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Ajedrez en la cárcel de Melilla, un juego que reinserta
Cuentos, jaques y leyendas

Ajedrez en la cárcel de Melilla, un juego que reinserta

El pensamiento estratégic y la metacognición del ajedrez impacta de forma muy positiva entre la población reclusa. Su carácter lúdico y transversal es ideal para implementarlo en centros de menores

Manuel Azuaga Herrera

Sábado, 8 de marzo 2025, 21:36

El 8 de marzo de 2016, Día Internacional de la Mujer, impartí la ponencia 'Ajedrez: un camino para el cambio' en una cárcel femenil de máxima seguridad en Morelos, México. La jornada, organizada por la Fundación Kaspárov de Ajedrez para Iberoamérica, incluía la celebración de un torneo entre reclusas de diferentes módulos a las que previamente se les había capacitado en las nociones básicas del juego: movimientos, patrones de mate y estrategias generales. El acto fue un éxito rotundo. Algo más de 200 mujeres, no solo aquellas que compitieron, asimilaron algunas de las enseñanzas de un juego que, entre otras virtudes, ayuda a pensar antes de actuar. «Una sola mala jugada puede hacerte perder la partida», dije durante la ponencia. Todas las reclusas, sin excepción, asintieron al toque con un vaivén de cabeza y de culpa. Recuerdo aquel gesto coral, sincronizado, como una emoción que puso en jaque todos mis prejuicios.

Quería arrancar narrándoles esta escena porque hace unos días viví una nueva experiencia, esta vez en Melilla, que conecta con esa misma sensación de Morelos. Les cuento. La UNED Melilla celebró un fantástico tercer seminario de ajedrez, gracias al cual hablé de cine y de su relación con el juego-ciencia. ¿Sabían que la primera película en la que vemos una partida de ajedrez se rodó en 1903? Me guardo los detalles para otro artículo. Por su lado, el gran maestro Manuel Pérez Candelario ofreció una charla sobre el concepto de la iniciativa y jugó una partida a la ciega, es decir, con los ojos vendados. Ganó. Más tarde, Candelario se adjudicó el torneo del seminario, una competición que contó con la presencia de la campeona de España, la canaria Sabrina Vega. La conexión que les decía se produjo en el taller que la UNED programó en la cárcel de Melilla, donde acudí, grabadora en mano, como ayudante del psicólogo de Juan Antonio Montero, el mayor experto mundial en el uso terapéutico y social del ajedrez.

Metacognición

Desde hace quince años, gracias a un método propio diseñado para entrenar habilidades mentales, Montero y su equipo del Club Magic de Extremadura imparten talleres para mayores, centros de adicciones y cárceles. En este último ámbito han trabajado con más de 1.000 reclusos. En 2012, su programa en prisiones 'Nuestro ajedrez reinserta' fue distinguido con la Medalla de Plata al Mérito Social y Penitenciario del Ministerio del Interior.

Acompañé a Montero a su visita al centro penitenciario de Melilla. Nos esperaban veinte internos en el módulo de respeto. Hombres que cumplían, por diferentes delitos, alguna condena. «El módulo de respeto es en sí un programa terapéutico», me confirmó una trabajadora del centro. «Está libre de drogas. Las celdas permanecen abiertas durante el día. Se come con cubiertos de metal y tienen alguna otra ventaja». Una vez hecha la bienvenida, Montero fue colocando en un tablero mural hasta 22 piezas imantadas. La posición resultante no guardaba ninguna lógica ajedrecista. «Bueno, ahora vais a memorizar esto que veis, no importa si sabéis o no jugar al ajedrez», anunció Montero a los internos.

