La playa de Mislata
OTOÑO LITERARIO ·
¿Quién era Demetrio Cardeñosa? En su ficha del Ministerio de Corrección Política sólo constaba una anécdotaOTOÑO LITERARIO ·
¿Quién era Demetrio Cardeñosa? En su ficha del Ministerio de Corrección Política sólo constaba una anécdotaRafa lahuerta yúfera
Viernes, 1 de octubre 2021
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Demetrio Cardeñosa era el gran experto de la playa de Mislata, su gran hacedor, quien mejor la conocía. Había sobres de azúcar con palabras de Demetrio Cardeñosa incluso en algunos bares de la lejana Xirivella, más allá del puente que construyeron los tártaros en tiempos del Innombrable. «La platja de Mislata serà de tots, totes i totis; o no serà». «De la playa de Mislata al cielo». «En caso de accidente no me robe el pase de la playa de Mislata». «Vore la platja de Mislata, després morir». La conocía tan bien que hasta organizaba rutas subvencionadas por la consellería de Turismo Esotérico, una entidad fantasmal surgida tras el fracaso de la candidatura Olímpica de Valencia, la que debía haberse celebrado, según lo previsto, en el gran estadio del barrio de Beteró, a espaldas del cementerio del Cabanyal. Tras aquel varapalo, provocado por madrileños y catalanes, «que no mos volen», el turismo Esotérico se convirtió en la gran panacea de la economía local, una variable lisérgica sin precedentes que convirtió esta zona del litoral en el lugar más frecuentado de la nueva Europa postpánfila.
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¿Pero quién era Demetrio Cardeñosa? ¿Qué se sabía de él? ¿A qué dedicaba el tiempo libre?
En su ficha del Ministerio de Corrección Política sólo constaba una anécdota. Era, por tanto, hombre de una sola anécdota. En los tiempos de las redes sociales y de la pandemia pánfila global, ser hombre de una sola anécdota era un prestigio de un valor incalculable. Los hombres mataban por tener una sola anécdota. La gente envidiaba a los hombres de una sola anécdota. Demetrio Cardeñosa sólo tenía una anécdota. Con esa anécdota cobraba una pensión, la pensión de los hombres con una sola anécdota. La pensión venía acompañada de la gran laureada local: el bunyol d'or amb fulles de llorer i tofu. El acto de entrega se oficiaba en la recuperada Sala Xúquer, con actuaciones holográficas de Vicente Ramírez y Rafael Conde «El Titi». La pensión daba derecho a una habitación en el Faro de Malilla, el acantilado desde el cual se controlaba el tráfico de gusanos de seda entre La Punta y Russafa. La Pensión era vitalicia, pero con matices. Si en un momento dado la vida te facilitaba nuevas anécdotas, La Comisión de Anécdotas te quitaba la pensión. En el Faro de Malilla reinaba la desconfianza. Alrededor del edificio, levantado sobre la gran laguna del antiguo Parque Central, se arremolinaban a diario los intermediarios y los cazaanécdotas. Caer en la ignominia de una segunda anécdota podía condenarte al ostracismo. Demetrio Cardeñosa se aferraba con uñas y dientes a la suya. Posiblemente, la mejor anécdota que tuvo la ciudad antes del gran desastre.
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La Comisión de Anécdotas, o alto Tribunal, se reunía en la terraza del Aquarium. El trasiego era frenético. Calle vosté, parle vosté. Estaban los anecdotistas fugaces, los repentinos, los huidizos, los cansinos, los que decían «tete», los caídos del cielo, los trileros, los repeinados, los recalcitrantes, los comisionistas, incluso los trasplantados. Los anecdotistas Trasplantados habían levantado un simulacro de ciudad en tiempos del «caloret», pero ahora malvivían gracias a la vajilla de la abuela. La abuela, como todas las abuelas a este lado del Turia, tenía la voz ronca. Tener la voz ronca era sinónimo de muchas tardes en la cafetería Bimbi, de muchas tardes despotricando contra los vencejos comunistas de la Gran Vía, de muchas tardes dándole al fumeque y al café con leche entre más mujeres de voz ronca. Si tu abuela no tenía la voz ronca era mejor que no intentaras hacer negocios a este lado del Turia. La voz ronca era síntoma de nobleza urbana. Según constaba en el Manual de Pijometría, para entrar en la aristocracia local eran necesarios dos requisitos: la voz ronca a partir de los 56 años y medio y el uso de algunos adjetivos. A saber: ufano, excelso, pródigo, baladí, sublime, henchido, proverbial, flamante, omnipresente. Saber colar un «baladí» en la conversación te convertía en aspirante a Bibliotecario Archivero del Alto Tribunal. El Bibliotecario Archivero era el único que lucía fajín verde en las procesiones de la Gran Trilogía de Mártires: Espinete, Milikito y Lucas Grijander.
