Blanco y puro como tú

La mirada al frente. Todo era blanco y perfecto; con sumo cuidado natural, el paisaje quedó postrado, estático, de gran belleza cual día de antaño. Sus ojos brillaban ante el esplendor de esa luz caída del cielo. Era un sábado del primer mes. Recuerdos de tiempos pasados ya no dolían. Esa criatura, sólo mía, colgaba en mis brazos y me sentí embriagada de su paz, ligera y pura, dulce como la sonrisa de eterna infancia que no alberga maldad alguna. Llegó la gran presencia que nos abrazó, mi amor, su padre; éramos la gran figura de cantos pulidos, a fuego lento, de los años que tuvimos juventud y el vigor en la sangre.

Los tres mirábamos embelesados el gran espectáculo invernal que nos regaló esa mañana, que tan fría allí fuera, calaba los caminos. No queríamos salir de la estancia sin tomar conciencia de la suerte de nuestras vidas, la que nos dio un gran presente de carne y alma que, sin ser perfecto, llenó nuestros vacíos aquel once de octubre a las cinco de la madrugada.

¿Por qué me elegiste, amor mío?

Peleamos una gran decisión, la más valiente que jamás acometimos. Pero esa imagen ya no dolía, era como el vaho que empañaba los cristales de nuestra percepción idílica: una mancha traslúcida que merma hasta ser luz brillante e infinita. Te amaré hasta el fin de mis días, y cuando en tu rostro vea la batalla de tu vida, esa vocecilla interior que me aconseja, clamará victoria y habrá terminado. ¡Qué sabia fuiste! Te escuché sin vacilar en el rumor de la tormenta de opiniones y juicios del ego.

Tú, mi amado hijo, llegabas para curarme las heridas y hacerme volar, lejos del amargo recuerdo de la niña que fui, triste y desmoronada al paso de crecida. Pero eso ya no dolía: eres tú y sólo tú a quién yo quería. Miradas cómplices y agradecidas al blanco del día.

Si quiere participar, ha de enviar su microrrelato a cuentosminimos@lasprovincias.es. La extensión exacta del relato es de 330 palabras.