciocho, más diez...», intenta hacerse explicar ella. Son madre e hija. Tras muchas cara de asombro ante el diálogo, al final señalan el móvil del periodista para que utilice el traductor de Google y poder hablar del español al rumano.
Porque de allí son ellas. Llevan unos tres años en España. La antigua explanada que acumulaba maquinaria se ha convertido ahora en su barrio. Hablan por los codos. No les importa reconocer que subsisten vendiendo chatarra. «Unos 40 euros al día, a veces menos», detalla Mura. Haciendo la suma, unos 1.200 euros al mes. Eso si se trabaja cada día. Sin descanso. Inhumano. Y sobre todo cuando las dos mujeres confiesan el número de almas que intentan subsistir en la planta. «Somos unas diez familias. Seremos unas 30 personas». Imposible vivir así.
«Los hombres fuera, recogiendo», explica Mura. Al lugar acuden con frecuencia furgonetas que cargan chatarra tras hacerles una oferta a los ahora inquilinos. Lo confirma el dueño del desguace. «A menudo entran furgonas y se ve también a gente venir con carros». Abundan las bicis entre los objetos amontonados en las campas. Muchas repintadas, uno de los métodos habitualmente usados por los ladrones de estos vehículos para hacerlas invisibles a sus dueños.
- «¿Os bañáis en la acequia?»
- «Siiiiii», explica Mura con gesto placentero, mientras simula frotarse con una esponja. Traemos agua aquí o allí.
La acequia es la de Faitanar, que discurre junto a la V-30. Parte de ella lleva agua limpia, pero otro conducto porta aguas residuales y la de al lado «agua barrancal», como explica el encargado del desguace. A las familias rumanas les da igual. Es su única vía de aseo.
A ellos les trae al pairo si están en una zona ilegal o si okupan una propiedad privada. «¡Ayuntamiento, ayuda, teléfono», ruega Denisa. Se coloca la camisa blanca y deja asomar un cinturón Gucci. Será falso pero de 'marca'. Los reporteros le hacen entrega del número de móvil de la unidad de Emergencias Sociales del Consistorio. Por probar suerte que no falte.
No dejan pasar la ocasión de pedir algo a los reporteros. Algunas monedas caen. Mura asegura que tiene tres hijos en Rumanía. «Aquí no, aquí no», insiste en repetir. Otra vez la sombra de Asuntos Sociales. Del fondo aparece otra joven que presencia la escena tras tender la ropa lavada. Algo de dinero les manda. «Poco, poco». Se despiden igual que nos recibieron, con franqueza y sin mal ánimo. «Amigo, adios, amigo».
El de la chatarrería ilegal no es el único rincon olvidado en el polígono Vara de Quart de Valencia. Mientras florece la zona logística y nuevos proyectos urbanísticos toman la zona más cercana a Tres Forques, la ubicada cerca del puente de Picanya languidece como un trastero. Como el sitio en el que dejas las cosas que no quieres recordar. Que molestan o que quieres perderlas de vista. Y ahí languidecen. El ecoparque situado junto a las vías del tren es otro de los ejemplos. Alrededor parece haberse producido una batalla de escombros. Hay sacos enteros de cascotes abandonados, sofás apilados junto a los muros de un túnel, váteres desconchados...
En el lugar se nota la falta de control municipal de los vertidos que se producen. Hay quien dice que el fracaso de estos ecoparques se produce porque sólo puedes dejar algo si estás empadronado. Y los límites dan rienda suelta a los excesos. Y la proliferación de reformas de casas 'en negro' tienen también buena parte de culpa. Los obreros no están dispuestos a cargar con sacos y sacos para dejarlos en el ecoparque que les toca y acaban dejándolo donde mejor les pilla.
Y el chabolismo es otro ejemplo del olvido de este rincón de Vara de Quart. A espaldas del ecoparque, a los pies de las vías del tren, se ve uno de la media decena de núcleos de infraviviendas que se han extendido por la zona. Hasta un antiguo desguace repleto de coches abandonados parece habitado por okupas. Los reporteros se acercan a una joven de 18 años que trata de montar un mueble en el lugar. Dispuesta a contar cómo es su vida. Tal vez feliz porque alguien le dirija la palabra. Que se interesa por su vida. Hasta que aparece otro chabolista. «¡Fuera, fuera, que os vayáis», exclama con aires violentos pese a nuestros intentos de convencerles de que queremos contar su historia para que les ayuden. Pero el olvido pesa más. Y nos vamos para que siga la vida invisible y silenciosa de los apartados de Vara de Quart.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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