El grupo mostró escepticismo. Algunos abrían los brazos encogiendo los hombros. «¿Cómo vamos a recordar todo eso?», dijo alguien al fondo de la sala. «No os preocupéis», les tranquilizó Montero. «Si aprendemos una pauta sobre cómo funciona el cerebro, va a ser una tarea fácil». Les pidió que dividieran mentalmente el tablero en cuatro partes iguales y se concentraran solo en el cuadrante superior de la izquierda. Mientras los internos se afanaban, Montero les habló de metacognición, de tomar consciencia de los procesos de pensamiento, de la atención selectiva. «Cuando sectorizamos, nuestro cerebro es muy potente», sentenció. Entonces quitó las piezas del cuadrante elegido. «¿Alguien se atreve a ponerlas de nuevo en las casillas exactas?», preguntó. Se levantaron muchas manos.

La dinámica se repitió en cada uno de los cuadrantes. Más tarde, se quitaron todas las piezas blancas. Uno de los internos se animó a ponerlas de nuevo donde estaban. Lo hizo sin fallo. Igual se procedió con las negras. Por último, el tablero quedó despejado. «¿Alguno de vosotros sabría colocar ahora todas las piezas?», preguntó Montero. Imaginen lo que sucedió. El módulo arrancó en un aplauso espontáneo de asombro.

El tablero de la vida

Más allá de este tipo de dinámicas mentales, Montero ilustra por qué el ajedrez funciona de forma tan eficaz entre reclusos: «Este juego enseña a los presos un nuevo modo de actuar que es incompatible con el estilo de vida que les ha llevado a esa situación», explica. «El ajedrez ayuda a cambiar la precipitación por la reflexión, el corto por el medio y largo plazo, la astucia mal entendida por el esfuerzo de llevar al máximo la inteligencia. Te enseña a que la derrota puede ser un medio para mejorar tus puntos débiles».

Esta máxima ontológica encaja como un guante con el testimonio de Yusef, uno de los reclusos con los que charlé a solas, finalizada la sesión. «La vida es un juego», dijo en voz alta Yusef. «Yo he caído en la trampa de la calle. Por eso estoy aquí. Mi madre me lo dice: si has hecho algo malo, cúmplelo. Ahora ella me visita y me ve muy distinto porque sabe que estoy enfocado en no caer de nuevo». Yusef hizo una pausa. «De los errores se aprende», afirmó. «Fíjate que durante el taller me he hecho responsable de una de las cuatro zonas del tablero. Y cuando tu compañero me hablaba de otra cosa, yo seguía ahí, concentrado en mis piezas, por si acaso quería distraerme».

La UNED Melilla celebró hace unos días un seminario de ajedrez donde se ofrecieron charlas y jugaron partidas a ciegas

Además de Yusef, conversé con otros tres internos a los que nombro (los cuatro me dieron permiso) para entrecomillar unos testimonios que no tienen desperdicio. Empiezo por Pedro, un tipo muy extrovertido y directo: «Aunque nunca había jugado al ajedrez, me ha resultado fácil. He abierto mi mente y, sobre todo, he tomado responsabilidades. Espero que esta actitud de hacerme cargo de las cosas me sirva cuando salga de aquí».

Las siguientes líneas son de Chabouni, un joven avispado que había participado de forma muy activa en el taller. «Yo ya había jugado antes y más o menos entiendo el ajedrez. En el fondo, es un juego de guerra en el que, si haces una mala jugada, no puedes echar para atrás o poner excusas. Lo que sí puedes es pararte, echar la vista atrás y aprender del error para no cometerlo de nuevo. Creo que si actúas de este modo te conviertes en una mejor persona». Chabouni me hablaba de frente. Sus palabras no eran impostadas, tenían una musicalidad profunda. «En cambio, si caes una y otra vez en la misma piedra, es imposible que vayas hacia delante. Y en la vida hay que avanzar, no somos cangrejos».

