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Rafa Lahuerta | Relato de Rafa Lahuerta: 'En busca del pastel de moka'

Relato de Rafa Lahuerta: 'En busca del pastel de moka'

Abogado Ful trabajaba en la oficina central de Correos. Por las tardes se hacía pasar por letrado en los últimos bares canallas

RAFA LAHUERTA YÚFERA

Domingo, 19 de diciembre 2021, 00:13

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Abogado Ful estaba obsesionado con los pasteles de moka, una rara afección melancólica que le emparentaba con Marcel Proust. Por supuesto, Abogado Ful nunca había leído al francés, ni pensaba hacerlo. Para nuestro hombre, leer era un pasatiempo de peleles, un caladero de modistillas desdichadas. Lo suyo era el baile, la trampa, los pasteles de moka. Se pasaba los domingos por la mañana recorriendo la ciudad en busca de pastelerías. Para su desgracia, la moka ya no estaba de moda. La moka era un vestigio de los años 70', una antigualla confitera, el último bastión de los nostálgicos empalagosos. Según los entendidos, el imperio de la moka se había diluido hasta convertirse en la ruina cremosa de la Internacional Pastelera. Pese a ello, Abogado Ful insistía. En su casa tenía una plano de Valencia con todas las pastelerías de la ciudad. Cada domingo visitaba una. ¿Tienen pasteles de moka? preguntaba con voz rota de fumador compulsivo. No, le contestaba la dependienta de turno. Pues vaya mierda, respondía sin contemplaciones. Y volvía a casa, triste, hundido, saboreando en diferido la moka proustiana y metafórica de su infancia aniquilada. Un domingo más sin pastel de moka, se decía cabizbajo.

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Abogado Ful era mucho más que un adicto a la moka. En función de la luz, a ratos parecía Paco Roig y a ratos uno de Los del Río y su Macarena. Sólo muy remotamente alguien le confundía con Juan José Millás, el novelista. En esa trilogía estética basaba su gancho con las bailongas libertinas de la sala Tango, en la avenida doctor Waskman. Según la interlocutora adoptaba el rol más adecuado. Esa virtud no le faltaba. O Cantante, o trilero, o columnista de prensa. Depende. Sin duda, su vida poseía la trama y el misterio que exigen las novelas canónicas. Faltaba, como casi siempre, quién pudiera escribirla. Nuestro antihéroe vivía solo, sin lazos afectivos, a merced de la ruta urbana que los pasteles de moka le imponían cada domingo. Entre semana acudía a Los Toneles de la calle Ribera a remover la aceituna del vermut mientras pinchaba con sus mocasines de rejilla una cáscara de huevo duro. Rondaba los 58 años y medio y vivía de alquiler en un pisito de la calle Ermita desde cuyo balcón se veía el mar de vías de la estación del Norte. Ese rumor ferroviario le sentaba bien a su carácter, a veces clandestino, a veces zumbón, casi siempre deliberadamente amoral. Durante años quise ser yo quién pusiera negro sobre blanco sus andanzas, pero me faltaba talento, duende, la constancia telúrica de los buenos escritores. Cada vez que me acercaba a él, su instinto de personaje de ficción le permitía escapar del relato. No obstante, yo también insistía. Si abogado Ful buscaba pasteles de moka por la ciudad, yo seguía a Abogado Ful en su delirio. Ese era mi trabajo, levantar acta de sus idas y venidas, dejar un testimonio fiable a la altura del mito, construir su leyenda.

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Por las mañanas, Abogado Ful trabajaba en la oficina central de Correos. Ese era su oficio, con el que pagaba las facturas, la nómina que alimentaba en sordina la ensoñación de encontrar por fin el pastel de moka. Por las tardes, sin embargo, se hacía pasar por letrado en los últimos bares canallas que permanecian abiertos en la calle Viana. Que nunca hubiera pasado por la facultad de Derecho era lo de menos. Yo he estudiado en la universidad de la vida, decía altanero. La universidad de la vida era un manual de trapacerías, sobres de azúcar y frases hechas altamente inflamables. Con esa retórica de vendedor de crecepelos, Abogado Ful daba el pego en el arrabal menos ilustrado. Ese mérito era indiscutible. Lograba engañar a cualquiera. Tenía tablas. Sabía jugar con las hipérboles. Gozaba del dudoso don de la palabrería.

