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CARLOS BENITO
Lunes, 25 de enero 2016, 21:20
Da lo mismo que uno esté en Estados Unidos, en Nigeria, en Singapur o en cualquier otro rincón del planeta: basta pronunciar el nombre de Sylvester Stallone para que a nuestro interlocutor le venga a la cabeza la imagen del boxeador Rocky Balboa, alzando los brazos en lo alto de la escalinata del Museo de Arte de Filadelfia, o quizá el rostro tiznado del veterano John Rambo, entregado a la meticulosa destrucción de un pueblucho llamado Esperanza. En España, a esos dos referentes globales se sumará seguramente un tercero de alcance nacional, que nuestro cerebro recuperará de sus archivos con una presteza digna de mejor causa: visualizaremos al humorista Santiago Urrialde, con su tosco disfraz de Rambo, gritando como un maniaco aquello de «no siento las piernas», la frase que hizo famosa el programa televisivo de Pepe Navarro y que el personaje original jamás pronunció. Hay cosas que se instalan en la memoria y ya no hay quien las desaloje.
Esas tres imágenes sirven para resumir la grandeza y la miseria de Stallone. Muy pocos actores pueden presumir de haber incorporado dos personajes a la médula misma de la cultura popular, con la peculiaridad a menudo olvidada de que Stallone escribió en solitario y en tres días el guion del primer Rocky. Con aquella película, estuvo nominado a los Oscar como mejor actor protagonista y mejor guionista, sumándose así a un selectísimo club de creadores en el que solo figuraban Charles Chaplin y Orson Welles, y el legendario crítico Roger Ebert comparó sus dotes interpretativas con las del joven Marlon Brando. Pero el lado bueno de Stallone se ve irreparablemente ensombrecido por su lado malo, malísimo, con esa proximidad a la autoparodia que lo convierte en material idóneo para imitadores como Urrialde. A lo largo de una filmografía más que cuestionable, Stallone se ha ganado a pulso el título de campeón de la inexpresividad, del monosílabo, de la dicción incomprensible y de la comicidad involuntaria, hasta ser visto como un trabajado cacho de carne con una cara rara. Los organizadores de los Razzies, esos 'antioscar' que reconocen lo más atroz del cine, estaban tan hartos de premiarle siempre que en 1999 le nombraron Peor Actor del Siglo «por el 99,5% de todo lo que ha hecho».
Y, sin embargo, ahí lo tenemos, con un Globo de Oro recién recogido y con muchas probabilidades de llevarse el Oscar al mejor secundario. La razón de este inesperado auge artístico es 'Creed', la séptima entrega de Rocky, en la que el boxeador es ya un entrenador enfermo que prepara al hijo de su rival de antaño. ¿Es que, de repente, Sylvester Stallone se ha vuelto buen actor a los 69 años? «Yo creo que Stallone puede ser un buen actor, desde luego. Como ocurre con todos, eso depende en buena medida de la dirección y el guion: en 'Creed' su interpretación es afinada y sincera. Sí, es cierto que también ha sido un mal actor: tiene un buen número de películas malas, y puedo decirlo porque las he visto todas, pero yo diría que se trata de un actor decente que puede ser bueno», explica a este periódico Chris Holmlund, profesora de la Universidad de Tennessee que ha coordinado 'The Ultimate Stallone Reader', el primer volumen académico consagrado a nuestro hombre. Holmlund destaca otro rasgo: «Quizá lo más importante sea que Stallone evidentemente adora hacer películas: ama el cine como forma artística, no solo como negocio, y esa es una razón adicional por la que ahora está siendo recibido con tanto afecto, más allá de que 'Creed' sea una película condenadamente buena».
Stallone, al contrario que el pasmarote simplón al que ha encarnado en tantas pelis, es un hombre complejo y reflexivo que ha acumulado un montón de reveses a lo largo de su vida. Ya al nacer, los fórceps le dañaron un nervio facial y le dejaron parte del rostro paralizado: de ahí viene esa expresión aturdida que ha inmortalizado el cine, así como su manera poco definida de pronunciar. Stallone era el hijo enclenque y enfermizo de un peluquero italiano, apasionado del polo, y una estadounidense excéntrica que había trabajado como trapecista y corista y que, años después, se dedicaría al sofisticado arte de leer el porvenir en los culos. Las desavenencias del matrimonio, que acabaría divorciándose, llevaron al pequeño Sly por sucesivos hogares de acogida. Más tarde, acumuló expulsiones que le hicieron pasar por una docena de colegios, y sus compañeros de instituto lo eligieron como el alumno «con más probabilidades de acabar en la silla eléctrica». Y en su vida adulta, en fin, no han escaseado las desventuras: el mayor de sus cinco hijos, Sage, murió con 36 años; el segundo, Seargeoh, sufre autismo; la tercera, Sophia, nació con una malformación cardiaca.
Los leones del zoo
Tampoco tuvo fácil lo de dedicarse al cine, esa pasión que vertebra su biografía. Al principio, tuvo que subsistir con empleos ocasionales, entre los que destaca por su pintoresquismo el de limpiar las jaulas de los leones en el zoo de Central Park, y las estrecheces le llevaron a participar en una película de porno blando por la que cobró doscientos dólares: llevaba cuatro noches durmiendo en una estación de tren cuando descubrió, como una salida providencial, el anuncio del 'casting'. El éxito arrollador de 'Rocky' lo cambió todo, pero también encasilló a su protagonista en un tipo de cine, el de acción, por el que no se sentía particularmente atraído: «Te incluyen en un grupo de tres o cuatro personas que son conocidas básicamente por su flexibilidad física y su musculatura, y hay otro grupo de gente como De Niro, Pacino, Keitel o Walken que siempre son mencionados como grandes actores, y te preguntas '¿alguna vez me meterán ahí?'. Se ve una frontera: si quieres una película superficial, llama a Sylvester; si quieres algo con mérito artístico y que pueda ganar premios, acude a los otros», se lamentaba en 1997, cuando protagonizó su asedio más decidido a la respetabilidad con 'Cop Land', la película para la que engordó veinte kilos, hasta que -según apuntó el director- «en su cara se notaban las patatas Lay's y el McDonald's».
Porque, a diferencia de otros colegas musculosos procedentes del culturismo y los deportes de combate, Stallone viene de la escuela de arte dramático y siempre ha anhelado incorporarse a esa primera división del oficio. Eso sí, pese a la amargura de no haber cumplido sus aspiraciones de juventud, se ha entregado sin reservas a sus papeles, por huecos y descerebrados que pudiesen parecer. La crítica no suele tener en cuenta ese factor, pero una de las mejores pruebas de su compromiso está en los partes médicos que jalonan su carrera: estuvo cuatro días en cuidados intensivos por un puñetazo de Dolph Lundgren en 'Rocky IV', se rompió un dedo al tratar de pararle un penalti a Pelé en 'Evasión o victoria', recibió sesenta puntos de sutura en 'Rocky II', se partió el cuello en 'Los mercenarios'... Si juzgamos su desempeño artístico por las magulladuras y las cicatrices, Sly es un número uno que se ha dejado en el cine mucho más que la piel, aunque ahora no se le ve nada descontento con el giro hacia los reconocimientos convencionales. «Todo ha cambiado -ha explicado a 'Variety'-. Ahora mis hijos se paran a escucharme cinco minutos, en plan 'oh, te han nominado para algo'. ¡He obtenido un poco de respeto!».
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