La fotografía de grupo que ilustra esta crónica se tomó en Valencia en el otoño de 1868 y fue publicada en 'La Revista Blanca de ... Barcelona' en abril de 1932. En ella aparecen, de izquierda a derecha, Fernando Garrido, Élie Reclus, Aristide Rey y Giuseppe Fanelli; sentado: José María Orense. Una serie de prohombres de aquella España finisecular, militantes del bando republicano, de los cuales el más importante para las líneas que siguen es 'monsieur' Reclus, un caballero francés que recorrió nuestro país en esos tempestuosos años, anotando a su paso por la cornisa mediterránea, de Cataluña a Andalucía, lo que veían sus asombrados ojos. En concreto, cómo los españoles despedían a la Monarquía y abrazaban el credo republicano que enarbolaba Pi i Margall. Un acontecimiento que cumple ahora 152 años pero apenas habita en la conciencia nacional, empequeñecido tal vez por su hermana menor, la II República. Un hito en nuestra historia que mereció de Reclus unas enriquecedoras páginas durante su estancia en Valencia, recuperadas por un libro recién publicado: 'Hacia la Primera República'.
Publicidad
La obra, editada por Pepitas de Calabaza, cuenta con un iluminador prólogo del experto valenciano Paco Madrid (responsable de la edición) y un esclarecedor subtítulo: 'Impresiones de un viaje por España en tiempos de Revolución'. Se trata, en efecto, de un libro de viajes. La ruta que sigue Reclus arranca en la Costa Brava, surca el resto del litoral, concluye en Málaga y dispone incluso de un epílogo en Madrid, aunque las páginas dedicadas a su estancia en Valencia serán tal vez las más evocadoras. Ofrecen la estampa de una ciudad singular, donde ya palpita la clase de conciencia ciudadana que, cinco años después, conquistará el paraíso republicano que preconizaba Pi y Margall junto con sus seguidores. En su estancia entre nosotros, Reclus, un etnógrafo de raíz anarquista, registra cómo eran aquella Valencia y aquella España, la España de la Gloriosa, inmersas en la expulsión de los Borbones de acuerdo con un protocolo republicano que generó gran expectación en Europa. «Lo que estaba ocurriendo marcaría el devenir de otros países del continente», señala Julián Lacalle, editor de la obra. Y añade: «El interés de estas crónicas reside en que son el relato de unos acontecimientos vividos muy de cerca y que, además, se corresponden con los primeros meses de la Revolución, cuando todo era posible y nadie sabía qué iba a suceder».
Ese factor de incertidumbre late en las mejores páginas del libro. Reclus, amigo personal de notables republicanos, dispuso del privilegio de contar con información de primera mano tanto sobre lo que ocurría como, especialmente, sobre lo que estaba a punto de ocurrir. Sus reflexiones, milagrosamente, «conservan toda su frescura», opina Lacalle. «A través de ellas», prosigue, «podemos seguir el giro que los acontecimientos van tomando», desde la consolidación del régimen conservador «al despertar del movimiento obrero», que a su juicio superó en intensidad a las estrategias propias de los partidos políticos: «Los republicanos, como fuerza revolucionaria, no se mostraron a la altura de los acontecimientos y fueron en todo momento a remolque de cuanto sucedía».
Esa es también la tesis de Paco Madrid en el capítulo preliminar del libro, donde apunta hacia un atributo muy singular de nuestra historia que ayuda a entender las reflexiones que hará suyas Reclus. «Mientras Francia continuó siendo republicana a pesar de los sucesivos intentos de restauración monárquica», apunta, «en nuestro país cada intento republicano fue seguido de una dictadura y una posterior restauración borbónica». Un lectura política que contribuye a descifrar las andanzas del viajero francés, que encarnan a su autorizado juicio «uno de los más brillantes reportajes que se han escrito sobre los inicios de lo que pudo haber llegado a ser una auténtica revolución». Sus palabras sirven para etiquetar la obra de Reclus como lo que es: una especie de avanzadilla del género de gran crónica periodística donde ganarán fama años después otras cumbres de la cultura occidental (pensemos en Pla, Chaves o Camba), que él interpretó desde una clave muy personal: «En su cuaderno de viaje queda reflejada toda la emoción que el revolucionario francés sentía al darse cuenta de que participaba en algo que podía cambiar el destino de España y de Europa», escribe Madrid.