El último testimonio es el de Cristóbal, un interno con un perfil distinto que, durante la sesión de Montero, había tomado notas sobre los conceptos de metacognición. «Al principio, el taller ha sido desilusionante. Yo pensaba que venía a jugar. Pero enseguida me he dado cuenta de vuestras estrategias, del refuerzo positivo y la cohesión lograda en el grupo. Si nos hubiesen contado que íbamos a tener un taller de psicología, no hubiéramos venido ninguno. Lo cierto es que habéis instrumentalizado muy bien el ajedrez. Habéis dejado huella». Les confieso que me sorprendió la forma de hablar de Cristóbal, el hilo tan elaborado de su discurso. «Instrumentalizado», dijo. Después reflexionó: «En realidad, sí que ha sido un taller de piscología, pero camuflado. La sectorización para mejorar la memoria es una habilidad que, en cuanto pueda, desarrollaré por mi cuenta».

En 1960, Bobby Fischer ofreció una exhibición simultánea en la prisión de Rike's Island (Nueva York)

A los pocos días de nuestra visita, me puse en contacto con Francisco Rebollo, director del centro penitenciario de Melilla. Quería comprobar si habíamos pasado la verdadera prueba del algodón. ¿Crees que el juego del ajedrez puede ayudar a la población reclusa?, le pregunté. «El ajedrez puede ser una herramienta educativa valiosa y una intervención psicológica eficaz en centros penitenciarios. Es un juego que favorece la paciencia, la disciplina, el control emocional y la autoestima». Rebollo fue más allá y subrayó la interacción social que se promueve entre los internos. «El ajedrez ofrece herramientas para saber manejar situaciones complejas». Y añadió: «Como programa de tratamiento puede encajar muy bien, puesto que ofrece múltiples beneficios tanto a nivel cognitivo como emocional y social. Se favorece la rehabilitación y, en ese sentido, se sientan las bases para una reinserción más exitosa en la sociedad».

Las palabras de Rebollo me traen el recuerdo de una escena que pocos conocen. En 1960, Bobby Fischer ofreció una exhibición simultánea en la prisión de Riker's Island, en Nueva York, contra 20 rivales. Se sabe que no perdió ninguna partida. Y se cuenta que más de «2.400 prisioneros» presenciaron el espectáculo. Una cifra que leo y me parece del todo increíble, pero que avalaría el enorme interés que este juego despierta entre la población reclusa.

Ajedrez en centro de menores

Tras la experiencia en la cárcel, ya por la tarde y de nuevo en las instalaciones de la UNED, repetí dupla con Montero. Esta vez recibimos la visita de 15 chicos del centro de menores Hermano Eladio Alonso. Todos tenían entre 6 y 11 años. Andrés Hamido, pedagogo del Centro Asistencial de Melilla, nos hace un perfil más exacto de los pequeños con los que compartimos una fantástica tarde de juego. «Algunos son nacionales y están con nosotros por alguna circunstancia de desamparo. Puede ser por un problema económico familiar o porque los padres están en prisión, o bien porque concurre una dejación de funciones. También hay chavales de origen marroquí. Son menores extranjeros no acompañados [menas] que en su momento cruzaron la frontera, solos o con familia, y que por alguna razón fueron abandonados».

Es duro lo que describe Hamido. En cualquiera de los casos, todos los menores acogidos están escolarizados y llevan una vida lo más normal posible. «Hasta que cumplan los 18 años, nosotros tenemos la guardia. La tutela corresponde a la Consejería de Políticas Sociales», matiza Andrés. Lo que quiere decir que cuando los chicos alcancen la mayoría de edad deberán abandonar el centro.

Como guinda (dulce) a lo anterior, les cuento una última cosa, en boca de Hamido: «A la mañana siguiente, los chicos me preguntaban cuándo iba a ser la próxima charla de ajedrez. Estaban felices». Y permítanme que dé parte de esa felicidad. Porque mientras ellos buscaban las mejores rutas sobre un tablero para ayudar a una torre a capturar un caramelo, mientras jugaban a ser estatuas, a quedarse inmóviles en sus asientos… Mientras todo eso y mucho más, la infancia de cada uno de esos niños cobraba sentido, acaso por un instante.

Ojalá sea de por vida. Y ojalá, de paso, pongamos en jaque todos nuestros prejuicios.

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