Relato de Rafa Lahuerta: Grandes momentos de la literatura argentina
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El día en que Washington Peláez decidió llamarse Washington Peláez, su madre le aventó un par de bofetones con la mano abiertaotoño literario ·
El día en que Washington Peláez decidió llamarse Washington Peláez, su madre le aventó un par de bofetones con la mano abiertarafa lahuerta yúfera
Viernes, 15 de octubre 2021
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El día en que Washington Peláez decidió llamarse Washington Peláez, su madre le aventó un par de bofetones con la mano abierta. Para que espabilara, diría mucho después en la sala de espera del podólogo Lucas, justo encima del hueco dejado por Deportes Mario. Pero ni por esas. Por extraño que parezca, Washington Peláez ya tenía 33 años y medio, y era, según la lógica Onettiana, un hombre hecho; es decir, deshecho. Su única ideología era la pereza, la mejor pereza que he conocido jamás, la pereza de los elegidos. No había palabras para definirla, tan sólo aproximaciones más o menos líricas. Vista de cerca, era una pereza que confirmaba la maquinaria absurda del dinero, el patriotismo servil de las banderas, la fe ciega e inútil en figuritas de barro o la miseria moral que traduce las palabras en mentiras e hipocresía.
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Antes de cambiarse el nombre, Washington Peláez se llamaba Sacramento Peláez, de los Peláez de toda la vida, descendientes de Pelayo, el del trinquete. Para no errar el tiro, sus vecinos le llamaban Zángano: El Zángano. Vivía en la calle Vinalopó y sólo recordaba haber salido del barrio en una ocasión, para ir a Mestalla. La cosa, huelga decirlo, no salió bien. A la altura del bar Los Checas, Washington Peláez, todavía Sacramento Peláez, entró en colapso acuático. Su padrino, alias 'El Situao', que trabajaba de Hombre-Alarma en una sucursal bancaria y era adicto a los caliqueños, decidió que era mejor volver a casa. Para Washintgton Peláez, entonces Sacramento Peláez, el mundo acababa en el chaflán de Gorgos con Clariano. Mi Finisterre, decía totalmente convencido de que al otro lado de la gasolinera sólo había un gran océano negro. En su delirio, la cornisa hidrológica del Nomenclator Urbano no era una metáfora. Se creía en manos de las tierras movedizas, del lodazal, del imperio de las riadas. Los límites de su mundo respondían a una lógica cenagosa y fluvial: Gorgos, Palancia, Clariano, Serpis, Xúquer, Vinalopó. A veces iba por la calle repitiendo en un murmullo la alineación, cada vez de forma más rápida, cada vez más inaudible: Gorgos, Palancia, Clariano, Serpis, Xúquer, Vinalopó. Diríase que pronunciar el nombre de los ríos como si fuera una delantera mítica de los años 40' le confería calma. Gorgos, Palancia, Clariano, Serpis, Xúquer, Vinalopó. Durante años, su gran pasatiempo era superar su propio record. Un día repitió 243 veces la alineación fluvial.
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No fue lo único que repitió. Nuestro héroe se especializó en 8º de EGB. Lo cursó 18 veces. Sí, han leído bien, 18. Primero en el desaparecido colegio de Cristo Rey, cuyas ruinas remitían a un sanatorio de leprosos abandonado; y luego ya en el Vicente Gaos, cuando la estética socialista cubrió de ladrillo las plazas sin porticar. En 8º de EGB vió morir a Franco, en 8º de EGB hizo la mili, en 8º de EGB vió gobernar al PSOE y en 8º de EGB le salieron las primeras canas. Cuando le preguntaban por su oficio, el amigo Peláez respondía lacónico: Octavo de EGB. Como el roce hace el cariño acabó casándonse con su tutora, doña Merceditas, una mujer muy buena que confundía la palabra daltónico con platónico. Amor daltónico, decía la pobre. La boda fue sonada. El rito sagrado se ofició en la iglesia de San Francisco Javier. El convite, entremeses con bola de ensaladilla rusa y paella, se sirvió en la terraza del bar El Botxo. Después, al anochecher, se disparó un castillo de fuegos artificiales en la plaza Xúquer que pagó, es un decir, 'El Situao'. Como trabajaba de Hombre-Alarma, El Situao era capaz de simular el sonido de las carcasas y los petardos mejor que nadie. Cuando la peña le decía que se oía muy bien pero no se veía nada, El Situao siempre se justificaba de igual manera: «hui fa molta boira, és per això».
