![Relato de Rafa Lahuerta: 'El marquesado de Zurradores'](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202111/20/media/cortadas/zurradores-kNtB--1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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RAFA LAHUERTA YÚFERA
Domingo, 21 de noviembre 2021, 00:07
1
Vivíamos en la calle Zurradores, en el número 18. Era una finca de tres plantas con estancias tapiadas que daba al callejón del Gigante. En el bajo estaba la panadería familiar. Obrador, horno moruno, mostrador. Cuando yo nací vivía con nosotros un perro llamado Satán, el pastor alemán más golfo que hubo en Valencia durante aquella época. Tenía el don de preñar a toda perra que se pusiera a tiro. También había ratas, ratas que parecían conejos. Se movían por las habitaciones superiores como si estuvieran en su casa. No había manera de acabar con ellas. Según mi abuela, tenían derechos adquiridos desde los tiempos de Jaume I. Me encaja. Por navidades nos mandaban una invitación para celebrarlas juntos. Subirse, decían, subirse, que tenemos juanolas y farlopa de la güena. ¿Farlopa en 1971? Sí, farlopa en 1971. Las muy ladinas se asomaban a la escalera a oscuras y mi padre bajaba dando palmas para ahuyentarlas. Bona nit, les decía cada madrugada. Bona nit, señor Rafel, contestaban con educación. Cuando años después leí 'El Flautista de Hammelin' no dejaba de pensar en mi padre el día en que decidió armarse de valor y llamar a Bartolo, el de la flauta. Jornada gloriosa aquella. Un coro de niños se arremolinó en la puerta del horno cantando el himno: Bartolo tenía una flauta con un agujero solo y a todos daba la lata con la flauta de Bartolo. Esa misma noche las ratas recogieron sus cosas y se marcharon a la finca de al lado, una que estaba peor que la nuestra, la primera que cayó durante las lluvias de 1974. Un poco de pena sí que me dio.
2
Prometo que no teníamos afán de protagonismo, pero también éramos los últimos de la guía telefónica. La cosa era de manual. Zurradores, 18. O lo tomas, o lo dejas. Era un blasón incuestionable, el escudo de armas familiar, nuestra carta de presentación. Cada cierto tiempo el gracioso de turno llamaba para recordárnoslo, «Oiga, ¿no les da vergüenza ser los últimos de la guía telefónica?». Mi padre, que trabajaba de madrugada, no siempre era un modelo de simpatía Vodafone, así que utilizaba un lenguaje claro y directo para responder: «fill de puta, més que fill de puta, ja me'n vaig a cagar en la mare que t'ha parit, més que fill de puta, el dia que t'agarre te tallaré el ous i vorás qui és l'ultim de la guia telefonica». Fueron tantas veces que la cosa llegó a Telefónica. Ya en tiempos de Villalonga, el compañero de pupitre de Aznar, el de los Teleñecos, nos llamaron para ofrecernos el marquesado de la calle Zurradores. Dijimos que no, pero al rato dije que sí. Piénsalo bien, me dijo mi madre. Igual así aprendes a atarte los cordones de una vez. Es un acto de reparación, dijo Aznar. Por los agravios acumulados, insistió el señor Villalonga. Así, de esa manera, empezó la Memoria histórica.
