El precio de la luz se dispara este jueves con la nueva tarifa: Las horas prohibitivas para encender los electrodomésticos

Lebanon (Ohio). Otoño de 1979

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La ambulancia volaba desde la granja hacia el hospital, y la sanitaria que iba con Neil, para aminorar la hemorragia, le apretaba el muñón de su anular arrancado de cuajo, que les acompañaba en la nevera junto a las dietcoke.

Apretando los dientes de dolor, recordaba las gavillas recién segadas, manchadas por la sangre, cuando el anillo quedó atrapado en la máquina.

Gemía, pero no de dolor, sino por una rabia profunda, por la fatalidad que últimamente le visitaba. Todo iba de mal en peor, desde que ella entró en su vida.

Se torturaba pensando en la vacuidad de la conmemoración del décimo aniversario del hecho que cambió su existencia. El día que la aceptó. Cuando la abrazó ante todo el mundo; cuando le dedicó bellas palabras que olían a eternidad.

Pero todo se había vuelto, desde entonces…absurdo.

Aunque desconocidos le abordasen para tener su autógrafo o le pidiesen fotografiarse con él, sentía que no controlaba su vida, porque ella lo había vampirizado.

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Pensaba: «¿no es para ti bastante, condenarme con las cadenas de la fama? ¡Me has maldecido desde que me uní a ti! Y, ahora, cuando sufro, ¡tú, te ríes en el cielo!».

―¡¡Suéltame!!, ¡¡déjame ya!! ―bramó mirando a la enfermera con los ojos desorbitados.

―Pero Señor Armstrong, ¡debo contener la sangre!

―Discúlpeme señorita… En realidad le hablaba a la Luna.

Diez años después de ser el primer hombre que pisó la luna, Neil Armstrong, se retiró de la Nasa. Eligió ser un profesor de una Universidad de poco renombre y, con profundos cambios en su forma de ser, se refugiaba en una granja en Ohio. Decían que estaba perdiendo irremisiblemente la razón.

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Una máquina agrícola le amputó un dedo, que él recogió en una nevera y que le fue, después, reinsertado.

Si quiere participar, ha de enviar su microrrelato a cuentosminimos@lasprovincias.es. La extensión exacta del relato es de 330 palabras.

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