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El mundo de la ciencia, y por extensión de la cultura, está de luto. La sociedad valenciana llora la muerte de Santiago Grisolía, que falleció este jueves a los 99 años de edad en el Hospital Clínico de Valencia. El investigador científico más brillante nacido en tierras de la Comunitat, fundador de los Premios Rei Jaume I, Alta Distinción de la Generalitat Valenciana y Premio Príncipe de Asturias a la Investigación Científica en 1990 fue ejemplo de vitalidad, modelo de incansable entrega a la investigación y muestra del compromiso adquirido con la cultura y el patrimonio valencianos desde la presidencia del Consell Valencià de Cultura (CVC). Santiago Grisolía deja numerosos e imborrables momentos y recuerdos en la ciudad por donde de su mano, a través de los Premios Rei Jaume I, se ha paseado lo más granado de la ciencia mundial, los premios Nobel más diversos, los nombres con mayor prestigio en la ciencia cualquiera que sea su especialidad.
Nació el día de Reyes de 1923 en la ciudad del Turia. Su vida transcurrió en las distintas ciudades a las que le llevó el trabajo de su padre en la banca. Dénia, Xàtiva, la murciana Lorca y Cuenca fueron testigos de la infancia de un niño que quería ser marino dada su confesa pasión por el mar. Acabó vistiendo bata blanca de médico entregado al estudio hasta convertirse en el sabio cuya contribución al desarrollo de la Bioquímica fue trascendente.
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En su trayectoria fue decisiva la colaboración con el doctor Severo Ochoa, por quien demostró profunda admiración hasta el punto de conseguir que Valencia diera su nombre a una calle, la misma en la que residía Grisolía frente a la Facultad de Medicina de la Universitat de València.
Su etapa junto al doctor Ochoa, que comenzó en 1946, fue decisiva para su carrera. Con el Nobel asturiano trabajó en los estudios sobre la enzima málica. Pero pronto se soltó de las faldas de la patria cuando en España poder hablar de ciencia era ciencia ficción. En los tristes años cuarenta hizo las maletas y cruzó el charco para fijar la mirada en los tempranos microscopios de los laboratorios de investigación estadounidenses. En la Universidad de Chicago inició el uso de los isótopos marcadores para el estudio de pautas metabólicas, con cuya técnica consiguió demostrar la fijación del dióxido de carbono en tejidos animales. Luego llegó el contrato con la Universidad de Wisconsin, donde contribuyó de manera decisiva al conocimiento del ciclo metabólico de la urea. Y después vino Kansas.
Fue miembro de las más prestigiosas sociedades científicas, consejero de fundaciones y entidades y también presidente del Comité de Coordinación de la UNESCO para el Genoma Humano. Tan brillante trayectoria, como no podía ser de otra manera, desembocó en una cosecha de premios entre los que brilla el ya apuntado Príncipe de Asturias y los numerosos doctorados Honoris Causa, entre los que se encuentra el de la Universitat Politècnica de València.
En 1976 regresó a la ciudad que le vio nacer. Su vuelta supuso asumir la dirección del Instituto de Investigaciones Citológicas. Y en 1978 dio un paso que sería decisivo para la capital del Turia. Se erigió en cofundador de la Fundación de Estudios Avanzados, impulsora de los Premios Rei Jaume I que año tras año se entregan en la Lonja en presencia de algún miembro de la Familia Real.
Con los Jaume I, en perfecta solución con Grisolía, Valencia se convirtió en nombre de referencia en el siempre oscuro para España pasillo de la ciencia. Él con su inagotable energía, entrega y perseverancia trabajó para agitar las conciencias que no eran capaces de ver que la investigación abría las puertas del mañana. «Los Jaime I han sido una forma de publicitar la ciencia española y hacer que la sociedad se dé cuenta de que el futuro está en la ciencia. También ha significado poner a Valencia en el foco; era algo necesario para la ciudad», decía el profesor en una entrevista con LAS PROVINCIAS en 2020 con motivo del trigésimo aniversario del Premio Príncipe de Asturias que recibió en 1990.
Una mirada al recorrido vital del hombre que un día confesó a esta casa que la chispa de la vida «está en la imaginación» descubre que al amor por la ciencia se sumaba el que siempre profesó por su ciudad, -de la que era Hijo Predilecto desde 1976- la cultura y el patrimonio valencianos. Echaba en falta «un mayor conocimiento por parte de la sociedad. A los valencianos nos falta conocer nuestra propia cultura». En declaraciones como esta se escondía su condición de presidente del CVC dando fe del compromiso con su origen, que ejerció conforme a la condición del valenciano que era, pero que llevaba impreso el aroma de ser diferente, el aroma que le concedía el estilo de vida americano que trajo consigo de los años vividos en Estados Unidos.
En el CVC, aun cuando ya su edad era avanzada, siempre mantuvo despierta la mirada y la voz afinada para denunciar poniendo el dedo en la llaga los desmanes que acechaban al patrimonio valenciano. Fue el CVC el que consiguió detener la demolición del Mercado de Colón y era la voz de Grisolía la que en la conversación de 2020 con este periódico confesaba que el Bellas Artes es un museo «muy ignorado en Valencia, mucho, subráyelo» y manifestaba su interés por la defensa de la huerta.
De conversación amable, siempre regada de un humor muy refinado, de maneras elegantes y con talante para el diálogo, el profesor ganó para sí la simpatía y el respeto de todos los sectores de la sociedad que hoy lloran su pérdida. Su proximidad con la Monarquía llevó a que el Rey Emérito, Juan Carlos I, en 2014 le concediera el marquesado de Grisolía.
Hasta el final de sus días se mostró interesado por saber más. Cuando ya contaba con 97 años y desde estas páginas se le preguntaba si le quedaba algo por ver -a alguien que había visto tanto. Su respuesta mostró a alguien con la inmensa curiosidad de los sabios: «La creación de la vida como tal. También cómo parar el envejecimiento. En esto queda mucho camino por recorrer. Por qué envejecemos no tiene sentido, de la misma forma que es muy difícil entender por qué crecemos. Hay mucha gente investigando, se preocupan porque naturalmente a todos los vivos nos afecta. Y quieras que no, el término medio de vida es relativamente corto. Por eso hay pocos centenarios». El profesor Grisolía, conocía el secreto de la longevidad: «Tener buenos amigos».
Lamentaba el desprecio hacia la vejez: «Antes el anciano era la persona a la que se le consultaba y se le tenía en cuenta. Hoy hay culto a la juventud». Activo casi hasta el final de su vida demostró que era posible contar con el conocimiento maduro. Si no fuera suficiente, su incansable esfuerzo regala al ahora fallecido la inmortalidad del legado para la ciencia y para la cultura que queda en manos de las futuras generaciones.
Ya con 97 años, en 2020, el profesor Grisolía definía a los valencianos como « gente muy modesta y no nos gusta exagerar, a pesar de las Fallas. Pero aún así, después de todo las fallas se queman y hay que volver a empezar. Y ese es una de las características valencianas, el no cansarse y volver a empezar. Esto podría definir el carácter valenciano y por eso las Fallas son importantes». Y valenciano era el profesor Santiago Grisolía, de los de «no cansarse y volver a empezar».
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