Urgente Un accidente múltiple provoca retenciones en la V-21 sentido Castellón
Ilustración de Esteban González Pons

'El escaño de Satanás'

Avance editorial de un capítulo de la próxima novela de González Pons

Sábado, 12 de noviembre 2022, 00:17

Pongamos que una criatura maléfica dormía sepultada bajo el suelo del Palacio del Congreso de los Diputados sin respirar y que abrió repentinamente los ojos poco antes de la peste, del famoso Gran Catarro Madrileño.

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Que la despertaron.

Y digamos que fue el 3 de febrero de 2009 cuando se produjo ese despertar y el comienzo de los sucesos repugnantes que aquí van a desvelarse.

Yo estaba esa tarde en el hemiciclo, pero no sentí nada extraordinario. Tampoco hubo comentarios en los pasillos ni corrió rumor alguno. Seguro que nadie se dio cuenta de lo que realmente había ocurrido.

Aquel día, a última hora, una nota oficial del Congreso se limitó a dar noticia sucinta de un descubrimiento al que no se atribuía mayor importancia: algunas calaveras y otros huesos habían sido desenterrados por casualidad. Tal información no se ampliaría hasta disponer de los informes correspondientes. Pero esos «informes correspondientes» o no llegaron, o bien se ocultaron porque jamás se ofrecieron más datos al respecto.

La prensa de Madrid reflejó esa nota oficial y dijo simplemente que se habían hallado restos humanos muy antiguos en los sótanos del Congreso. Poco más. Que, durante una excavación propia de las obras de restauración y rehabilitación de la biblioteca que se estaban llevando a cabo, los operarios exhumaron dos cráneos, aparte de otros huesos largos, que no parecían recientes. Que una forense se personó en el lugar para datar aquellos restos y que tal juzgado se haría cargo de las diligencias pertinentes. También se añadía con bastante seguridad que aquel par de cabezas peladas pertenecerían a dos de los clérigos menores que ocuparon el viejo convento del Espíritu Santo sobre cuyos cimientos se construyó el actual palacio.

Ya está. Eso es cuanto se hizo público sobre el asunto. Punto final.

El cronista parlamentario del ABC, refiriéndose a la demolición del viejo convento, sugirió entonces: «Del cementerio nada se dice, pero, por lo que se ve ahora, alguien olvidó desplazarlo a otro lugar. O sencillamente lo dejaron reposar en el subsuelo para no molestar a los muertos y que descansaran en paz».

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Después, en El Mundo del 5 de febrero apareció una columna, firmada por uno de sus más veteranos reporteros, que se titulaba así: «Una sala circular, símbolos, tres cráneos y miedo en el Congreso». Ahí se decía que los esqueletos se encontraron al descubrirse una sala circular subterránea con muy extraños símbolos pintados en el suelo, de la que se tomaron fotografías. Que entre los ujieres corrían todo tipo de rumores, a cada cual más imaginativo, y que los diputados ya sólo querían saber si estaban sentados encima de un cementerio o no. Y concluía: «Las especulaciones pasan ahora porque los restos podrían datar de la ocupación francesa; otros los sitúan en épocas muy posteriores y la mayoría se inclina por atribuirlos a un osario vinculado al convento que estuvo ubicado en la Carrera de San Jerónimo durante casi dos siglos».

Todos los periódicos hablaron de dos cráneos, sólo en esa columna de El Mundo se mencionó el tercero.

Sin embargo, en los días que siguieron, ese veterano reportero, al igual que el resto de sus colegas, renunció a seguir semejante noticia asombrosa o dejó de recibir información al respecto, y no escribió nada nuevo sobre el tema. Conque hoy es imposible encontrar en las hemerotecas qué fue de esas dos o tres calaveras tan antiguas aparecidas al excavar en los sótanos del Congreso.

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Un pesado velo de silencio ocultó lo que fuera que estuviera sucediendo por debajo de los escaños en que se sientan los diputados en España, en el auténtico subsuelo de la política nacional.