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Por aquellos tiempos, o «In illo tempore», como decían en la sede colonial, el Tribunal de las Anécdotas valoraba el impacto, la escenografía, la capacidad de sugestión. Una gran anécdota era aquella que pasaba de boca en boca sin perder el impulso de su propulsión inicial. Como los clásicos, las grandes anécdotas disparaban en mil direcciones hasta consolidar nuevas cosmovisiones. Una gran anécdota era como un cuento: siempre contaba dos historias: la real y la imaginada. Con la real se maquillaban las cuentas y los balances, con la imaginada se conquistaban Naciones. Las anécdotas, por tanto, oscilaban según la época. Las anécdotas con mariquita en batita de seda ya no cotizaban. Tampoco estaban bien vistas las de los follaruinas o pollaviejas, cuyo reino decadente y marichulo había pasado a mejor vida desde que nombraron a Pérez Reverte embajador del Imperio Austro Húngaro en Cartagena. Ahora era el tiempo de la anécdota flambeada, deconstruida, sutilmente escatológica; o bien, y esta nueva moda carecía de tradición, de la anécdota cocinada a fuego lento en fogones de alta alcurnia moral o laboratorios bienpensantes. La sutileza escatológica era un aprendizaje difícil, un blasón literario que combinaba urbanismo y delirio. Había dos grandes referentes filosóficos: Faemino y Cansado. El equilibrio nacía de la superación de la autocensura, la gran amenaza de las nuevas iglesias. Por una extraña pulsión meridional, lo escatólogico seguía gozando de mucho prestigio en la ciudad. Por una extraña enfermedad colonial, lo escatológico iba de capa caída.
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¿Pero cuál era la anécdota de Demetrio Cardeñosa? ¿Cómo era posible que un hombre tan gris y anodino como Demetrio Cardeñosa hubiera logrado escapar de la tiranía del exhibicionismo y la procacidad virtual del facebook y el Instagram? ¿Qué anécdota había amasado en la soledad de su habitación capaz de resistir el paso del tiempo, la ambigüedad de lo políticamente correcto, el influjo perverso de la sensualidad sin atajos, la marea de las nuevas corrientes virtuales que amenazaban con volver totalmente idiotas a los que aún no lo eran del todo y se permitían el lujo de no estar en ningún grupo de WhatsApp?
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Demetrio Cardeñosa ni siquiera embarrancaba en la escatalogía y eso le volvía singular en aquella ciudad tan poco dada a la metafísica. Su anécdota rozaba el delirio pero generaba esperanza. Su anécdota, su única anécdota, amenazaba con disolver el Delta del Turia hasta convertirlo en archipiélago paradisiaco. A diferencia de la cátedra oficialista, Demetrio Cardeñosa no veía el plano como una ciénaga fluvial. En la soledad de su habitación, Demetrio Cardeñosa veía playas. Las veía y las volvía visibles con la pócima secreta. Playas en la calle Uruguay, playas en la plaza de Tetuán, playas en la calle del Esperantista Hernández Lahuerta, trampolines de piedra en las Torres de Serranos, en las Torres de Quart, corrientes de agua que volvían la Lonja malecón tropical. La ciudad, siempre necesitada de profetas, se entregó a la evocación de las playas en cuanto la anécdota de Demetrio Cardeñosa se hizo viral a través de los sobres de azúcar. «Olimpiades-0 Platges-92», se leía en las paredes de la periferia.
