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La tarde de la despedida de Enrique Ponce más allá del tremendo abrazo que supuso entre Valencia y su torero, entre la sociedad y la tauromaquia en general de la que sin duda salió reforzada, tuvo su intríngulis, vamos a decirlo así, intrahistoria se le denomina periodísticamente, y tuvo su justificada celebración posterior hasta altas horas de la madrugada, al fin y a la postre los éxitos toreros son para celebrarse y un triunfo sin un post siempre será menos triunfo. Artísticamente tuvo sus picos y sus valles, cimas y simas que pusieron a prueba los corazones. Diría que como debe ser teniendo en cuenta que en el toreo hay emoción o no hay mucho y por esta vez hubo mucho: momentos de encendido reconocimiento como cuando el maestro compareció al frente de las cuadrillas para iniciar los cincuenta y dos pasos de su último paseíllo y la plaza se puso en pie como impulsada por un resorte de reconocimiento a cuatro décadas de torería. Ovaciones que se repetirían cuando se rompió la formación y cada vez que iban a salir sus toros y ni qué decir durante su tumultuosa salida a hombros. Fue la leche, la Valencia real y limpia, más allá de sofisticaciones, todo concentrado en un cuadro mágico, música, fuegos en el cielo, clamores, apoteosis, 'cor obert', procesión y algarada a la vez, que le condujo hasta los cuarteles donde había velado armas las horas previas, todo al grito de ¡torero, torero! y ante el asombro de viandantes, 'guiris' y afortunados de ocasión que pasadas las nueve, habían pillado mesa y despachaban sus cenas y aperitivos en las calles aledañas a la plaza, un gentío que no daba crédito a lo que veía mientras desenfundaba los móviles para inmortalizar la emoción desbocada.
«En todas las plazas han estado conmigo fenomenal pero como en Valencia ninguna. Lo de mi Valencia ha superado todo, cosa de la que me alegro. La ovación antes del último toro me ha desbordado. Cómo no iba a entregarme con toda mi alma», valoraba el torero horas después. En un inciso de la charla con LAS PROVINCIAS sobre lo que acababa de vivir, «estoy muy feliz», saltó a la palestra la oportunidad con la que se disparó el castillo de fuegos en la salida a hombros que supuso el complemento perfecto. «Yo no lo sabía y me emocionó. Lo disparó un chico de Chiva».
No había sido una tarde fácil. La presencia de viento racheado hacía volar los engaños y provocaba desgobierno en la lidia, cada racha era una invitación al percance que Ponce y sus compañeros –Talavante, Nek y sus cuadrillas– encaraban con entereza. Los toros no daban juego y especialmente los juampedros titulares –cuarto, quinto y sexto– boicotearon cualquier posibilidad de triunfo y llevaron la tarde al borde de un precipicio de donde hubo que rescatarla. Lo que le costó a la autoridad desprenderse de su autoritarismo y entender, en realidad no lo entendieron, que los reglamentos están para defender el interés general, entre el que se encuentra el interés del público. El momento crucial comenzó a cocerse entre barreras tras el fiasco del cuarto toro. Ni un pase, ni atisbo de embestir, toro pétreo e inerte con el que ni la magia lidiadora de Ponce podía sacar partido. El maestro hizo señas pidiendo el sobrero. La autoridad competente (¿?) le dijo que no, que no era reglamentario y a ello se aferró mucho tiempo.
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José Luis Benlloch
Ese toro se lo había brindado a su padre. «Por todo lo que habéis hecho por mi, por las renuncias, por la educación que me distéis, por vuestra discreción y saber estar…». Esas fueron las palabras de reconocimiento a su progenitor que hizo extensivas a su madre, Enriqueta, que se había quedado en el hotel como ha hecho siempre que toreaba Enrique. Era el segundo toro que le brindaba en su carrera, el anterior también fue en Valencia, un día de San José, un toro de Sepúlveda al que pudo cortarle el rabo, objetivo que se le ha resistido en Valencia y tanta ilusión le hubiese hecho. «¿Usted se cree que con este viento y después de matar dos toros a mí me apetece ponerme delante de otro?…», recuerda el diestro que le explicaba al delegado gubernativo que transmitía órdenes de la presidencia negándole el sobrero.