De este modo, nadie pudo relacionar el hallazgo de estos cráneos y huesos humanos bajo las baldosas del piso del Palacio del Congreso aquella fría tarde noche de febrero de 2009 con el descubrimiento posterior de una enigmática despensa de perros y gatos, momificados unos, medio devorados otros, escondidos en un espacio vacío entre las podridas vigas de madera del techo de la tribuna de prensa del Salón de Sesiones.

Y tampoco con el comienzo de la peste.

Tuvo que ser la letrada Mercedes Martínez quien, después de superada la peste, pusiera todos estos hechos en orden lógico y llegara a terribles conclusiones al tramitar un expediente administrativo llamado Informe espantoso sobre tábanos, ratas y crímenes en la Casa. La portada de la carpeta de ese Informe espantoso llevaba además una anotación a mano que rezaba: «Reservado para los ojos del señor Presidente».

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Y un cuño rojo con la calificación de: «SECRETO».

Ni siquiera Macarena Colomer, la recatada bibliotecaria de la Cámara, estaba autorizada a leer dicho expediente. De hecho, tampoco tenía atribuida su custodia. Se guardaba, junto a un revólver, un teléfono móvil, un cargador y una linterna, en una pequeña caja fuerte escondida tras el cuadro Lectura de un proyecto de ley en el Salón de Sesiones, de Asterio Mañanós, en el despacho del propio presidente.

Lo que en 2009 no se contó a los medios de comunicación es que en el centro de aquella sala redonda subterránea a la que inesperadamente se accedió y que no se volvió a cerrar del todo -en cuyos muros, al romperlos para entrar, se encontraron emparedados dos cuerpos y tres calaveras, aunque no se investigó si había más-, y que presentaba extraños dibujos en el suelo, había un enterramiento: una lápida con la figura en altorrelieve de una mujer vestida de dama de la corte de los Austrias.

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Sin rostro. Sin nombre. Sin cruz.

Los bajos del Congreso de los Diputados están perforados por diferentes catacumbas, criptas y pozos, fruto de un pasado en que se respiraba huyendo de la Santa Inquisición. Pero una tumba muda como aquella nadie la había visto jamás, ni en Madrid ni en ningún otro lugar de Europa.

Más que un sepulcro para conservar los restos de un cuerpo que ha muerto, aquella losa sin información, por su frialdad, por su absoluta mudez, se diría una celda de piedra donde aprisionar a una persona que todavía vive.

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El acceso a la cripta de la lápida muda se dejó libre de escombros y se extendieron unas cortinas de plástico traslúcido cubriendo la brecha por la que se había accedido, por si más adelante surgiera algún interés arqueológico y hubiera presupuesto para satisfacerlo. Pero se negó su conocimiento al público. Algo intuirían ya entonces los que mandaban que aconsejaba discreción y prudencia.

Alguien, no está claro quién, decidió después cubrir la entrada a la cripta con una pared provisional de chapa de madera.

Y de nuevo se perdió en el olvido.

Años más tarde, en la nueva legislatura que vino tras las sucesivas crisis de Gobierno que se produjeron por la peste, cuando la diputada Marga Saavedra se vio cara a cara con el viejo Moncayo en la biblioteca del Congreso, en el curso de una reveladora conversación, escuchó decir al anciano:

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-Señoría Saavedra, hasta que don José I Bonaparte ordenó sacar a los muertos de Madrid, aquí se enterraba sobre todo en las iglesias. Cuando el tal don Pepe Botella quiso sanear el ambiente

de la capital, se vaciaron los pequeños cementerios intramuros para llevar los esqueletos a las afueras, eso sí; pero no se abrieron las tumbas de parroquias y conventos. Madrid sigue siendo hoy un inmenso cementerio. Debajo de cualquier vivienda puede haber un panteón o una fosa común.

-¿También debajo de esta Casa? -preguntó ella con pavor.

-Por supuesto, presidenta, no muchos saben que hay un antiguo cementerio intacto bajo el Salón de Sesiones del Congreso de los Diputados.

-Eso explicaría lo que está pasando...

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-Sí, señoría, la política española se cuece sobre un camposanto... ¡En el cementerio de los diputados!, que lo llamo yo. Siempre ha sido así... Y sí, eso lo explica todo. Lo vea usted o no, Satanás siempre ha tenido su propio escaño en el Parlamento español.

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