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Los vecinos protestaron en el centro de Valencia. :: javier peiró
La Malvarrosa sale a la calle en defensa de su dignidad
MANIFESTACIONES CONTRA EL NARCOTRÁFICO

La Malvarrosa sale a la calle en defensa de su dignidad

La droga puso al barrio en pie de guerra, una carga policial exploró los límites del sentido común y todo ello obligó a Valencia a mirar al mar

Antonio Badillo

Domingo, 31 de mayo 2015, 00:26

Siete de octubre de 1991. Noche cerrada. Las pelotas de goma surcan el aire. Los coches de los antidisturbios se abren paso a golpes entre contenedores cruzados a su camino. La gente se esconde en los portales como si de un espectáculo de 'bous al carrer' se tratara. Que viene la pasma. Desde las terrazas llueve todo tipo de proyectiles. Tornillos, macetas... Hay hasta quien dice haber visto volar una bombona de butano. Se mastica la rabia. Durante unas horas la Malvarrosa parece Sarajevo.

Rebobinemos un poco más en nuestro viaje por la memoria. Valencia vive más que nunca de espaldas al mar y el entorno de las casitas rosa da miedo. Los vecinos temen coger el autobús, porque saben que en la marquesina, junto a sus hijos, habrá algún toxicómano inyectándose droga. No hace falta ser un sabueso para adivinar en esta esquina o aquel zaguán la presencia de un camello. Nadie actúa a escondidas. El suelo de los parques públicos está asfaltado con jeringuillas. Tampoco es raro encontrarlas mezcladas con la arena de la playa. La gente, harta ya de estar harta, sale a la calle de forma espontánea para protestar. Al delegado del Gobierno, Francisco Granados, se le va la mano y ordena la carga policial que lo convertiría en persona non grata de un barrio en pie de guerra por su dignidad. Los heridos proporcionan al alzamiento el ingrediente que le restaba para tornarse en revolución. Los cientos de manifestantes serán ya miles a partir de ese lunes de octubre.

Cada noche, en una zona cero bautizada como las cuatro esquinas, los vecinos se reunirán durante meses para compartir arengas alrededor de un megáfono, no sentirse solos y recorrer las calles donde anida la víbora al grito de «aquí se vende droga». Juntos no tienen miedo. Nadie faltará ya a su cita diaria. Si llueve hay paraguas. Para el frío, chubasqueros. Gente de toda condición. Día a día hasta trenzar incluso la amistad mientras el debate político sigue su curso.

Muchos años después de aquello, en plena auge de la Copa América, un alto cargo de la empresa organizadora me expresó su fascinación por el glamour de la paradisíaca Malvarrosa. Instintivamente no pude evitar sonreír. Mi interlocutor apenas reparó en ello, pero cualquier vecino de ese barrio marinero habría tenido la misma reacción. Ay, si las piedras hablaran.

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