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«Para ver Zarra hay que ir a Zarra», apunta Marc, un inglés de Bristol que lleva veinte años en el pueblo. No es un lugar de paso. Para ir a la nada siempre hay que desviarse por el camino a ninguna parte y la N-330 pasa de largo. En Zarra una hora parecen dos y la sensación es la de un confinamiento permanente. Es martes, pasan de las diez de la mañana, las chicharras atronan porque el calor lo regalan y cientos de golondrinas vuelan en círculo. No hay más vida a simple vista.
Zarra está libre de coronavirus. Un oasis, la calma en el ojo del huracán del Covid-19. Los mapas pintan con brocha gorda la incidencia del virus en el Valle de Ayora y en la Plana de Utiel-Requena. Azul oscuro casi negro. Pocos habitantes, muchos positivos y población envejecida. El virus ha traído muertos. Demasiados. Zarra permanece inmaculada, blanca de casos. Albina entre la oscuridad. Hay miedo, mucho miedo, pero no dolor. La pena está en Teresa de Cofrentes, en Jarafuel, Jalance o Ayora. Los muertos están a tiro de piedra.
A lo lejos aparece un hombre fortachón. Con un cubo de basura a la espalda, como una mochila cargada de la rutina de todos los días. Trabaja desde hace unos días para el Ayuntamiento. «Hola, soy Marc», saluda en un español con acento. Es inglés, de Bristol, pero en realidad ya es un tipo del terreno. Casado y con familia. A la zona se le conoce como el pequeño Londres de Ayora. A principios de siglo llegaron muchos ingleses, en busca de sol, paz y silencio. Un fenómeno extraño que acabó en los juzgados pero ese es un tema ya casi olvidado. Ahora, en la carretera de acceso al pueblo se ven los buzones de los Jackson, de los Burke y de los Baker.
«Por aquí no pasa nadie, esto es muy tranquilo y Zarra se ve de lejos», cuenta Marc, que saluda con efusividad a un vecino que pasa con una C-15 con el escudo del Ayuntamiento en la puerta. «El jefe», dice. Al rato, el ruido de una Puch Cóndor amarilla, una reliquia. Si no pasa nadie, es difícil que el Covid llame a las puertas.
Las casas están cerradas. Los parques con columpios vacíos. Los niños se cuentan con los dedos de la mano y se protegen con sus bicis a la sombra de los árboles en el barranco de las Oliveras. Las horas muertas de un verano raro. Por la calle Chorro se sale a la calle Panoja para ir a la plaza del pueblo, a la del País Valenciano en una localidad que está más cerca de La Mancha que de la orilla del mar. Las casas están cerradas. Las persianas chivan si hay vida de puertas hacia dentro. Muchas están bajadas.
«Bienvenid@s a Zarra» dice un cartel en una calle por la que no pasa nadie. El pueblo está libre de Covid-19 pero tiene miedo. «Hay vecinos a los que no he visto desde hace meses, aún no han salido de casa», señala Iván, un joven de 25 años, que atiende con soltura la barra de la cafetería Los Arcos. Ejerce de veterano pese a su juventud y sabe como lidiar con la clientela.
Una señora lleva a gritos la voz cantante en el bar y tiene para todos. «Mira, ya está aquí la Mari Cruz Soriano», le dice a una recién llegada. El resto de clientes sigue a lo suyo. Es la vida de todos los días. En la plaza está la furgoneta de la verdura. Hay pueblos sin tiendas. Aquí está el ultramarinos-carnicería y el bar, donde también hacen pan. Una vez a la semana aparece el verdulero ambulante. El de los congelados, una vez cada quince días.
En la terraza dos mujeres han terminado el desayuno. Llevan mascarilla en la barbilla. Hay miedo, mucho miedo. Con los ojos piden que el extraño no rompa la distancia de seguridad. Han sobrevivido al coronavirus y cualquier forastero es una amenaza. En un pueblo de poco más de 300 habitantes los vecinos están identificados. El resto, gente extraña. «Hemos estado todos encerrados. Sin salir y con la familia. Con los vecinos hablábamos de puerta a puerta», cuenta Isabel. «Miedo siempre hemos tenido y estamos muy preocupados», apunta. Hay temor a que el virus llegue con los veraneantes.