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Sin duda, 'El Situao' merece un aparte en esta historia. Las sucursales bancarias de la calle de las Barcas se lo rifaban. Algunas incluso quisieron pagarle la claúsula de rescisión doblándole el sueldo, pero jamás cedió. Cruzar el río le parecía cosa de mal gusto, una traición a sus mayores, así que se pasó la vida en el Banesto de Cardenal Benlloch, muy cerca de la barbería de Batiste, a los pies del camino de Tránsitos, su única Patria. Al jubilarse se aficionó a tocar la botella de anís en el coro de la parroquia. Nadie lo hacía mejor que él. Aquel hombre tenía el don de la música. No sabía solfeo, pero daba gusto escucharlo. «La clau està en la cullereta», solía decir con esa humildad tan propia de los verdaderos artistas. Las beatas lo adoraban, sus maridos no tanto. Además de hombre-Alarma, 'El Situao' era un gran METEorólogo, de la variable follicare; en latín: darse un respiro
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Tras la boda, la boda del año a este lado del distrito Marítimo, doña Merceditas se fue a vivir al piso de la familia Peláez en la calle Vinalopó para que el muchacho no tuviera que salir del barrio. Si eso no es amor, ya no sé yo. A pesar de todo, Sacramento Peláez tampoco aprobó 8º de EGB ese curso. Según él, la culpa era de los polinomios, que le tenían manía. Oyéndole hablar de los polinomios uno imaginaba seres monstruosos atravesando la huerta de La Carrasca en plena noche. Nosaltres, els polinomios. Que el muchacho no dormía bien era obvio. Algunas noches las pasaba en vela repitiendo la alineación fluvial. Gorgos, Palancia, Clariano, Serpis, Xúquer, Vinalopó. Le costaba mucho levantarse e Iba al colegio en bata de felpa a cuadros y zapatillas de andar por casa estilo doña Rogelia. Es mi uniforme, decía cuando alguien le interpelaba. Ya en el aula se pasaba las horas haciendo figuritas de cera que le suministraban sus compañeros. El impuesto revolucionario del cerumen funcionaba bajo coaccines extremas que doña Merceditas toleraba con resignación platónica. Con las figuritas de cera, nuestro hombre fue amasando una extraordinaria colección de soldaditos que después revendía en el cuarto de baño de la taberna Los Hermanos, en la calle Serpis. Había auténticos yonquis de los soldaditos de cera. Venían de todos los rincones. Incluso de la lejana playa de Mislata.
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Como era de esperar, el asunto saltó a la prensa cuando doña Merceditas se quedó embarazada. ¡Escándalo en el Vicente Gaos!, tituló el Diario Decano. LA GO-TA. «Alumno deja embarazada a la profesora». Y en negrilla: «Esto no pasaba antes». Ocho meses después nació Romina Power II Peláez Patrimonio de la Humanidad. El segundo apellido llamaba la atención, pero sólo al principio. En pocos días el ruido mediático pasó de largo. Durante años la rutina feliz se impuso en la familia Peláez-Patrimonio de la Humanidad. Una vida sencilla, amable, de paseos dominicales alrededor de la Plaza Xúquer, alineaciones fluviales por megafonía estilo «el afilador, ha llegado el afilador» y tarta de manzana en el Horno Lahuerta, donde Lolín.
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En verano sacaban la piscina hinchable Toi a la calle Vinalopó. Había que verlos. La instalaban justo delante del casal faller 'El Cahuet' y chapoteaban felices. Cada 15 de agosto celebraban su día Grande. Como doña Merceditas era la presidenta del club de fans de Albano y Romina Power a este lado del Turia, la música de la pareja atronaba en la calle desierta. «Siempre, siempre, siempre, siempre, siempre tú, siempre, siempre insistentemente». 'El Situao', sentado en una silla plegable, aprovechaba para recrear el día en que Albano y Romina Power habían parado en el bar Los Checas, allá por julio de 1982, durante el Mundial de España. A doña Merceditas, a ratos daltónica, a ratos platónica, se le saltaban las lágrimas. Siempre pedía más detalles. Con las diferentes versiones y añadidos que 'El Situao' utilizaba para engrandecer aquella mañana histórica, la novela de Romina Power y Albano en el bar los Checas crecía en matices y meandros. Sin darse cuenta, Padrino y Ahijada habían inventado un género literario: el de la evocación por castigo en la periferia urbana. En su ensoñación, doña Merceditas se transformaba en Romina Power, y Sacramento Peláez, esposo y alumno, en Albano. Sólo por ellos se reabría La Sala Xúquer. Para verlos en directo, la expectación llegaba a la Valencia decimonónica del Eixample y Ciutat Vella. Al cantar 'Felicidad', doña Merceditas temblaba de emoción: «Felicidad es un viaje lejano, mano con mano, la felicidad, tu mirada inocente entre la gente, la felicidad es saber que mi sueño ya tiene dueño».. y eso, de alguna manera, la entristecía un poco, como si estuviera desperdiciando su vida en la calle Vinalopó. Esa fábula de cantante famosa duraba poco, todo hay que decirlo. El chapoteo de la piscina Toi la despertaba. Pero mientras le daba el potito de arroz con pollo a su hija, Romina Power II, una melancolía áspera le arañaba la garganta.
