Dos mujeres cruzan uno de los puentes del barranco de La Saleta en Aldaia en 2022. IVÁN ARLANDIS

Vivir en zona inundable sin un manual de supervivencia

Medio millón de valencianos eran conocedores de que existía una amenaza de riada pero no sabían que estaban desprotegidos ante el desastre

Lunes, 27 de enero 2025, 00:24

La fotografía de Iván Arlandis que ilustra este reportaje es del 12 de noviembre de 2022, dos años antes de la dana del pasado 29 ... de octubre. La imagen es del barranco de La Saleta a su paso por Aldaia, en una de sus periódicas crecidas. La vida sigue, como demuestra la señora mayor pegada a su teléfono móvil girando la cara al cauce. La otra mujer, con la bolsa del pan en la mano, deja de mirar la pantalla de su celular para echar un ojo al barranco, que una vez más, y ya eran muchas, baja a punto de rebosar por lo llovido aguas arriba. Los puentes son pasos para ir al colegio, al médico, al bar.

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Todos en Aldaia o en municipios vecinos habían vivido algún amago de riada, con los túneles que cruzan las vías anegados y con calles impracticables. Todos pensaban que algún día ese agua podría ser una riada, como la conocida fábula, que avisa, medio en serio medio en broma hasta que llega el lobo en forma de dana. Un lobo silencioso, desde aguas arriba, porque los más viejos del lugar saben que lo que llueve en la sierra de los Bosques termina en la Albufera. Una rambla del Poyo abrigada por pueblos donde el exceso de confianza y la imprudencia pudo al miedo, donde se desafió a los barrancos cara a cara, a escasos metros, como las casas bajas que se ven en la foto, primeras víctimas en caso de inundación.

L'Horta Sud cuenta con más de 445.000 habitantes, según los datos de la Mancomunidad, y un territorio de 309 kilómetros cuadrados. La alta densidad de población, con 1.442 habitantes por kilómetro cuadrado, es fruto de la industrialización de la zona en las décadas de 1960 a 1980, con construcciones de edificios de pocas alturas y bajos habitables. Con la llegada del nuevo siglo, hubo un nuevo flujo migratorio provocado por la explosión del mercado inmobiliario. Muchos vecinos de Valencia, parejas jóvenes, compraron de cruces hacia afuera un piso más barato para poder vivir sin perder de vista la capital. Municipios como Catarroja y Paiporta multiplicaron su población y emergieron zonas comerciales como Bonaire, un nuevo modelo de negocio y ocio que se replicó en otros lugares, como con el MN4, que hoy todavía trata de salir a flote de la dana. La expansión agarrada a la burbuja inmobiliaria y al consumismo sobre los cauces de los barrancos. El área metropolitana se llenó también de polígonos industriales. El plan era generar riqueza sin contar con la naturaleza y por eso hay barrancos que dividen áreas empresariales, como la de Riba-roja.

Una dana no era nada nuevo. Habitualmente, una lluvia por encima de lo habitual generaba pequeñas inundaciones en los municipios. Una tarde de caos era suficiente. Un par de túneles cortados, algún socavón en la carretera y algo de agua en las naves de los polígonos industriales.

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La rutina de cada otoño sin un manual de supervivencia. En Japón, por ejemplo, cada vecino sabe qué hay que hacer en el caso de que haya un terremoto. Normas básicas empolladas. Estar empadronado en zona inundable también exige un decálogo para hacer frente a una situación que se da, como en este caso, una vez cada diez mil años. Muchos buscaron salvar el vehículo de sus garajes antes que subirse a plantas altas para refugiarse, llevaron a sus niños a las extraescolares a pesar de que pasaron las horas bajo la amenaza de una alerta roja y transitaron con sus vehículos por calles y carreteras hacia lo desconocido.

A las administraciones, el agua les ha llegado hasta el cuello y ha desnudado las carencias de unos organismos que no trabajaron la necesaria prevención para atajar un drama de estas características. Durante años no se han ejecutado soluciones para tratar de controlar las 'barrancadas', ese término de la jerga popular valenciana que tan bien define la catástrofe, y los planes para construir presas, desviar cauces y aliviar posibles riadas se transformaron en una realidad virtual aparcada en un cajón.

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Los vecinos de las zonas inundables, ajenos a la burocracia, no sabían que vivían en unos pueblos que estaban desprotegidos por culpa de no contar con el mejor sistema de alarmas –falta de inversión– y por una ley de emergencias que demostró que el protocolo para salvar vidas humanas era fallido. La vida antes de la dana.

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