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No hay ninguna fotografía de las bodas de oro de Teresa Cru y de Miguel Asnar colgada de las paredes de su planta baja de Catarroja ... . La riada se llevó por delante casi todos sus recuerdos. Las marcas de lodo han desaparecido. Sus hijos y su yerno han estado casi cuatro meses limpiando el bajo para que sea habitable y puedan regresar a su hogar. Pero los ancianos saben señalar con la mano exactamente el punto hasta el que llegó el agua. Un metro setenta de altura.
Teresa observa a su marido gesticular recostada en su sofá rojo. Tiene las piernas extendidas y una manta de ganchillo blanco le tapa los pies. Lleva a sus espaldas dos operaciones de rodilla. La última fue apenas unos meses antes de que llegara la riada y se viera obligada a esperar a que la rescataran subida a una escalera durante cuatro horas. «Mi miedo era que se cayera. No sabía qué le podía pasar», cuenta Miguel todavía con el miedo en el cuerpo.
Pero las débiles piernas de la octogenaria sacaron una fuerza sobrehumana. Resistieron firmes en el peldaño superior de la escalera hasta que su hijo llegó a salvarlos. El rescatador estuvo tres horas nadando entre el lodo que inundó la localidad de Catarroja hasta llegar a la casa de sus padres y cerciorarse de que estaban bien. La corriente hizo que tuviera que pegar brazadas desesperadas para no ser arrastrado. «No sabíamos si llegaría, pero lo consiguió», rememora Miguel.
El coche que tenían y que ha quedado en siniestro total permitió que la puerta del garaje se atrancara y el agua no alcanzara la altura del techo. Pudieron sobrevivir. Desde el sofá, Teresa confiesa que tiene pesadillas: «Siempre que miro la entrada de la casa pienso que va a llegar otra dana». La mujer tiene 80 años y nunca ha vivido una situación que se asemeje. Ni en la riada del 57, cuando al padre de la anciana lo tuvieron que rescatar de su coche. «Esto que ha pasado ha sido demasiado. Ha sido fatal, fatal», dice con un hilillo de voz.
Tiene problemas de audición, así que emplea un tono de voz tenue por temor a chillar a los demás. Lleva un implante coclear. «Menos mal que no se le cayó, que eso vale 8.000 euros y ya lo tuvimos que pagar de nuestro bolsillo», comenta su marido. Atravesaron un infierno aquel 29 de octubre, pero han podido sobrevivir para contarlo.
La pareja lleva casi cuatro meses de allá para acá. Las primeras dos noches las pasaron en casa de su vecina del piso de arriba. Los acogió hasta que las calles de Catarroja fueran (al menos un poco) transitables. Miguel recuerda perfectamente aquella noche. El primer bocado que pegaron fue a las 4.30 horas de la mañana. Su vecina les hizo un sándwich con lo que tenía por casa. Hambrientos y agotados, aquel plato de comida les supo a gloria.
En una maleta grande azul marino metieron las pertenencias que lograron salvar y residieron durante un mes en casa de una de sus hijas, también en la misma localidad. El dolor los acompañaba. La madre de su yerno, Juan, fue una de las víctimas mortales de Catarroja. La familia ha tenido que hacer frente al trauma mientras también trataban de sobrellevar el duelo.
30 de octubre. Parecía que los pueblos afectados de la Comunitat no amanecían. Una estampida de voluntarios, movidos por una voz interior que les clamaba que debían salir de sus casas para ayudar, fueron a los municipios armados con palas para tratar de sacar los restos de barro. Los primeros días de la riada fueron ellos los que ayudaron a retirar toneladas de lodo de la casa de Miguel y Teresa.
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«Yo tenía miedo de que entraran en la vivienda y guardé todo el oro que encontré para que no se lo llevaran nada», lamenta Juan, el yerno del matrimonio. Su temor estaba justificado. En casa de su madre, mientras yacía fallecida en la cama, unos delincuentes desalmados entraron y se llevaron las joyas que tenía la víctima de la riada.
Tras retirar la mayor cantidad de lodo posible con la ayuda de los desconocidos que se entregaron en cuerpo y alma para prestar servicio a los afectados, fueron los hijos y el yerno de Teresa y Miguel los que se encargaron de remodelar la casa. Los muebles de la cocina y del baño quedaron completamente destrozados. Tuvieron que comprar nuevos. Salvaron todo lo que pudieron. Limpiaron con cautela todos los rincones de la casa. También las trampillas por las que se coló el agua.
Mientras cuentan toda la odisea que han atravesado hasta que han podido regresar a su hogar, el matrimonio se lleva las manos a la cabeza: «¡Si es que no llovía! ¡En Catarroja no llovió nada!», repiten sin cesar. Todavía no se explican cómo pudieron ser afectados de una catástrofe de semejantes dimensiones.
A pesar de que su hija y su yerno los hubiera acogido durante un mes, la pareja de octogenarios se fue a una segunda residencia que tenían en Yátova. Pero ansiaban volver a su casa. «Ya podemos respirar», comenta Miguel. Los problemas de movilidad de Teresa hacían que necesitara regresar a su planta baja. A un lado del sofá, su andador la espera: «Tiene que caminar un poquito, por eso compramos esta casa», cuenta su marido.
Llevan 53 años juntos desde que Miguel la sacó a bailar en las fiestas de Catarroja. «Al principio no me fijé en ella porque era amiga de mi prima pero después de ese baile fui a pedirle permiso a su padre para que me dejara salir con ella», rememora el hombre, divertido, mientras acaricia con el dedo la barbilla de su mujer que le esboza una sonrisa. Medio siglo han compartido. Toda una vida. Nunca antes habían tenido que enfrentar una tragedia similar a la dana.
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