- Otra vez - se dijo Randy Doogan cuando sus dedos no fueron capaces de tocar el riff de Black summer rain.

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Contrariado, abandonó el ensayo ante la mirada de los otros miembros de Blue Alloy con la excusa de tomarse un descanso.

Nada más entrar en el camerino, tiró su guitarra encima del sillón de escay negro y se sentó en una de las sillas que había frente al espejo.

- Por favor Randy, deja que Brian toque tus acordes- le dijo Paul Bennett, manager del grupo, cuando entró tras él.

- ¿Y no volver a tocar?

- Sé que es duro renunciar a ello, pero aún puedes subirte ahí arriba, aún puedes cantar tus canciones...

En un taxi, Doogan se marchó al hotel antes que los demás.

Pasó las horas previas al concierto encerrado en su habitación, tratando de apartar de su mente aquella prematura disyuntiva que todavía se resistía a afrontar.

Minutos antes de reunirse con la banda para regresar al Palladium, decidió tomarse una copa, pero al coger la botella de whisky del mueble bar, otra sacudida involuntaria hizo temblar su mano de nuevo e, inmediatamente, desistió.

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Al llegar al auditorio, Doogan se limitó a llevar a cabo el ritual que solía hacer antes de cada concierto y esperó a que Bennet les avisara.

Entre el fervor del público que inundaba los pasillos, llegaron al backstage. Los cinco componentes de la veterana banda irlandesa de rock esperaron a que el reloj marcase las nueve.

Entonces, uno a uno comenzaron a salir al escenario. Doogan, como de costumbre, fue el último en hacerlo.

Sujetando su guitarra por el mástil, se acercó con decisión hasta el borde y, sin pensárselo dos veces, lanzó aquella Fender 63 al embravecido mar de manos que tenía frente a él.

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De un tirón se quitó de la cabeza la bandana que siempre llevaba en los conciertos y con fuerza se la enrolló en su mano derecha. Luego, miró a Brian, cogió el micrófono y… One, two, three!

 

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