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Como siempre, el primero en verlo con claridad fue el Gran Mecenas, que de manera taimada controlaba los mecanismos secretos del Alto Tribunal o Comisión Colonial de las Anécdotas sin quitarse el peluquín (metáfora). Su empuje fue decisivo para darle continuidad al proyecto de Demetrio Cardeñosa. Así, el desayuno esotérico que daba cuerda al delirio empezó a ser financiado por la Distribuidora comercial Mercahome. Mercahome tenía una política de clientes muy estricta. Sólo admitía a hombres blancos, heterosexuales y que supieran pronunciar correctamente la palabra incineración. Los que decían «incinegación», aunque fueran entrenadores de fútbol, eran enviados a un Centro de Trabajos Forzados y Excusas, también conocido como CeTeFoyE. Había memos que al decir el acrónimo Cetefoye esgrimían una sonrisita panoli que los delataba como hombrecillos con cara de polla, los sementólogos. Para los sementólogos había un tratamiento muy eficaz: el electroshock con barras de pan, una técnica muy refinada que por falta de espacio será resumida de manera harto breve. El primer día te metían una barra de pan precongelado por el culo y otra por la boca. Si se caía primero la de la boca eras apto, si se caía primero la del culo repetías curso. El método era fiable, pero sólo a medias. Con el tiempo se descubrió que el pan de centeno gozaba de más resistencia anal, de ahí la cantidad de memos o sementólogos que pasaban de curso sin merecerlo.
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El desayuno o pócima para visitar la Playa de Mislata con Demetrio Cardeñosa a la cabeza era un batido de setas con colorante extraído de las canteras de las minas de Ajoarriero de Paterna, al otro extremo del puente colgante que unía las bahías de Mislata y Benimámet desde los tiempos de Jaume I. El puente, el primero en la categoría de sección Especial, fue objeto de réplica en Nueva York, San Francisco y Calatrava City: In that order. Desde sus alambradas comidas por el óxido, los pescadores de caña se asomaban al Océano de Beniferri, tan próximo a la playa de Mislata, tan cerca y tan lejos en función de la niebla del mirador de la plaza Sainetista Arniches. ¿Qué pescaban? Menos truchas y salmones, de todo. A veces, incluso, entre las cañas del mar de Campanar se colaban pequeños alijos de drogaína que hacían las delicias de la comunidad pesquera local, tan aficionada al bacalao desde los tiempos de la Ruta de los arrozales, cuando aún había sur más allá del sur.
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La nueva ruta turístico-lisérgica para visitar la playa de Mislata empezaba en la esquina del paseo marítimo de la calle Nou d'Octubre, a los pies de la vieja cárcel, reconvertida en sede colonial del Ministerio de Playas Esotéricas. Desde la madrugada se organizaban colas gestionadas por gorrillas que habían aprendido el oficio en el Banco de Sangre de la calle Gorgos, a finales de los años 70' del siglo XX. Era una tradición heredada que en la ciudad inacabada de los solares reconvertidos en garajes al aire libre gozaba de gran salud, sobre todo desde que la moda vintage del Troncomóvil de Los Picapiedra hubiera o hubiese acabado con la siniestra y cruenta dictadura del patinete, esa lacra que tantos disgustos causó en tiempo de Joaquín Reyes, alias Giuseppe Grezzi. Se decía que no había en Europa una ciudad con tantos solares. El solar fomentaba la creatividad, esgrimían los psicólogos infantiles antes de cortarse las venas. El solar era el gran emblema de la mancomunidad. En cada solar brotaban flores en la basura. En cada solar, de ahí la meritoria dejadez administrativa, podía germinar una nueva playa.
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A los pies de la vieja cárcel ya se notaba la brisa del mar, aunque aún no era visible. A las 7,36 de cada mañana, la comitiva avanzaba en fila india por la calle Cieza, en ese limbo administrativo que algunos llamaban Mislata y otros Valencia, Valencia del Cid. La garita de acceso la gestionaba la clásica anciana desdentada con pasado carcelario a cuestas. Haber trapicheado en la Cañada Real le confería galones en el nuevo reino alucinado. Al entrar en la calle Cieza había una placa dedicada a su ciudadano más universal: José Antonio Camacho, uno de los últimos españoles de verdad. Un ejemplo como El Fary, como Andújar Oliver, como Manolo Escobar. Todo en la calle Cieza era un homenaje a José Antonio Camacho. El colegio Nacional José Antonio Camacho, El Instituto de FP José Antonio Camacho, el ambulatorio José Antonio Camacho, el centro de mayores José Antonio Camacho, la guardería José Antonio Camacho, el Punto de Encuentro José Antonio Camacho, el Tanatorio José Antonio Camacho, la parroquia del clavo ardiendo José Antonio Camacho, El Estadio Olímpico José Antonio Camacho, el conservatorio José Antonio Camacho, la mezquita José Antonio Camacho, la estación de AVE José Antonio Camacho, la falla Futbolista retirado José Antonio Camacho-Comentarista de Telecinco José Antonio Camacho y adyacentes, el Palau de la música José Antonio Camacho, el museo Taurino José Antonio Camacho, La filmoteca José Antonio Camacho, el teatro de marionetas José Antonio Camacho, la Tertulia kantiana José Antonio Camacho, el Círculo Cultural Faroni José Antonio Camacho, el desodorante José Antonio Camacho.
