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IÑAKI EZKERRA
Domingo, 26 de marzo 2017, 10:00
Si todo escritor muerto es susceptible de caer en las garras de la mitificación, esta parece inevitable cuando existen intereses políticos por medio. Es el caso de Miguel Hernández. No hay probablemente un autor sobre el que el mito se haya cernido con más entusiasmo y en el que, fingiendo humanizarlo, más lo haya deshumanizado: el mito del poeta pastor, pobre e inculto; el mito del poeta rojo, monolítico y sin fisuras; el mito del poeta sincero, espontáneo e incluso primario; el mito del poeta comprometido, luchador e irreductible: el mito del poeta fiel a la costurera de Jaén, a Josefina, a su «única musa».
El camino de la desmitificación, y de la consiguiente 'rehumanización' de Miguel Hernández, ha sido muy largo, pero se puede decir que en estos días, en los que se cumple el septuagésimo quinto aniversario de su muerte, está ya más que trillado. Aunque siempre haya quien prefiera abrazar el tópico, no han sido pocos los estudiosos que han trabajado en esa tarea desmitificadora, en la que son dos ineludibles referencias la biografía de Eutimio Martín por su carácter provocador ('El oficio de poeta. Miguel Hernández', Aguilar, 2010) y la de José Luis Ferris por su equilibrio y su vasta documentación ('Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta', Fundación José Manuel Lara, 2016). Esta última es una ampliación de la publicada en 2002, totalmente justificada porque incorpora materiales de descubrimiento reciente, como los epistolarios de Vicente Aleixandre y Josefina Manresa.
No. No se trata de intimidar ni abrumar al lector con erudición documental. El aspecto biográfico es, en este caso, importante precisamente para poder dejar a un lado la estatua, al santón laico, y conocer al hombre; para iluminar la obra de un gran poeta que se defiende sola, sin la necesidad de recurrir a ninguna canonización. Sabemos, por ejemplo, que la viuda de Hernández nunca se reconoció en los sonetos de 'El rayo que no cesa', que es el gran libro revelación del joven de Orihuela, porque fueron varias las destinatarias de esos versos y Josefina Manresa sabía que no era la única. Además de la pintora gallega Maruja Mallo, a la que Josefina se llegó a referir como «una mujer mala que conoció en Madrid», estaba la poeta murciana María Cegarra por la que Hernández debió de sentir un amor platónico. Da la impresión de que, entre los 21 y los 26 años, en los que se desplazó una y otra vez a Madrid, movido por más pasiones que la puramente literaria, nuestro hombre era bastante enamoradizo así como que se tomaba un tanto a la tremenda las clásicas contrariedades sentimentales. 'El rayo que no cesa' es un poemario surcado desde el inicio hasta el final por un aire trágico que ha llevado a ciertos críticos a hablar de un «libro premonitorio» y a algunos lectores a tomarlo por un poemario de la guerra o del viacrucis carcelario cuando ni una ni otro habían comenzando siquiera en la fecha en que se acabó de imprimir, exactamente el 24 de enero de 1936.
La misma composición que abre el libro concluye con una famosa y agorera cuarteta que tiene unos dolorosos tintes de epitafio prematuro: «Sigue, pues, sigue cuchillo,/ volando, hiriendo. Algún día/ se pondrá el tiempo amarillo/ sobre mi fotografía». Y en los sonetos en los que logró no ya sólo el dominio sino un estilo personalísimo en la confección del endecasílabo, aparece una y otra vez la identificación sombría con el toro para aludir a los simples desaires amorosos, como lo reflejan de modo elocuente estos conocidos y significativos tercetos en los que, sin pudor, saca partido a su 'sex appeal' campesino y con los que debió de conquistar más de un corazón femenino de su época: «Como el toro me crezco en el castigo,/ la lengua en corazón tengo bañada/ y llevo al cuello un vendaval sonoro./ Como el toro te sigo y te persigo,/ y dejas mi deseo en una espada,/ como el toro burlado, como el toro».
¿Poeta del 36 o del 27?