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El regreso del mes de septiembre era un trámite doloroso. Otra vez Octavo de EGB, otra vez las risitas insidiosas de las mamás y sus grupos de wasshap antes de que hubiera telefonía móvil, otra vez la vista gorda ante el trapicheo de cerumen en los minutos del recreo. Como decía el poeta, los días laborables tienen razón. Doña Merceditas, monotonía de lluvia tras los cristales, asumía que su vida se volvía repetición: 8º de EGB, batín de felpa, soldaditos de cera, alineaciones fluviales y, sólo a ratos, en sordina, las voces de Albano y Romina Power rompiendo las barreras del silencio: «esta es nuestra canción que lleva en el aire un mensaje de amor».
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Por supuesto, el caso volvió al 'candelabro' mediático cuando la niña Romina Power II llegó a 8ª de EGB y coincidió con su padre en clase, el ínclito Washington Peláez, entonces Sacramento Peláez. Si alguien tiene tiempo puede buscar en la hemeroteca. La foto no tiene desperdicio. La madre-tutora, el padre-alumno, la hija-alumna-compañera. De fondo, una turba de adolescentes rabiosos y hormonados masticando regaliz de puromoro. El titular es una joya que ni Arcadi Espada: «Ponga un Octavo en su familia». Lo firma un clásico de aquellos tiempos, el reportero de raza Gustavo de Básica, el que luego hizo carrera en 'Gomaespuma'.
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Compartir pupitre con su hija desató en Sacramento Peláez algo parecido a la vergüenza torera. Picado en su amor propio por primera y única vez, el trobador de alineaciones fluviales aprobó la EGB. Tenía 31 años, la mili hecha, una vida por delante. Esa misma noche, «El Situao» organizó un concierto en la plaza Xúquer en honor de su ahijado favorito. Versioneando el repertorio de Albano y Romina Power con la botella de anís, cayó fulminado por un infarto. Dicen que de la emoción. No lo sé. Tuve el privilegio de asistir al concierto y la botella de anís sintetizaba con gran eficacia tanto el vozarrón volcánico de Albano como el susurro lánguido de Romina Power. Nunca lo olvidaré. Imagino que por eso necesito escribir lo que sucedió. Ahora que ha pasado el tiempo puede decirse que el entierro fue un éxito. No faltó nadie. Las cenizas de «El Situao», por si alguien quiere hacer una ruta urbana en su honor, reposan en la mismísima plaza, justo donde ahora hay un espacio para la socialización canina. Nunca faltan flores. Ni cucharitas. Ni jeringuillas. Ni gomas elásticas.
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Como las desgracias se encadenan, el de 'El Situao' no fue el único entierro del verano. A finales de julio, doña Merceditas y su hija Romina Power II murieron electrocutadas en la Piscina Toi. Un bafle del discomóvil cayó en el agua. El gran Antonio Vergara, el célebre Ibn Razin, que también vivía en la calle Vinalopó, lo vio desde el balcón. A veces, en la barra de La Salamandra, le exigía detalles con los que afianzar la versión más exacta posible de los hechos. Con su propensión al sarcasmo, Vergara hablaba del momento exacto en que el vozarrón de Albano se volvió chasquido de carne torrada, y 'Sharazan', la canción que en ese momento sacudía al vecindario, quebró en el hueco de la mañana un oasis de paz y silencio. «Al principio me sobresalté un poco, por la niña, pero luego pensé: coño, por fin se ha terminado esta pesadilla. Tú no sabes lo que era pasarse el verano con Albano y Romina Power en bucle y a todo volumen mientras el tarado del marido recitaba las alineaciones fluviales con el megáfono. De repente, ese silencio me pareció gloria bendita. Luego ya vinieron los bomberos y sacaron a la madre y a la hija, que por cierto, llevaba un bañador con el perrito de Babalà».