Publicidad
Un dictamen que responde a la clase de prosa con que el autor desgrana las meditaciones que detona la contemplación del paisaje y del paisanaje español. En el capítulo sexto, que dedica a su estancia en Valencia, Reclus (en un tono melancólico que será por cierto predominante en muchos de sus párrafos) explica cómo el tren en que viaja desde Barcelona cruza Reus y otras poblaciones catalanas donde estalla el fervor republicano, hasta alcanzar tierra valenciana. Entra por «Albuxech» (se refiere así a Albuixec), sigue ruta hacia El Puig, se confiesa maravillado por la mole del monasterio («¿Un cuartel? ¿Una cárcel?», se pregunta), se admira ante el vergel que le recibe camino de la capital y una vez en Valencia escribe: «El viajero que llega por primera vez es impresionado por las vastas proporciones de una construcción que se levanta al lado mismo de la estación. Son las Arenas. No hay en España otras que puedan comparárseles. Han sido construidas según el modelo de los anfiteatros romanos. (...) Dos o tres valencianos se extrañaban... de mi extrañeza».
Extrañado por partida doble, como es norma en la experiencia de todo viajero, Reclus anota otro tipo de deslumbramiento, menos agradable: la legión de pordioseros que anida e Valencia. «Los mendigos constituyen una plaga en España», advierte. «Y en Valencia, más todavía». En cada esquina, en los alrededores de cada iglesia, en todas partes os acosa una multitud de mancos, de ciegos, de cojos, de lisiados que piden una limosna 'por el amor de la virgen purísima'». Una ingrata presencia que desencadena esta conclusión, con un punto de sarcasmo: «El oficio de mendigo ha sido arruinado por la concurrencia. Para atravesar la ciudad dando un cuarto (tres céntimos) a cada mendigo, habría que emplear una hora y disponer de un luis (moneda francesa de oro de veinte francos)». ¿Moraleja, de nuevo salpicada por la ironía? «Es para curarse radicalmente de la debilidad de dar limosnas».
Publicidad
Hoy, los descendientes de aquellos mendigos continúan viviendo entre nosotros, como puede dar fe cualquier paseante que cruce el jardín del Turia o curiosee alrededor del MuVim o en otros rincones de la ciudad. Ocurre que, más de siglo y medio después, tampoco hemos cambiado tanto: entonces, a Reclus le llamaba también la atención el mismo listado de joyas que hoy seducen al turista contemporáneo, como los tesoros que exhibe la catedral («Una construcción formidable, grandiosa», afirma) o las pintorescas calles del Grao. O las sesiones del Tribunal de las Aguas a las que asiste entusiasmado, a cuyos integrantes atribuye la preservación de «un sistema de riegos más perfecto que el de la Lombardía y un modo de cultivo que es base de la riqueza de Valencia».
Ahí reside con seguridad el sello diferencial de su viaje por Valencia: en su confeso enamoramiento por el haz de huertas que festonea la ciudad, al que dirige encendidas alabanzas. Reclus es para entonces un rendido enamorado de lo que llama «la campiña», que los valencianos cultivan «con igual esmero que los jardines de los hortelanos de Londres y París». El viajero francés se pasma ante el ingenioso juego de acequias y otros hallazgos del regadío de las huertas que circundan la ciudad y registra una frase de extraordinaria vigencia: «Sin agua, la huerta valenciana valdría lo mismo que una llanura árida». Son las notas finales de su estancia, que recorre otros iconos valencianos, como la plaza de toros, el Hospital vecino, la cárcel aledaña... San Miguel de los Reyes, el Hospicio de la Misericordia, el Asilo que llama «de alienados»... Lleva una semana entre nosotros cuando la mirada de Reclus se transforma: es ya la propia de todo 'guiri' y su visión es por lo tanto muy parecida a la que hoy compartiría todo viajero que atraviese nuestras calles y su retina se integre en el ecosistema local. Es también su caso, hasta el punto de que hay un momento en que el propósito de su viaje (el factor republicano) amenaza con diluirse: su relato avanza más como una epopeya costumbrista antes que como un manifiesto político... Falsa alarma. Conmovido por la masiva respuesta ciudadana a la manifestación convocada aquel 21 de noviembre del 68, la última frase que consigna su visita se resume en estas cuatro palabras: «Fue una jornada magnífica».
Publicidad
Como su viaje. Como su libro.
Suscríbete a Las Provincias: 3 meses por 1€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.