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Ya es de día, un día más. Me despierto con la incertidumbre que atenaza mi vida desde hace un mes. Como todas las noches desde que empezó esta locura, he soñado con filas de personas que esperan para pasar al otro lado. No sé qué es ni qué hay allí pero tengo la certeza de que esperan.

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Otro día dándome cuenta, al despertar, bañada en sudor, de que todo esto no es un sueño o, mejor dicho, una pesadilla. ¡Es real! Me sobresalto. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? Es la pregunta que me hago junto con medio planeta mientras el otro medio lucha por sobrevivir.

La fila para cruzar es de cuatro en cuatro personas, larga. La veo envuelta en una neblina que borra los contornos, personas ordenadas, de espaldas a mí, en silencio.

Como todas las mañanas necesito serenarme para afrontar otro día en soledad. Conecto una meditación en internet, de las que me envían los bienintencionados. Comienzo a respirar pausadamente y me dejo envolver por la voz que me conduce hacia otro estado mental. Visualizo un lago, un riachuelo, un bosque, todo ello en armonía.

Aparte de la fila hay personas sueltas en una posición más cercana a mí, desordenadas, como esperando turno distinto. Su cara se acerca a la mía. Sé que quieren decirme algo y no comprendo como sé tanto sin una sola palabra. Un último recado para los suyos.

Termina la meditación. Es hora de levantarse. Me visto con la misma de ropa de todos los días, miro por la ventana, hoy también llueve. Comienza otro ritual: el de intentar subir mi inmunidad para no ser de las personas que hacen cola en la fila. Una infusión de artemisa en ayunas, después fruta. Salgo a escondidas e intento andar por la azotea común para que me dé el aire, da igual que llueva, necesito escapar de mi piso.

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Y mientras paseo, me pregunto qué recado daría yo y a quién antes de irme.

Si quiere participar, ha de enviar su microrrelato a cuentosminimos@lasprovincias.es. La extensión exacta del relato es de 330 palabras.

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