La poesía del alicantino adquirió pronto y desde ese segundo poemario un lirismo tan desgarrado que rompe las costuras y las composturas de la generación del 36, la cual se moderaría aún más en los contenidos y en las formas con la conversión de algunos de sus miembros más destacados al garcilasismo de posguerra, como es el caso de Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero o José García Nieto. Ese aspecto y otros -como el gongorismo de 'Perito en lunas', su primer libro de poemas, publicado en 1933, o el don de Hernández para absorber y rehacer tradiciones anteriores- han llevado a algunos críticos de peso a catalogarlo como un epígono de la generación del 27, pero éste no sólo asimila en su poesía la estética de las vanguardias sino también otras anteriores. En Miguel Hernández están los Machado, el Antonio paisajista y el Manuel lastimero de las coplas, como estará en los versos de 'El niño yuntero' el Gabriel y Galán social de 'Mi vaquerillo' que «dormía una noche en el monte con el niño que cuidaba sus vacas», o como está también la más doliente tradición romántica, los «suspirillos germánicos» que Núñez de Arce veía en Bécquer, pero agigantados, virilizados, «tauromaquizados» por la imaginería rústica y silvestre del campo español.
En realidad, la influencia que Hernández experimentó por la generación del 27 cuajaría de verdad a partir de 'El rayo que no cesa' y en su modo especial de convertir en poéticas expresiones técnicas o prosaicas como 'dictamen', 'asunto', 'bipartido', 'instrumento' o 'arquitectura' a la manera en que Jorge Guillén incrustaba en el poema términos de contable. Aunque dicho recurso ya está presente en su primer libro, empezando por la palabra 'perito' del título y siguiendo por versos realmente audaces como «en menoscabo de la horticultura», la verdad es que la fórmula métrica de la octava real encorsetaba demasiado a aquel poeta primerizo empeñado en demostrar su virtuosismo en contraste con su condición de humilde cabrero, que también era un tanto impostada. Miguel Hernández tuvo estudios hasta los 15 años, su familia era modesta pero no pobre, y exageró su esporádica faceta de pastor, con la que ayudó en una breve época a su padre, porque se percató de que esa imagen «caía simpática» y «vendía mucho» en la capital.
Por las pistas que nos han dado sus biógrafos y por su propio legado, podemos deducir que Miguel Hernández no tenía nada de inocente sino una firme confianza en su valía personal, que le llevó a tener roces precisamente con algunos autores del 27 que, como García Lorca, se mostraron remisos a satisfacer todas sus demandas de atención o los favores que les solicitaba. Pero, volviendo a la cuestión de su ubicación en la literatura española, con quien se incardina formalmente su obra, el espíritu de ésta y la mirada, que se vuelve hacia la tradición por encima de las vanguardias, es con la poética del 36 y con autores como el Dionisio Ridruejo de 'Los sonetos a la piedra' o el Juan Gil-Albert de 'Misteriosa presencia'.
La confesión
Otro aspecto que quizá se ha mitificado y desmitificado después en exceso es el de la amistad con Ramón Sijé. Se ha pasado de considerarlos grandes amigos por encima de las diferencias ideológicas a ver en ellos una amistad interesada desde el momento en que Pepito Marín Gutiérrez (Ramón Sijé era un seudónimo) se arrogó un papel de mentor del pastorcillo de Orihuela en la Corte, que terminó siendo más que discutible. Las amistades que podía proporcionarle, y que eran de filiación falangista, dejaron de interesarle pronto a un Miguel Hernández ávido de mundo, de libertad y de experiencias, que no solo era ya la cara opuesta al ideario que profesaba su amigo, de un asfixiante nacionalismo católico-místico-imperialista, sino que poseía un talento que el otro no sospechaba. Ni lo sospechaba ni resultaba fácil reconocerlo para alguien que se consideraba, además, de un estrato social algo más alto, lo suficiente para acceder a unos estudios de Derecho en una España y un medio rural en los que esas diferencias de clase se tendían a remarcar exageradamente. Prueba, sin embargo, de la influencia que Ramón Sijé tuvo sobre él y de la confusión en la que llegaron a sumirle los cambios que se produjeron en aquellos años en su vida está en una carta fechada el 30 de mayo de 1933 en la que Hernández le dice a García Lorca: «Soy, sin ser nada, comunista y fascista».
La 'confesión' delata a un hombre que era más de sentimientos de lealtad que de ideas políticas y es valiosa porque rompe la imagen monolítica del izquierdista irredento que quedaría acuñada con su innegable martirio. Se sabe también que su viaje a Rusia le produjo una gran decepción, aunque su poesía se dirimiera hacia los versos de combate de 'Viento del pueblo' (1937) y los cantos soviéticos de 'El hombre acecha' (1939) en los que se lanzó a una 'militarización' del romance popular y del alejandrino modernista que obedecía a su compromiso leal con el bando republicano y que ha dejado en un segundo o un tercer plano al poeta de la madurez, que es el que escribe entre 1938 y 1941 el 'Cancionero y romancero de ausencias'.
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