ENRIQUE VIÑUELA
Domingo, 5 de junio 2016, 11:48
En la Europa ocupada por los nazis, el jazz fue la música más popular del momento. Tenía el mismo poder de convocatoria que el rock en la actualidad. Todas las generaciones lo escuchaban. Para los jóvenes era un símbolo de rebeldía. Y a la gente mayor le encantaba bailar jazz. El régimen de Hitler no tardó en prohibirlo, junto a otros estilos tildados de «degenerados» como el foxtrot y el tango. Para el Tercer Reich, el jazz era insidiosa propaganda enemiga interpretada por razas inferiores. «Música americana negrojudía de la selva», en palabras de Joseph Goebbels. Escuchar o tocar jazz durante los años 30 y 40 era un riesgo que podía ocasionar desde una amonestación o una detención, hasta la deportación a un campo de concentración y la muerte. A pesar del veto, el jazz siguió siendo la banda sonora de la vida nocturna de París, Praga, Varsovia y otras capitales europeas. Los entusiastas del swing no estaban dispuestos a renunciar a una música que se convirtió en una metáfora de libertad.
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«Muy raras veces el arte ha tenido un efecto tan directo sobre la vida de las personas como el que tuvo el jazz entonces, cuando suponía una catarsis diaria, una purificadora liberación de tensión. El jazz estaba cargado de dramatismo, era dinamita política, creada con fervor religioso», escribe el periodista y músico Mike Zwerin (Nueva York, 1930-París, 2010) en el libro 'Swing frente al nazi', publicado originalmente en 1985 con el título 'La Tristesse de Saint Louis' y ahora reeditado por primera vez en castellano por Es Pop Ediciones. Trombonista de renombre (grabó con Archie Shepp, Eric Dolphy, Earl Hines y Miles Davis), Zwerin se dispuso a explorar un rincón olvidado de la Historia, pero acabó siendo explorado por ella. Su relato adopta el formato de una cronología personal. 'Swing frente al nazi' no es el resultado de una investigación, que también, sino sobre todo el desarrollo de la misma. Es un original cuaderno de viajes. Como buen 'jazzman', también improvisa al escribir. De vez en cuando abandona el tema central, como cuando un músico se aleja de la partitura para ejecutar un solo, y trufa su crónica con vivencias personales y reflexiones sobre el desarrollo del jazz durante el último medio siglo.
El Hot Club de Fráncfort
El autor dedicó dos años a recorrer Europa para charlar con aquellos músicos y aficionados que mantuvieron viva la llama del jazz a la oscura sombra de Hitler. Supervivientes como el alemán Otto Jung, fundador del Hot Club de Fráncfort en 1941. Después de que el jazz quedara proscrito y las novedades se retiraran del mercado, Jung y sus acólitos se reunían en un restaurante para escuchar sus viejos discos y encargar otros nuevos en Francia. En caso de que apareciera la Gestapo, un vigía les avisaba por teléfono desde el recibidor. Se solían pelear con las Juventudes Hitlerianas y varios miembros del club acabaron en la cárcel: «En Estados Unidos, la aceptación del jazz fue un problema social: negro o blanco. Aquí fue un problema político, porque todo el mundo sabía que a los nazis no les gustaba el jazz y querían suprimirlo. Aquello nos hizo amarlo aún más. Siempre tuvimos la sensación de que sólo aquellos que se oponían al régimen nazi eran capaces de apreciar esta música. Un enamorado del jazz jamás podría ser nazi». Pero sí los había.