3
Lo del marquesado nos pilló por sorpresa. Hacía años que vivíamos al otro lado del río, mi padre ya había muerto y aunque salir en el '¡Hola!' no entraba en mis planes, tampoco tenía nada que perder. Carecía de expectativas y el marquesado podía ser una salida laboral. Pensat i fet, me apunté al cursillo, una especie de 'Operación Triunfo' con gotitas de 'Gran Hermano' y 'Hotel Glamour'. Que se celebrara en la Sala Xúquer ayudó. Ni siquiera necesitaba sacar la vespa. El primer día hubo una conferencia a cargo de un tal Mariñas. O Peñafiel, ya no recuerdo. El mensaje me quedó claro: «Queridos futuros marqueses. Para ser marqués, lo más importante es querer ser marqués. Cuando uno quiere ser marqués acaba siendo marqués. A cada marquesado le corresponde un marqués y es vuestra obligación que vuestro marquesado sea digno de un buen marqués y como marqués vuestro que soy os prometo un marquesado». Un memo, uno al que enseguida apodaron Cap de Canoa, preguntó si marqués era más que conde. La pregunta se quedó sin responder. Ni puta idea, chaval. En el descanso, más abrumado que otra cosa, salí a tomarme un cortado en La Salamandra. Washington Peláez, el escritor argentino del barrio, tomaba notas en una servilleta. Me saludó con un leve movimiento de ceja. A lo Ancelotti.
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En el cursillo había de todo. Aspirantes al anuncio de Quesos Tranchettes, pilaristas con pelo cacerola y suéter Privata del 86', partidarios de los mocasines sin calcetines y un sinfín anómalo de Pititas Ridruejos o mujeres salazón. Más que un cursillo para futuros marqueses, aquello parecía la fiesta de cumpleaños de Pitita Ridruejo en la que Pitita Ridruejo hubiera obligado a todos sus invitados a disfrazarse de Pitita Ridruejo. De repente tuve unas ganas enormes de acostarme con una de aquellas Pititas Ridruejos. Había algo verdaderamente exótico y sensual en el modo de acariciar a sus perritos. Yo quería ser el perrito de alguna de aquellas Pititas Ridruejo. Perrito faldero, perrito perfumado, perrito con mantita térmica a los pies de mi Pitita Ridruejo en un palacio con vistas al Santiago Bernabéu. Perrito madridista, perrito decente, perrito con pase en el parque de socialización canina de El Viso, perrito con collarcito rojigualda, perrito leal a la corona, perrito paseado por alguna Pitita Ridruejo que me diera besitos en el hocico. Ahora que nadie nos oye puedo decirle, tuve una erección. Mi primera gran erección como aspirante a marqués de la calle Zurradores.
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En la clase de pelar gambas con cuchillo y tenedor me sentaron con dos Pititas de pantorrilla ancha, una Pituca porcelanosa de la calle Sorní y un rezagado con gafitas y tobillos al aire que había trabajado de informático en el Consulado del Levante Feliz en Ayusolandia. Tenían grandes planes. Su palabra favorita era eventos. Grandes eventos. Una vida de eventos. Pregunté que es un evento y no supieron responder. Pues un evento, un evento, un evento es pasarlo guay con los amigos, las amigas y les amigues, dijo la Pitita de Benimámet. Me quedó claro. Con la primera gamba salpiqué a la otra Pitita. En mi ficha ya venía la advertencia: «zurdo, mal uso de la cubertería, suele mancharse; y lo que es peor, suele manchar al resto de comensales». Aquella Pitita, aspirante al marquesado del Barrio de Beteró, empezó a llorar desconsolada. Aún no he olvidado sus palabras: «Desconsiderado, zafio, provinciano, me has estropeado mi flamante falda en tonos pastel que justamente estrenaba hoy y que me ha costado 845 euros con 83 céntimos en una tienda de la calle Poeta Querol de la dos veces leal ciudad de Valencia». Tras la soflama, el llanto se hizo más incontenible, aunque la palabra adecuada sería: ostentóreo. Como soy tan buena persona logró enternecerme, lo reconozco. Para hacer las paces le regalé un bombón de Ferrero Rocher. Puso ojos de Tamara Falcó Preysler. Caí rendido a sus pies. En ese momento supe lo que es el amor por aspersión.
