Punto y seguido

Laura me recogió en su coche después de comer. Finalmente, fue ella la que me llevó, aunque había tratado de persuadirme a lo largo de la semana para que no fuera. Poco antes de las cuatro, entré y comencé a recorrer el pasillo intentando ordenar todo aquello que quería decirle y que había recopilado durante el largo insomnio de la noche anterior.

Pasé a la habitación y me senté en una de las sillas que había junto a la mesa. Esperé a tenerle frente a mí preguntándome, de nuevo, cuánto de responsable había sido yo. Cuando él entró unos minutos más tarde, apenas desvié la mirada. Tomó asiento con el mismo desdén de la última vez que nos vimos:

-¿Por qué has venido ?- me preguntó.

Quise contestar algo que se alejara de la obviedad que mi presencia allí podía suscitar, pero no dije nada. Mirándole a los ojos, me limité a recuperar algunos de los momentos que los dos vivimos juntos y que mi memoria se había resistido a borrar. Supongo que, en el fondo, ese era el motivo de mi visita, porque lo que fuimos dejó de existir hace tiempo.

Por un momento, creí haber encontrado las palabras que liberasen parte de mi conciencia y que rompieran el silencio que, al final, no fui capaz de evitar. Sin embargo, ni rabia ni dolor me quedaban para decirlas. Entonces, decidí que ya había sido suficiente para ambos, que de nada servía continuar. Extendí mi mano derecha para tocar las suyas por un instante y luego me levanté.

- Sigues siendo mi madre - me dijo cuando me dirigía hacia la puerta.

Instintivamente, me giré para buscar su mirada pero, cabizbajo, abandonó aquella sala delante del custodio que le había acompañado. Al día siguiente, se hizo justicia y la pena a la que mi hijo había sido condenado se cumplió a mediodía. Sobrevivir a su muerte no es más que otro capítulo de la historia que empezó aquel 12 de noviembre de 1986.

Si quiere participar, ha de enviar su microrrelato a cuentosminimos@lasprovincias.es. La extensión exacta del relato es de 330 palabras.