Dietrich Schulz-Köhn, un oficial alemán que admiraba a Count Basie y Django Reindhart, era uno de aquellos nazis amantes del jazz. Incluso escribió artículos defendiendo esta música en el boletín clandestino que editaba el Hot Club. «Todo lo que tengo y lo que soy se lo debo al jazz. El jazz me abrió la mente. Si no me hubiera entusiasmado tanto, quizá habría sido igual de corto de miras que los nazis», relata en un ejercicio de memoria selectiva, obviando que él fue uno de ellos. En 1941 se celebró en Berlín un seminario de las SS con el objeto de dirimir el mejor modo de aplicar la prohibición. El oficial Heinz Baldauf abogó por la indulgencia: «No veía que causara un daño real. Me gusta el jazz. Me gustaba bailar con mi esposa. Aunque estaba prohibido, no había reglas estrictas que lo definieran. Dependía de cada oficial interpretar qué era o qué dejaba de ser jazz». En los juicios de Nuremberg, Baldauf fue condenado a cinco años de prisión, una pena menor para un alto cargo de las SS gracias a los numerosos testimonios a su favor por parte de músicos y aficionados a los que echó una mano durante el conflicto.
Algunas de las historias que se recogen en el libro son tan fascinantes como perturbadoras. Historias como la de Eric Vogel, único superviviente de los Guetto Swingers, una orquesta de jazz compuesta por músicos judíos que tocó en los campos de concentración de Theresienstadt y Auschwitz. O la de Werner Molders, piloto de la Luftwaffe que sintonizaba la BBC cada vez que cruzaba el Canal de la Mancha para escuchar unos compases de Glenn Miller antes de bombardear Londres. Una frase se repite en muchas de las entrevistas: «El jazz me salvó la vida». La primera vez que la escuchamos es en boca de Nicolas Dor, un belga que en su juventud tocó la batería en un combo de jazz. Una tarde de otoño de 1941 se encontraba en una taberna escuchando discos de Lester Young cuando apareció un oficial nazi y le dijo: «Tengo entendido que usted tiene varios discos de Jimmie Lunceford. Me gustaría escucharlos algún día. Soy trompetista». Trabaron amistad y el oficial firmó un salvoconducto que evitó que Dor fuera deportado a un campo de concentración.
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Todas las dictaduras
El jazz fue una metáfora de la libertad no sólo frente al nazismo, sino también frente a cualquier régimen totalitario, como el apartheid sudafricano o las dictaduras comunistas del Bloque del Este. Individuos como Goebbels y Stalin sabían exactamente hasta qué punto podía llegar a sugerir libertad, y por eso se mostraron tan decididos a suprimirlo. Como asegura el crítico y directivo radiofónico alemán Joachim-Ernst Berendt, «no puede ser accidental que todos los regímenes totalitarios hayan estado en contra del jazz. Es un rasgo básico de su carácter. Cuando uno improvisa, se acostumbra a tomar decisiones por cuenta propia. La espontaneidad equivale a libertad. Por el contrario, la música totalitaria es marcial, de ritmo cuadriculado; hay que marchar el compás».
Zwerin incluye un extracto de una conferencia titulada 'Sobre la libertad', pronunciada por el músico y escritor polaco Leopold Tyrmand, que dice así: «El jazz era para nosotros un sistema de libertades sujeto a una disciplina libremente aceptada entre un individuo y un grupo. Transmitía el mensaje de que existe una autoridad central -normalmente con una trompeta en la mano- ante la que uno se compromete a respetar la clave y el ritmo, a cambio del derecho a expresarse libremente. Pasó a ser la alegoría para un pluralismo de oportunidades: cualquiera que sepa tocar un instrumento y que sea capaz de contribuir a un sonido común, puede realizar su alegato sobre lo que considera hermoso y verdadero».
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Tyrmand recuerda que una noche de 1943 estaba en un garito clandestino de Fráncfort escuchando una grabación de Sydney Bechet. Sentado junto a él se encontraba un oficial alemán de permiso. «Es mi disco -dijo orgulloso el nazi-. Estuve en la división Panzer en Francia. Cada vez que conquistábamos una ciudad, los demás salían en busca de paté y yo me iba a las tiendas de discos». «¿En qué le hace pensar esta música», le preguntó Tyrmand. «En personas libres. No me pregunte por qué», respondió el oficial.
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