6
Mi Pitita Ridruejo del Barrio de Beteró se llamaba Fina. Vivía frente al Tanatorio de Tarongers, en un piso de protección oficial. Me han seleccionado por el toldo de mi casa: «Carlos y Fina», me susurró al oído en el cuarto de baño donde nos escondimos con una caja de bombones Ferrero Rocher. Aquello me noqueó. Todos mis prejuicios clasistas se vinieron abajo. Mi Pitita Ridruejo del arrabal tenía una historia mucho mejor que la mía. Así que tú eres la Fina de Carlos y Fina, deduje conmovido. Sí, confirmó con restos de chocolate entre los dientes. Entonces le conté la verdad, mi verdad, el motivo de mi tesis literaria, la segunda gran obsesión de mi vida. ¿Sabes? Llevo años estudiando ese toldo. Me obsesiona ese toldo. Es el toldo más enigmático de la ciudad. En ese toldo está la gran novela del Barrio de Beteró. Y por extensión, la gran novela de los Poblados Marítimos. Y quién dice eso, dice la gran novela de Valencia, y por tanto la gran novela americana, porque en el fondo todas las novelas quieren ser eso, la gran novela americana. Es increíble, querida Fina, pero siempre que paso por delante pienso en ellos, en Carlos y en Fina, en su historia de amor, en el impulso definitivo que les hizo poner un toldo con sus nombre: Carlos y Fina. Si hacen una película, que la harán, Carlos será Bradd Pitt. Y Fina, Angelina Jolie. Como el demonio de la elocuencia me tenía cogido por las solapas, ya no podía parar. ¿Sabes?, insistí, al principio pensé que era una peluquería, pero un día fui y me dijeron que nanai del peluquín, que aquello era una casa decente. Ya ves, toda mi vida he querido saber quién era esa Fina del toldo. Y ahora de repente me encuentro contigo, con la verdadera Fina. ¿Es o no es maravilloso?
7
Creo que Fina no me entendió. O quizá me entendió mejor que nadie. A la media hora, un poco antes de entrar a la clase de «Reverencias y Bajada de pantalones sin que parezca que usted se baja los pantalones», me llamó la secretaria del cursillo, una mujer llamada karmele Marchante que se parecía mucho a Mercedes Milà. Estás expulsado, dijo sin contemplaciones. Y da gracias que no te denunciemos por acoso, pero no queremos escándalos. La monarquía es una institución muy seria y tú no das la talla. Ni como marqués ni como perrito de marquesa. Así que a la puta calle. Y como digas algo de todo esto prepárate para lo peor. Nuestro asesor Villaconejo lo ha grabado todo. Sabemos que eres adicto a los Ferrero Rocher y que no utilizas la escobilla en el retrete para limpiar la manteca que dejas. Y más cosas, pero creo que no es menester. Creo que has entendido. Así que la puta calle.
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Salí algo entristecido, lo reconozco. Me había hecho ilusiones, yo, que sé que nunca hay que hacerse ilusiones. Lucía el sol aquella mañana en la plaza Xúquer. En la terraza de La Salamandra seguía Washington Peláez, nuestro escritor argentino. Le conté lo sucedido. No pareció afectarle mucho. Washington Peláez, publicado está, era un hombre sereno, apacible, con un puntito zen. Me senté a su lado. Iba con su sempiterno batín de felpa, pero algo en su aspecto había cambiado, algo que en un principio no supe advertir. El mundo es un lugar extraño, dijo al rato. Crees que has aprendido algo pero lo que aprendes no lo aprendes para siempre. Jodido Peláez, pensé, mejor te quedas callado. Pedí un cortado. Otro más. Mi sueño de ser marqués no había durado ni medio día. Entonces me fijé en las zapatillas de Washington Peláez. No eran las clásicas alpargatas a cuadros, las Nike doña Rogelia que yo le conocía. Caí en la cuenta de que era eso lo que le hacía parecer distinto. Sorprendido, pregunté en voz alta, ¿Puma? A lo que Washington Peláez, escritor argentino, el hombre que nunca salía del barrio de San José, contestó: venga bah, un cigadito.
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