Borrar
Un hombre  en mi salón

Un hombre en mi salón

Comenzamos a vivir juntos casi sin darnos cuenta. Le descubrí un día, por casualidad cuando le barrí los pies

SÒNIA VALIENTE

Sábado, 29 de octubre 2022, 00:11

Comenzamos a vivir juntos casi sin darnos cuenta. Le descubrí un día, por casualidad cuando le barrí los pies. Vi unos zapatos castellanos tras el visillo blanco del salón y pensé que eran de Jaime. Como todos los objetos huérfanos que había dejado abandonados tras su marcha, casi de estampida. Por aquel entonces, aún me andaba yo tropezando por el piso que compartíamos con sus cosas diseminadas aquí y allá: ahora una camisa, ahora un frasco de su perfume olvidado en el baño, ahora un peine del trataba de desenredar su recuerdo. Así que aquel día, de modo cansado y mecánico, descorrí la cortina. Con esa tranquilidad que nos dan los gestos rutinarios, por mil veces repetidos. Me esperaba encontrar los zapatos del marido que se aburrió de serlo y llevarlos, bajo un manto de pena densa, a la habitación de invitados donde hace tanto que no se aloja nadie. En esta casa dimitida de alegría. Pero no. Al deslizar la cortina del salón, en los zapatos, dentro de aquel calzado, había un hombre. Ni bajo ni alto ni guapo ni feo. Me quedé clavada. Mi corazón comenzó a palpitar desaforado, presa del pánico y me quedé allí, atónita, como un conejo blanco de ojos rojos deslumbrado por los faros de un coche. ¿De dónde había salido aquel hombre que estaba de pie, en mi casa, en plena noche y pretendidamente oculto? ¿Quién demonios era aquel desconocido al que acababa de barrerle los pies? Lo único que se me ocurrió hacer en aquel instante, llámenme estúpida, fue cerrar la cortina y apagar la luz. Y los dos hicimos como que no estaba, como que no lo había visto, como si se tratara de aquel personaje escondido tras una cuchara en La vida de Brian. Yo me fui al dormitorio y me acosté sobre la colcha. Aún hacía calor. Imposible pegar ojo. Pensé en cómo habría entrado. Si el señor del visillo era una manifestación de mi subconsciente, arrasado por la pérdida. Si la presencia de Alberto -con el correr de los días supe que su nombre era Alberto- se trataba de una alucinación y Jaime había acertado por una vez, al abandonarme, al dejar atrás nuestra vida juntos. O peor. Si, en mi despiste, me había dejado la puerta abierta y alguien me había sustraído las llaves de repuesto. Elegí no pensar. Al amanecer, hice tiempo perfectamente vestida y perfumada en la butaca de la sala de estar hasta que se hizo la hora apropiada de ser vista y, como cada mañana, bajé a desayunar al Aquarium. A ningunear a los habituales, en la terraza, parapetada tras mis enormes gafas oscuras. Los días siguientes Alberto y yo danzamos una estudiada coreografía de evitación. Pero yo seguía sus huellas con una curiosidad fascinada. Él comía cuando yo dormía. Lo sabía por las migas que dejaba, cual ratoncito, sobre la alfombrilla de la cocina. Se aseaba en el baño de servicio y yo personalmente me encargaba de que siempre tuviera toallas secas y limpias. No fuera caso que se llevara una impresión equivocada de mí. Dormía poco, como yo, y leía los libros que yo leía cuando yo caía fulminada por el agotamiento. Lo sabía porque conozco a la perfección donde dejo el punto de lectura en cada uno de los diez mil volúmenes que atesoro.

Un día, Alberto simplemente se cansó de disimular, se decidió a hablarme y me contó su historia. Para entonces, ya llevaba meses instalado en mi casa. Ni siquiera tuvo necesidad de forzar la cerradura. Como me dijo, mi mala cabeza siempre fue su aliada en uno de mis múltiples despistes. Háganse cargo. Yo, en aquella época, andaba devastada. Jaime me dejó sin nada: salvo mi merecida asignación, esta casa, el coche y la casa de la playa, claro, me dejó sin nada. Me hundió al arrebatarme también la compañía de Mr. Higgins, mi maravilloso gato persa. Tan majestuoso él, con sus andares delicados, su pelaje esponjoso, y su nariz chata fue el regalo por nuestro vigésimo aniversario. A decir verdad, el felino simplemente fue el porteador caro de un dispendio aún mayor: el verdadero regalo esperaba oculto en el interior del cascabel, ceñido al collar rojo del micho. Es este anillo con este solitario virtuosamente tallado que aún conservo en honor a quienes fuimos. ¿A que es precioso? No, no todo fue malo.

