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ELISA FERRER
Viernes, 10 de diciembre 2021, 23:20
«¿Qué le ha pasado a Berta?», escuchó que la dependienta le preguntaba a su madre al otro lado de la cortina, mientras ella, en el vestuario, intentaba embutirse en unos pantalones vaqueros que marcaban más talla de la habitual y ni por esas podía subirse las dichosas perneras. «La regla, que ya le ha venido». Hablaban como si las cortinas del vestuario fueran de acero, como si frenaran la barrera del sonido, y Berta, al escucharlas, sentía que su cara se fundía con el color bermellón del jersey. «Es que con lo bonica que ha sido siempre, me ha chocado verla así».
Había mucho de verdad en ese 'así' tan ofensivo que la obligó a salir del vestuario con los ojos clavados en las formas sinuosas del suelo, esas en las que solo era capaz de distinguir elefantes rosas, las figuras psicotrópicas que veía Dumbo borracho.
Aquella noche en la que sintió por primera vez calambres en la tripa, vio precisamente Dumbo antes de dormirse y despertar con una mancha pringosa en las bragas. Las semanas previas a esa catástrofe, en su cara había habido una erupción, se llenó de cráteres rojizos, pura lava, su pelo se volvió lacio, adiós a los bucles dorados, y le creció un trasero descomunal que temblaba como gelatina debajo de su pantalón de chándal con corchetes.
Se abrían los corchetes cuando saltaba el potro en clase de gimnasia, y la grasa bailaba, dolorosa, como si se multiplicara por segundos. Porque parecía multiplicarse por segundos. Ella estaba acostumbrada a ocupar un volumen en el mundo y ahora se bamboleaba a cada paso, llenaba pasillos, aceras, calles. Berta sólo quería volver a hacerse pequeña, pasar desapercibida, dejar de escuchar las risitas en clase, los piropos que escupían los camioneros que cruzaban la nacional que exiliaba su casa de las del resto del pueblo.
Su madre, el retrato mismo de la Barbie Malibú, pelo largo, piernas largas, dedos largos, la hinchó a zumos détox que la llenaban de gases, la llevó al peluquero, que le cortó el pelo para saneárselo y convirtió la cabeza de Berta en uno de esos cactus redondos que pinchaban sus balones cuando jugaba en el jardín.
Quizá había sido Jesucristo. Ella le había rezado con insistencia porque quería que le crecieran las tetas, «Jesusito de mi vida», pero parecía que las había confundido con las rodillas, que habían engrosado hasta parecer cabezas, mientras sus pechos eran apenas dos pezones inflamados, dos sarpullidos sin gracia.
En la última comida familiar parecía el árbol de navidad, ancha por abajo, estrecha por arriba, llena de la bisutería que su madre se empeñaba en colocarle para embellecerla. «No pruebes el turrón, te sienta mal», decía su abuela. Y su padre le apartaba el plato de embutido con disimulo. «Hay que ver cómo has crecido», decía su tío sin mirarla a los ojos, sin el «mi niña bonita» de siempre.
Cada vez que Berta llevaba copas al fregadero, bebía culitos de vino, de cerveza, de champán, culitos de esas copas anchas de líquido transparente y amargo con rodaja de limón. Al final de la noche, sus padres, sus tíos, sus abuelos empezaron a distorsionarse. Grotescos, bailaban, gritaban, eran elefantes rosas. Y ella era Dumbo, con su culazo, feliz, en las nubes, porque acababa de descubrir que, aunque hacerse mayor era una mierda, un tremendo aburrimiento en el que iba a pasar hambre, a golpe de culitos siempre sería capaz de volar.
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