Verde y canela

Cuando se abrieron las puertas, supo que ella había entrado porque el olor a canela de su perfume inundó el vagón. Hacía algo más de un mes que cada mañana la olía antes de verla. Primero, el olor dulzón: después, ella. Siempre subía al metro a la misma hora; siempre, en la misma parada; siempre se sentaba en la misma zona. Un día incluso lo hizo a su lado. No era especialmente guapa(las mujeres de su país lo eran mucho más). Sin embargo, sus ojos eran de un verde suave, aterciopelado, como el color de los juncos de su tierra.

No sabía nada de ella, excepto que le gustaba leer porque nada más sentarse sacaba un libro, clavaba en él los ojos y pocas veces los levantaba hasta que llegaba a su destino. También sabía que su sonrisa era bonita: en alguna ocasión había cedido su asiento a una persona anciana y siempre lo había hecho con una sonrisa cálida en los labios. Muchas mañanas jugaba a adivinar cuál sería su nombre. A veces pensaba que la miraba durante demasiado tiempo o muy intensamente y eso le hacía sentirse incómodo, pero no lo podía evitar.

El resto del pasaje le era indiferente; pero ella, sus ojos, su perfume, no. Percibir su presencia y verla después lo habían animado, le habían hecho sentirse menos extraño en un país que no era el suyo. Aunque en un par de ocasiones sus miradas se habían cruzado, estaba seguro de que nunca se había fijado en él. Su perfume, sus ojos, ella… A veces dejaba volar su imaginación. En otras circunstancias… Pero hoy era el gran día y no habría otras circunstancias.

Ana levantó los ojos del libro cuando aquel hombre, al que desde hacía algo más de un mes veía todas las mañanas en su mismo vagón, se puso en pie y gritó algo en árabe. Ella, sus ojos y su perfume desaparecieron para siempre.

Si quiere participar, ha de enviar su microrrelato a cuentosminimos@lasprovincias.es. La extensión exacta del relato es de 330 palabras.