Zarra tiene el campanario separado de la iglesia. Dos relojes, uno de sol, marcan la hora. A la sombra, José Hernández, de 85 años, y Manuel Martínez, de 82, se ponen al día. El primero, que pregunta si tiene que decir la calle en la que vive, ya ha ido al campo. Hay que adelantarse al calor. Muestra la mascarilla. «Aquí cumplimos todos y llevamos puesto esto», apunta. Manuel, su compañero de tertulia, asiente. Entre ellos hay distancia de seguridad. Nadie quiere caer enfermo.
El Ayuntamiento ha sido fundamental para mantener al pueblo libre de esta peste del siglo XXI. «Si el Ayuntamiento ha actuado bien pues se dice y ya está. Y así lo ha hecho», señala José, que insiste en que se sepa que él ha sido jornalero toda la vida. Mientras los vecinos estaban encerrados, desde la Casa Consistorial se puso en marcha un plan que ha funcionado: hacer la compra y llevarla al domicilio. Así han evitado que la gente saliera a la calle. Además, en Zarra no hay residencias de mayores. Punto clave para ser un oasis en la zona cero del Covid-19 en la provincia de Valencia.
El protocolo de actuación del Ayuntamiento ha sido fundamental para preservar la salud de los vecinos, que han cumplido las órdenes a rajatabla. Zarra es uno de esos municipios donde todavía echan bando, que es casi como decir misa. Se pidió a la gente que no saliera de casa, la población es mayor y de riesgo, y el reparto de comida y medicamentos se hizo puerta a puerta. «El mérito es de nuestros vecinos», señala el alcalde, Ángel Pérez. En las últimas semanas han abierto un consultorio auxiliar a espaldas del ayuntamiento para una población que recibe atención hospitalaria en Almansa porque Requena queda más lejos.
Iván transita entre la barra, la cocina y la trastienda. En el bar Los Arcos sirven cafés pero también hacen pan. Durante el confinamiento no han dejado de trabajar para servir a sus convecinos. «Llevábamos el pan a las casas y en algunos casos lo dejábamos en los pomos de la puerta. La hija de una mujer me pedía la cuenta y me pagaba por Bizum desde Valencia», cuenta Iván mientras maneja el brazo de la cafetera. El bar es un improvisado hemiciclo, donde se cuecen las novedades del pueblo. Bando y trabajo son las palabras que más se repiten. Las brigadas forestales ya cuentan con voluntarios y este año ya se sabe que no habrá fiestas. Ni en verano ni en noviembre. Como todos los españoles, los zarrinos esperan que 2021 llegue pronto y con mejores noticias.
Las chicharras siguen cantando y una improvisada tertulia comienza a la sombra de los árboles en la plaza. Entre ellos algún vecino de Valencia con casa en el pueblo que ha decidido dejar la gran ciudad para encontrar refugio en Zarra. «Aquí estoy mejor y me siento más protegido», cuenta con la mascarilla obligatoria. Junto a él, dos compañeros más en un círculo con distancia de seguridad.
Unos murales de cerámica repartidos por el pueblo relatan la expulsión de los moriscos de Zarra. Junto al campanario, hay uno que dice: «Ni las destructivas guerras medievales ni las mortíferas epidemias de peste negra que tanto se habían ensañado con este pueblo, habían conseguido lo que ahora iba a conseguir la epidemia de la intolerancia: la destrucción y el despoblamiento del pueblo de Zarra». Por el Valle han pasado muchas pestes, hasta la de la España vacía.
Hay vecinos que siguen enclaustrados desde marzo con miedo a pisar la calle. Los pueblos de alrededor siguen pintados de azul en el mapa de la conselleria de Sanitat. Ayora tiene 62 positivos y cinco casos se han contabilizado en la vecina Teresa de Cofrentes. Un poco más allá, en Jarafuel, son seis; y en Jalance, 29. Demasiados. Antes de pasar las curvas de la Chirrichana hay seis más en Cofrentes, y al llegar a Requena la epidemia llega a los 179, y en Utiel, 159. Casos y muertos.
Antes de dejar Zarra, Iván se despide desde su furgoneta: «Hasta luego... cuándo lo sacáis para comprar el periódico...». Marc, el zarrino de Bristol, ya se ha ido y los chavales siguen a la sombra del mismo árbol con sus bicicletas en el suelo. Los 359 habitantes del pueblo se mantienen acuartelados, con miedo pero seguros mientras las chicharras le siguen cantando al sol.
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