Por las mañanas, no hay nada más delicioso que el aroma del café recién hecho. Con los ojos cerrados, aspira profundamente y sonríe con complacencia; nota como la boca se le hace agua. Añadirá al café una nubecilla de leche y lo acompañará con un par de gruesas rebanadas de pan de pueblo ligeramente tostadas, a las que echará unos generosos chorritos de aceite de oliva virgen. ¡Ah!, y nada de azúcar refinado ni edulcorantes artificiales, que todo eso son porquerías, mejor una exquisitez: miel de romero, deliciosa y saludable. Después, un yogurt natural, y para terminar, una fruta, a ser posible con piel; una pera, por ejemplo, o una manzana.
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Se relame con los ojos cerrados, está deseando levantarse de inmediato y disponerse a degustar esos manjares de dioses. Ya lo dicen los médicos, el desayuno es la comida más importante del día, y más de ese día de primavera que se presenta maravilloso y que hay que celebrar por todo lo alto.
Pero algo falla. Un estruendo invade su habitación y hace temblar la cama. Abre los ojos, asustado, y el mundo se le viene a los pies. De inmediato, da un salto y, aún descalzo, se dirige corriendo al baño mientras maldice en arameo. Va como alma que lleva el diablo, y al trazar la curva del pasillo, derrapa y choca contra la pared, lastimándose el codo. Nueva retahíla de maldiciones.
Y es que, de la peor manera posible, se ha dado cuenta de que no es primavera, sino veinticinco de enero, lunes, y no hace un día maravilloso: lo que lo ha despertado ha sido un trueno demasiado cercano y además está diluviando. No hay café recién hecho: se tendrá que conformar con uno instantáneo y apenas tibio, como siempre. Tampoco tostadas de pan de pueblo, ni yogurt, ni fruta, ni nada de nada, como siempre.
Y, para más inri, se le han pegado las sábanas y va a llegar tarde a trabajar. Como siempre.
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