«Hagan lo que deban hacer, piensen en el riesgo de una posible alteración del orden público, hagamos algo, lo que sea, pero esto no puede quedar así, esta gente no se puede ir con ese mal sabor de boca», recuerda que le rebatía y hasta le suplicaba: «Al final firmamos la consellera, Salomé Pradas, que siempre estuvo a favor, y nosotros unos documentos que se redactaron allí mismo en los que asumíamos las responsabilidades. Yo hubiese firmado lo que hubiese sido». Rafael García Garrido y Víctor Zabala, que respaldaban la negociación, despejaron la penúltima incógnita: quién financiaba el costo del toro. «El toro lo paga la empresa» y no hubo más.
El tan deseado sobrero sacó su fondo bueno y el torero su talento de buen administrador de bravuras o de falta de bravura que también para eso hay que ser torero. Todo sucedió entre las rachas de viento empeñadas en no perderse el espectáculo y el compás de 'Concha flamenca' que interpretaba la banda de Chiva. En ese clímax, la faena fue creciendo y desbordándose el entusiasmo del auditorio que ya había olvidado el fiasco del toro pétreo, padre de todos los males.
Todo lo acabó celebrando hasta los albores del día siguiente. Cena con la familia y la cuadrilla a los que se sumaron en la sobremesa los amigos más próximos incluidos los toreros que habían venido a acompañarle, entre ellos su ahijado Nek, al que invitó especialmente. «Fue una fiesta de arte, guitarrita y cante, con David Galán y Javier Ambel».
A estas alturas entenderán que fue una tarde para contarla entre la colección de las tardes legendarias que se dieron en el hermoso coso valenciano ahora coso de todo más que de toros consecuencia de la desafección de una diligencia que los últimos años más allá de dar cobijo, por otra parte necesario y conveniente, le ha ido restando calendario y espacio a los toros sin el menor respeto y sin tener en cuenta que los terrenos que ocupan se donaron para ser plaza de toros.
Tardes para contar ha habido unas cuantas. Mis mayores contaban, en realidad juraban, haber estado en la alternativa de Parrita, con Manolete y Arruza, tarde en la que se cortaron doce orejas, cuatro rabos y hasta patas, y si hacemos caso a todos los que aseguran que estuvieron debieron asistir cien mil personas cuanto menos; mi generación tuvo la suerte de ver a Ordóñez y Camino en la Feria de Julio; también la tarde en la que El Cordobés cortó el rabo al toro Arrabalero de Samuel Flores en la Feria de Julio de 1964, el primer día que volaron las almohadillas en señal de júbilo –a propósito hay presidentes actuales que aseguran que no darán un rabo ni en un pueblo, qué pena–; vi y disfruté otra tarde para contar: la alternativa de El Soro aquel día de Fallas en el que los aficionados colapsaron la plaza y los caminos de vuelta a Foios y el toreo se puso a hablar en valenciano. El mismo día que el maestro Camino con tres chicuelinas puso el clasicismo en su sitio.
Son algunas, de las que pasados los años se cuentan, de la misma forma que contaremos los que estuvimos la tarde del adiós de Ponce cuando llevaba treinta y cuatro años de matador y se exigió como si tuviese que ganarse un puesto en las próximas Fallas, el mismo día que en la plaza se resumió lo que es la Valencia taurina y pese a la necedad de algunos se fundió torería, generosidad, fuegos y música. «Una tarde y una plaza para presumir de ella», asegura Enrique Ponce. Yo estuve, será el latiguillo de una tarde para contarla.
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