Se detienen los coches delante del semáforo y aparece, de pronto, vestido de arlequín. Comienza una función fantástica y efímera: un momo, un acto, un grito de desesperación; no es arte mudo, acrobacias, prestidigitación sin más: es el tácito pacto entre ricos y pobres. Unas lágrimas negras destacan en su pálido semblante, que pintado de blanco, resplandece. Solo tiene un minuto: desenfunda sus armas y empieza a deslumbrar a quien atento observa. Lanza bolos al cielo —hay quien mira a otra parte—, su sonrisa contagia incluso a los más tristes. Enseña una flor blanca y sus pétalos vuelan: son mariposas. Salta; también escupe fuego; lanza una bola al aire: vuelve una calavera. El tiempo corre en contra de esta farsa imprevista.
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Una niña lo observa desde el interior de un coche y coloca sus manos en el cristal. Le ofrecen un billete que toma y lo convierte en algo que alza el vuelo, dispara su cañón de confeti y lo que vuela muere: era un bicho sin alma. Alguien mira el reloj. En su mano, un sombrero, sale de él la paloma que con presteza vuela y se transforma en globo. Ya la luz parpadea, encienden los motores, el semáforo expira su tiempo y aquel mimo se duele de sus manos, que en sangre, ahora blanden un curioso paraguas. Parece conmovido.
El semáforo, en verde; ya los coches en marcha le esquivan y abandonan: ángel de tempestad; testigo de utopías que en pantomimas viven. Él es la Navidad sin niños que la sueñen, un jardín arrasado, un templo en ruinas en cuyo centro se yergue una bella flor. Hace sol y se cubre con el paraguas roto, se resguarda, allí llora, el tiempo ya no mide: no hay sangre ni palomas, no más fuego ni tiempo, no más niñas ni flores de belleza hiriente, su paraguas es cielo, una bóveda triste que jamás será techo, su paraguas raído, su diminuto mundo —canción sin música—, solo llueve bajo él.
Si quiere participar, ha de enviar su microrrelato a cuentosminimos@lasprovincias.es. La extensión exacta del relato es de 330 palabras.
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