Relato de Elisa Ferrer: 15m2

Las ramas se expandían por las paredes, llegaban al techo, y habían colonizado el suelo, donde ya era imposible barrer

ELISA FERRER

Viernes, 12 de noviembre 2021

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Al final, Marta se decidió a trasplantar el poto. Se había convertido en una cuestión de espacio, de dignidad, una cuestión de vida o muerte. Al menos para la planta, cuyas hojas habían comenzado a amarillear, a caer como si fuera otoño y no ese invierno raro en el que sudaba con el jersey de cuello vuelto. Si no lo hubiera hecho, el pobre habría sucumbido en esa maceta que lo oprimía, que escuchimizaba sus raíces obligadas a doblegarse contra las paredes de barro.

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Fue una buena decisión, las hojas del poto parecían enderezarse por segundos mientras ella se bebía su café mañanero sentada en el alféizar de la ventana. Marta siempre tomaba su café ahí, pero no por una razón romántica, instagrameable, sino porque ese era el único hueco en el que podía apoyar el culo en su cocina minúscula. Ni siquiera era sentarse, era encajar el cuerpo en una postura estudiada, de pieza de Tetris. A veces, si conseguía colocarse de perfil, podía asomarse al patio de luces, que a las ocho de la mañana ya olía a fritanga, a café requemado, a conflicto familiar; y ahí desayunaba, comía, cenaba y, antes de caer rendida, se ponía un vinito en un vaso chato porque en la alacena, apenas dos baldas estrechas, era imposible colocar ni una copa de vino.

Al volver del trabajo, vio que las ramas del poto se habían estirado y llegaban verdes y fuertes hasta la ducha. Pensó en lo bien que le había venido a la planta la tierra nueva, la maceta amplia, el espacio donde recolocar sus raíces, darle vida a las hojas que escondía agazapadas, con ganas de abrirse al mundo.

Apenas una semana después, la despertó un picor en la nariz. Era una hoja descarada que provenía de una rama que se le enredaba en la pierna y trepaba hasta su cara. El poto crecía sin miramientos, expandía sus brazos trepadores cargados de clorofila como si viviera en un piso de renta antigua en el que los inquilinos pedían por Glovo hasta la barra de pan, temerosos de que, si abandonaban la casa apenas un segundo, alguien se quedara con ella.

Pensó en deshacerse del poto, dejarlo en la calle, y si un alma caritativa disponía de veinticinco metros cuadrados o más (había gente con suerte), quizá pudiera adoptarlo. Pero le daba pena, fue un regalo que le hizo su amiga Clara cuando la ayudó con la mudanza y, debido a la estrechez, le pasaba las cajas desde el rellano, «El poto le va a dar mucha vida al pisito». Y vaya si se la dio, las ramas se expandían por las paredes, llegaban al techo, y habían colonizado el suelo, donde ya era imposible barrer.

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Una noche que Marta volvía de cañas, se dio cuenta de que por mucho que girara la llave, la puerta no cedía. La casa estaba a rebosar de hojas, de ramas que se agolpaban contra los cristales, las puertas, y parecía que iban a hacer estallar las paredes.

Incapaz de abrir, supo que tendría que mudarse de nuevo. Pero, ¿cómo iba a encontrar ya un piso así por seiscientos euros? ¡Era imposible! Se sentó en el rellano, agotada, mientras imaginaba su nueva vida en apenas cinco metros cuadrados.

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Eso sí, a primera hora (no iba a posponerlo más), le comentaría a Clara que los imanes de nevera siempre le habían parecido un regalo genial.

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