BÁRBARA BLASCO
Sábado, 6 de noviembre 2021
Vio en las noticias la llegada de los talibanes al gobierno. Le parecieron hippies de Woodstock pasados por un filtro siniestro de Instagram. Le sorprendió la poca hombría en esos faldones.
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Guardó la compra del supermercado, la leche de avena, el brócoli, la lechuga, las manzanas. Había echado un poco de tripa en el último año, ¿a quién le iba a gustar así?
Tienes que aprender a separar las cosas, había dicho la psicóloga.
Recordó las palabras de Arévalo en la tele: un hombre de verdad es un hombre que no es gay. Y en su cabeza empezó a sonar: iré a buscar, quiero encontrar, sí, un hombre de verdad. Imaginó a Mario Vaquerizo con faldones afganos.
Olió un tomate antes de echarlo al cajón. ¿A qué huele el plástico? Echaba de menos los tomates buenos, los melocotones buenos. En su nuevo barrio no había mercado, ni fruterías caras.
Su exmarido jamás alzó la voz, jamás limpió un váter. Escuchaba a Bach y a Los Planetas. Leía a Bolaño y a Pérez Reverte.
Tienes que aprender a separar las cosas, había dicho la psicóloga.
Esa semana, Ortega Smith había rechazado ponerse tras una pancarta por el último asesinato de una mujer en Torrejón de Ardoz. Su argumento: que la violencia no tiene género.
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Esa semana, el director del instituto había mantenido la mirada de su compañero mucho más tiempo que la suya al pronunciar nuevo jefe de departamento.
Guardó el arroz integral, el queso de Burgos light.
Tienes que aprender a separar las cosas, había dicho la psicóloga.
Su hijo odiaba la verdura. Ella la cortaba muy fina y la camuflaba entre el guiso, pero no había
manera. Él localizaba el pimiento, el calabacín y los apartaba.
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Había leído que Texas prohibía el aborto más allá de la sexta semana. Que el gobierno de Estados Unidos estudiaba cómo prohibir la prohibición.
Su regla se había adelantado 10 días tras la vacuna. Todas las mujeres con las que habló habían sufrido alteraciones, pero apenas encontró información en la red al respecto.
Tienes que aprender a separar las cosas, había dicho la psicóloga.
Los faldones afganos habían asegurado que las mujeres podrían seguir estudiando. La imagen
del telediario mostraba un aula en la universidad, partida en dos por una mampara opaca. A un lado, mujeres tapadas, al otro, hombres a cara descubierta, que parecían salidos de una telenovela.
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Quedó con aquel gestor financiero. El camarero les sirvió las bebidas al revés, a ella la Coca Cola, a él la cerveza. Era amable, tenía conversación. Apartó las verduras del plato como su ex.
No volvió a quedar con él.
Tienes que aprender separar las cosas, había dicho la psicóloga.
Y de pronto el bote de remolacha se le escurrió de las manos. Reventó contra el suelo a las 12 y 38, justo en el preciso instante en que una bomba estallaba cerca del aeropuerto de Kabul, matando a 183 personas. Vio el bodegón abstracto a sus pies, sus zapatos manchados de jugo de remolacha. Se agachó y trató de salvar algunas rodajas de entre los cristales, pero sólo consiguió cortarse un dedo. Quedó hipnotizada por la sangre brillante que se mezcló con el jugo morado. Sintió un extraño, líquido placer en la confusión.
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