Jaime me puso en la disyuntiva de elegir entre contenido y continente y, como todo el mundo sabe, no es elegante devolver un regalo. Él, por su parte, eligió al gato. No sabía entonces cuánto les iba a echar de menos. El animal me hacía compañía cuando Jaime estaba fuera, trabajando en el despacho. Se apoyaba en el quicio de la ventana, o en la cocina mientras yo leía. Dormitaba todo el tiempo y solo hacía notar su presencia cuando tenía hambre. Entonces, el muy bribón, me llamaba con sus largos maullidos. Ninguna persona, salvo Alberto, me hizo sentir nunca tan necesaria. Sin ellos, desayunar era un suplicio. Vagar por la casa desierta, el horror del horizonte de las horas vacías... Así que bajaba al bar, leía Las Provincias, colocaba mis pertenencias en el asiento contiguo y dejaba el plato sin tocar. Siempre me maté de hambre para él. Jaime jamás entendió la elegancia de mi delgadez, mi empeño y mi disciplina. Él siempre fue flaco, hasta la genética le era benévola. No como Alberto, tan grande y rudo, con quien debato abiertamente sobre estos temas y me reprocha con cariño la superioridad moral de los delgados. Observación con la que no puedo estar más de acuerdo: "Querido -le digo displicente-, en esta vida, lo único fácil es engordar". Y nos reímos. Con Alberto siempre me río.

Pero aquel día en el que Alberto se coló en mi vida -disculpen lo desordenado de mi relato-, quiso la providencia que me dejara algo más en aquella terraza: mi bolso de mano. Con todo, absolutamente todo: cartera, tarjetas, las llaves, el móvil y mis preciosas gafas de sol. En realidad, fue lo que único que echaría en falta. Unas gafas que compré en un mercadillo callejero en nuestra luna de miel, hace tantos años. Del resto, casi me alegré. Por unos segundos, por fin tuve una excusa para poder reemplazar el bolso desaparecido y, de paso, medio vestidor. Pero no hubo caso. El bolso y su contenido aparecieron como por ensalmo, ese mismo día. Me fui a dar mi habitual paseo matutino ajena a la gravedad de la sustracción dado que tengo cuenta en el Aquarium y al regresar, Tomás, el portero, me comentó que un alma caritativa había encontrado el bolso en un contenedor próximo y lo había acercado al edificio. Mis despistes comenzaban a ser ya preocupantes por entonces. Estaba todo, excepto las gafas y el dinero en metálico que siempre acostumbro a llevar porque me da seguridad. Al traste con mi plan de compras.

¿Que si cambié la cerradura? Pues miren, no. Nunca fui de naturaleza confiada, pero en este caso no vi necesidad. Habían pasado tan solo unos minutos desde que perdí mis pertenencias de vista y, a decir verdad, ni entonces ni ahora hubiera sabido dar con alguien que pudiera cambiar un bombín. El buen samaritano resultó ser Alberto, que llevaba observándome románticamente desde hacía semanas. Estaba preocupado por mí y no pudo resistir sin saber dónde vivía yo, esa belleza madura. Cada vez que pienso en su forma de cuidar se me derrite el corazón. Con el duplicado de las llaves se hizo pasar días después por un operario, me relata una y otra vez, paciente. Vino a hacer una reparación en el baño, yo ni siquiera lo recuerdo. Fingió ser el empleado de una subcontrata del seguro. Siempre tuve que recurrir a este tipo de servicios porque Jaime era un desastre con las manos. También fuera de la cama. Alberto, custodia desde entonces mis gafas y su juego de llaves, como un tesoro. Tiene su copia de rigor y entra a placer. Como ahora hace en mi cuerpo.

Somos felices. Una pareja más. No, no se sorprendan. Ustedes me dirán que Alberto no es de fiar, que seguro que no es la primera vez que lo hace. Que es un maleante profesional. ¿Y? ¿Acaso ustedes dicen la verdad todo el tiempo? Alberto y yo nos lo contamos todo. Me ha enseñado a confiar, a respetar.

Vive en dos casas más aparte de en mi apartamento de la Gran Vía. Así nos damos aire y cada uno tiene su espacio. Yo aporto a la relación una carpa dorada y un jilguero. No he tenido cuerpo, la verdad, para más gatos. Él suma cinco hijas y dos esposas. Enviudó de Mari Carmen, la primera. Una santa. Dios la tenga en su gloria. La muerte de aquella bendita le forzó a buscarse la vida. Demasiadas bocas que alimentar. Yo no le juzgo, como hacía conmigo Jaime. Nuestra relación es sincera y perfecta. Miren qué guapos estamos en la foto sobre la consola de la entrada. Casi no se aprecia la diferencia de edad.

Me cuenta Alberto que muchas parejas jóvenes se enamoran por internet y dicen que se conocieron en un bar. Yo de eso no entiendo. Solo sé que él se coló en mi casa y yo le barrí los pies. A cambio, borró el fantasma de Jaime que poblaba los espejos. Cuando me preguntan cómo nos conocimos siempre digo que fue casi sin darnos cuenta. Por casualidad. Y esa es la verdad.

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

lasprovincias Un hombre en mi salón