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A mano derecha de la calle Cieza estaba la plaza del Sainetista Arniches, desde cuyo balcón al mar el horizonte mostraba el prodigio de la bahía ante la mirada atónita de los turistas recién desayunados con la pócima secreta que suministraba la vieja del visillo en la garita de la entrada. Era una epifanía única. Bajo la plaza había un pequeño puerto pesquero, réplica a escala del de Catarroja, pero con algo más de empaque según los entendidos en pequeños puertos pesqueros. A los más viajados, y eso llenaba de orgullo a Demetrio Cardeñosa, cuya bisabuela había sido compañera de clase del barítono de fama mundial David Bustamante en la lejana Cantabria, les recordaba al barrio pesquero del Santander de los grandes Mandarines.
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En la plaza del Sainetista Arniches el tintineo del mar agitaba resortes íntimos en la conciencia de todos, todas y todes. Una voracidad sensitiva obligaba a los elegidos a abrir muy bien los ojos. El mar rompía las barreras de lo conocido y la acuarela visual provocaba taquicardias líricas en los presentes. La taquicardía lírica era como si Pavarotti te susurrara al oído el «Amunt Valencia, Visca el València, és el millor». Barquitos de vela vibraban en la lejanía, bajo la tela metálica del Gran Puente Colgante, también conocido como Puente de José Antonio Camacho. Nombrar a Sorolla y a Blasco Ibáñez resultaba baladí, o lo que cojones quiera significar la palabra baladí. La playa de Mislata era más real que la de la Malvarrosa y en el imaginario de los afortunados su postal quedaba archivada como uno de los mejores momentos de sus vidas. ¿De dónde sale este prodigio? preguntaban los más alucinados. Demetrio Cardeñosa guardaba el secreto. Lo que empezó como un gazapo de telediario se había transformado en gozosa realidad merced a su empeño. A pesar de ello, cada vez que decía gozosa realidad presentía que su final se aproximaba, como si la inflación de hipérboles fuera un privilegio que él no podía permitirse, tan lejos como estaba de tener una abuela con voz ronca en la terraza del Bimbi, tan perseguido como se sentía por los buscadores de una sola anécdota en los alrededores del Faro de Malilla.
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Fue entonces, y aún hoy los tataranietos de los supervivientes lo recuerdan, porque al día siguiente fue portada en el Diario Decano, el diario que se autoproclamaba prudente con los intereses de su comunidad de vecinos y consumidores, que el volcán que hacía temblar los restos de la isla de Burjassot arrasó con la playa de Mislata y, como consecuencia, las aguas violentas y sin freno anegaron la llanura que los hombres antiguos habían conocido con el nombre de Valencia. De eso, sin embargo, Demetrio Cardeñosa ni siquiera llegó a enterarse. Confiado en su pericia para atisbar playas en cualquier rincón de la ciudad, la víspera del gran Desastre, día de poniente y cielos rosados, dejose caer desde el trampolín de piedra que emergía desde una de las almenas de las Torres de Quart. Bajo le esperaba el mar, cristalino y acogedor en su imaginación, carretera de asfalto meado por mil gatos en la versión menos onírica y literaria de la realidad. Dicen, cuentan, afirman, que no fue ni accidente ni suicidio. Dicen, cuentan, afirman, que ese día, y sin que sirva de atenuante, Demetrio Cardeñosa llevaba un Meyba de lo más ajustado, uno de esos Meybas que te impiden decir correctamente la palabra «incineración».
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