Aunque en el imaginario colectivo las respectivas trayectorias de Luis García-Berlanga, de cuyo nacimiento se cumple este año su centenario, y Rafael Azcona pueden leerse como dos caras del mismo espejo, en realidad la pareja que formaron a través de doce obras capitales para el cine español tiene bastante de rareza. Nada estaba predeterminado en sus personalidades, hasta cierto punto antagónicas, para que confluyeran y alumbraran para la historia de nuestra cultura algunas cumbres como 'Plácido' o 'La escopeta nacional'. Como observa Bernardo Sánchez Saslas, profesor de la Universidad de La Rioja y profundo conocedor de la obra del cineasta valenciano y del escritor logroñés, «la suma entre el ángulo de Azcona y el aire de Berlanga es la clave de bóveda del mundo que incrementaron juntos», pero a partir de esa feliz conexión pueden fijarse ciertas diferencias.
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¿Por ejemplo? «No cabe duda que el mito alrededor de Berlanga», apunta Sánchez, «alentó esa imagen suya, 'anarcofallera'. Y podría dar la impresión de que era torrencial, comparado con la discreción e invisibilidad de Azcona. Pero esto no suponía ni causticidad en el uno ni caos en el otro». «Esas apariencias», prosigue, «tenían algo de refugio. De hecho, Azcona, en la distancia corta, era infinito, generoso y alegre y Berlanga era, en la praxis de su oficio, reflexivo y dilemático». Sobre cómo disolvían sus particulares inteligencias cuando entraban en combustión al unísono y vertebraban el libreto de su docena de colaboraciones, Sánchez, que ingresó en el particular mundo del dúo Berlanga-Azcona cuando adaptó para el teatro 'El verdugo', una de las cimas de la pareja, anota: «Berlanga admitió que Azcona había aportado estructura a su dramaturgia. Ascetismo, llegó a llamarlo. Y oído para el diálogo natural. Y el no aislamiento del personaje de su colectividad. Berlanga le proporcionó a Azcona despliegue y continuidad profesionales. Y un receptor inmejorable de sus ideas. Y un puñado de obras maestras en tiempo récord».
Un legado que, a su juicio, «constituye una secuencia coherente y progresiva. Una docena de películas que son un brazo del cine español y también de la historia de España y de los españoles». Y añade: «Todo eso está abarcado por su cine, que rebasa el interés cinematográfico, pues sus películas son datos sobre lo que hemos sido y aún somos». Como relatos tributarios al río madre del cine, la trayectoria de ambos creadores tiene su kilómetro cero en 1959: hace ahora 60 años, se estrenan como guionistas firmando el libreto de 'Se vende un tranvía', un mediometraje dirigido por Juan Estelrich concebido en su origen como episodio piloto para una nonata serie de televisión titulada 'Los pícaros', «frustrada por recelos censores y cuestiones empresariales», recuerda Sánchez. Paradoja: aquel encargo «acabó siendo el 'piloto' de toda una filmografía participada por ambos», señala. «Algunos de sus actores y temas permanecieron 'fijos discontinuos' desde entonces hasta 'Nacional III'», una cinta de 1982 que culminó la saga nacida cinco años antes con 'La escopeta nacional'.
De cinco en cinco años, un lustro después concluiría con 'Moros y cristianos' esa fecunda conspiración forjada entre ambos genios, que durante casi tres décadas se habituaron a un régimen de trabajo a cuatro manos cuyo primer principio de organización interna se basaba en la observación curiosa de su alrededor. Sánchez subraya cómo Azcona y Berlanga «se reunían en cafeterías, bares de hoteles o centros comerciales. Hablaban, primero de todo y luego de la película. Y el guión se iba componiendo en común». Con una curiosidad: «Azcona siempre pedía conocer, de entrada, el final, para poder escalar el argumento y las situaciones». «Era un método de cooperación y complicidad», apunta. «Compartían una misma visión, sobre la falta de libertad del individuo».
La índole libertaria que anidaba en sus mentalidades tiraba, como puede deducirse, siguiendo el hilo argumental que traza Sánchez, de una mirada común hacia cuanto les rodeaba. De ahí que pusieran a salvo en esa «sociedad» que formaban mediante una común aspiración, citada por el profesor riojano para explicar el largo vínculo que ambos mantuvieron: ese principio que obedecía a sus mutuas ambiciones «de prolongar esa mirada, de contar algunas fábulas y dar vida a algunos personajes». La muerte de Azcona (de la cual se cumplen este mes trece años) truncó para siempre esa feliz (aunque extraña) pareja que integraban, aunque su colaboración tenía una fecha de caducidad anterior, en 1987. Ese año expidieron el acta de defunción con 'Moros y cristianos' y dejaron a sus seguidores lamentando la suerte de otros proyectos que jamás vieron la luz.
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Pero la fama de los que sí nacieron sobrevive a la pareja. Hoy son raros los días sin que brote de manera espontánea en el subconsciente colectivo esa pregunta: cómo hubiera llevado Berlanga a la pantalla todas las extravagancias que nos rodean, en efecto muy berlanguianas. También azconianas, adjetivo que, a diferencia del primero, aún no ha alcanzado la inmortalidad que concede la RAE. «Azconiano», reflexiona Bernardo Sánchez, «se habilitó más tarde que berlanguiano. Y ha tomado más relevancia desde que él ya no está. Ahora se califican de azconianas muchas más cosas que antes, porque en sus últimos años se le visibilizó y escuchó mucho más, lo que hizo que se descubriera su óptica». «En cambio, berlanguiano», agrega, «fue una etiqueta que ya acompañaba a Berlanga en vida. Y con eso tiempo ganado ya tiene entrada propia en el diccionario». Reflexión adicional: «A mí, más que azconiano, me gusta azcónico, adjetivo que se inventó José Luis Cuerda. Le da una perspectiva angular: el lado desde donde se observa».
- ¿Qué tal se llevaban? ¿Se sabe qué opinaba el uno del otro?
- Yo no tuve la suerte de verlos nunca juntos. Sí de hablar con uno del otro. El reconocimiento mutuo se mantuvo intacto y el valor de lo vivido e ideado juntos. Azcona, además, sostenía que las películas eran de sus directores. No obstante, en esta profesión los tiempos de compañía son tan prolongados como los de separación. E igual de intensos. Pero de pronto, hablas con uno del otro y parece que no ha pasado ni un día desde que dejaron de verse. Aquellos días en que convivieron con destino al cine valieron cada uno por tres o cuatro días ordinarios. Tanta vida y productividad tienen que atenuarse en algún momento. La distancia también protege lo vivido y el afecto. De todas maneras, yo creo que no conocieron la vejez, ni la senectud.
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