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La tragedia se cebó con Sacramento Peláez, a punto de convertirse en Washington Peláez. Apenas dos meses después de lo sucedido, con su primera comparecencia en Primero de BUP, descubrió la literatura. Ya era viudo, pero sobre todo buscaba la palabra que le afinara como padre de una hija fallecida. No existe esa palabra, le dijeron una noche en la terraza de La Salamandra. Se es huérfano, se es viudo, pero no hay palabra que nombre ese vacío. Si la palabra no existe es porque los dioses no fueron capaces de imaginar semejante atrocidad. Si no hay una palabra que nombre ese desajuste el lenguaje es cojo, manco, inservible. Cuando no hay palabras, la vida se suspende. Al día siguiente, Sacramento Peláez empezó un libro, Lo que no se puede nombrar. «Cuando no hay palabras, la vida se suspende». Esa fue la primera frase que escribió. Después, atrapado en su delirio fundacional, batió su record de alineaciones fluviales. Gorgos, Palancia, Clariano, Serpis, Xúquer, Vinalopó.
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La deriva metafísica de Sacramento Peláez no hizo sino aumentar. En los carnavales que organizó la falla se disfrazó de Escritor Argentino. Hay que reconocer que lo clavó. Se puso el traje de boda de su padre, peinado setentero a lo Julio Cortázar y en una cartulina blanca escribió la siguiente leyenda: «Mi nombre es Washington Peláez y soy escritor argentino». Al pasar por la esquina del Rocafull, los indies con camisas de leñador y cervecita Heineken en la mano le increparon con mucho estilo: «Peláez, borgeano, enséñanos el ano». El jurado popular cayó rendido ante su puesta en escena. El viejo y anhelado sueño de tener un escritor argentino en el barrio se hizo realidad. Por supuesto, ganó el premio de Ingenio y Gracia. En tanto que flamante Escritor Argentino, no lo recogió. «Si Borges no ganó el Nobel yo no puedo caer en la trampa de recoger un premio», dicen que dijo.
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Cambiarse el nombre fue, sin duda, el momento culminante de su vida. Gracias a ese gesto meramente administrativo, Washington Peláez se convirtió en Escritor Argentino a pleno rendimiento. Como Escritor Argentino su vida se transformó. Dejó las alineaciones fluviales para centrarse en lo sustancial. Pasaba horas sentado en la terraza de La Salamandra con un Moleskine Hacendado, aunque al principio, conviene reconocerlo, no escribía gran cosa. Por una rara piedad la gente empezó a hablarle con acento porteño: Pibe, pelotudo, la concha de tu madre. A veces, el gran Héctor mediaba: «Chicos, dejadle tranquilo, un escritor argentino necesita tiempo». Durante siete u ocho años más, los suficientes para seguir anclado en 1º de BUP pasados los 40, Washington Peláez descubrió El Aleph en el triángulo de luz que cae antes del anochecer entre El Carajillo y La Salamandra, justo donde están enterradas las cenizas de su padrino, hija y esposa. Como un rayo verde que tramitara la fe de nuestros mayores, esa tarde el cielo se volvió del color de las esmeraldas. La mano de Dios agitó el impulso de la primavera y un ejército de músicos celestiales tocando la botella de anís administró el aleteo de lo fantasmagórico. Alguien dijo: «caramba, parece una película de Rohmer», como si alguien supiera quién era Rohmer. Por supuesto, al que dijo la palabra 'caramba' lo fusilaron a la mañana siguiente en la Torreta ferroviaria que hay al final de la calle Clariano. En el barrio eran muy tolerantes, pero decir palabras como caramba, cáspita o jolines penalizaba lo suyo. Mientras tanto, Washington Peláez, ya definitivamente Washington Peláez, le pidió un cortado a Héctor. Poseido por el manantial de la escritura abrió el cuaderno. Junto al título de 'Lo que no se puede nombrar' anotó una segunda frase, quizá la segunda frase más enigmática y codiciada de la literatura argentina desde que Julio Cortázar escribiera en 'El Perseguidor', «Esto lo estoy tocando mañana». La frase, que algunos intelectuales de la Escuela de Frankfurt sostienen que está basada en una canción de Albano y Romina Power, quedó enmarcada en el tablero de corcho de La Salamandra para la posteridad. Ahí sigue: «Shara, Shara, Sharazan....aneu-vos a fer la mà».
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