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Cada tarde montaba una especie de oficina portátil en el bar Coral, en la esquina de Balmes con Viana. Se apalancaba en la mesa del fondo, ajeno al ruido de sables, esperando a sus clientas, como él las llamaba. El ritual era fascinante. Sacaba un bote con plumas, bolígrafos, correctores y un pequeño pisapapeles con la imagen de la justicia. Tenía el clásico Trodat 4913 con el logo en verde del ICAV, sobres con membretes oficiales, papeles verjurados que él mismo rellenaba con una jerga incomprensible, tarjetas personalizadas, dos tochacos del código civil que nadie leería jamás. La puesta en escena era impecable, digna de un profesional. De 17.07 a 19.19 recibía a chicas en situación irregular a las que les prometía papeles en regla, nacionalización, alquileres sociales. La puntualidad es la base de mi negociado, decía cuando alguien sometía a escrutinio el porqué de ese horario tan particular. Un observador atento hubiera desvelado el misterio con facilidad: Empezaba a la hora de la desfeta d'Almansa y cerraba con la fundación del Valencia FC. Por el camino esgrimía formularios, utilizaba muletillas rimbombantes y saboreaba por anticipado el revolcón posterior en la sordidez de un cuarto mal ventilado. En cuanto terminaba su jornada de falso abogado, Abogado Ful se pasaba por la pensión a cobrarse en carne sus desvelos administrativos. Y digo bien, desvelos administrativos. Abogado Papito, le llamaban algunas chicas con ingenuidad candorosa. Todos los días remataba a gol por la cara, sin peaje monetario. A veces, incluso, dos veces. El expediente está casi a punto, decía el muy ladino. Es cosa de un par de semanas. La muletilla «es cosa de un par de semanas» era su preferida.

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Objetivamente Abogado Ful sintetizaba en su persona el misterio de la santa trinidad. Era un Tres en Uno de catecismo: funcionario de correos, abogado sin título y buscador de pasteles de moka los domingos por la mañana. Todo funcionaba y encajaba con precisión. Sus tres vidas no se mezclaban. La pública, la íntima, la secreta. En Correos mantenía un perfil bajo y discreto. Por el contrario, en el corazón del barrio chino actuaba con un desparpajo magnético. Se hacía querer. Las chicas lo adoraban. Ejercía de confesor, de paño de lágrimas, de amante selectivo. Y los domingos, empujado por la memoria lírica de su niñez, Abogado Ful buscaba pasteles de moka. Le había otorgado a la moka un poder terapéutico y redentor. El pastel de moka era su magdalena, el hilo del que tirar, su asidero metafísico. En algunas pastelerías le daban pasteles de moka franquiciados que Abogado Ful rechazaba de inmediato. No era la moka que recordaba. Entonces, movido por la ira y el desdén, cogía el pastel y lo estampaba contra el suelo del establecimiento al grito de ¡¡Esto ni es moka ni es nada, esto es una mierda!!.

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Pronto se corrió la voz. Su foto empezó a estar en todas las pastelerías. La cruzada contra el comisario de la moka auténtica, papel que él mismo había asumido en foros especializados, se convirtió en el gran objetivo del Gremio. En paralero, alguien en el Barrio Chino destapó la farsa de Abogado Ful. Los rumores apuntaron desde el principio a Karateca Tartaja, otro que tal. Karateca Tartaja era confidente de la policía y al mismo tiempo trapicheaba con gusanos de seda en los alrededores de algunos colegios. Le llamaban karateca Tartaja porque se decía que había sido extra en una película de Bruce Lee. Creo que no era para tanto. La versión más fiable es que cortaba las entradas en un cine donde sólo ponían películas de artes marciales. Fue él, eso seguro, quién dijo que Abogado Ful era un farsante. Tardó lo suyo, eso sí. Karateca Tartaja empezaba una frase en enero y la terminaba en abril. Su testimonio, lento pero verosímil, puso a Abogado Ful en el disparadero. En pocas semanas tuvo en pie de guerra a las pastelerías y a los prostíbulos. Ajeno a ese rumor inicial, nuestro hombre tardó en comprender que no se puede vivir con dos gremios tan emblemáticos en contra. Entonces sucedió lo previsible. Pasteleros y Proxenetas se unieron. De la reunión celebrada en el café L'Abadia, a la sombra del Micalet, salió una manifestación. La marcha, prevista para el 25 de abril, empezó en la plaza de San Agustín. Esta vez no eran sindicalistas durante el Primero de Mayo, ni valencianistas exigiendo reparaciones de la Meseta. Esta vez la cosa iba en serio.

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El día de autos, Abogado Ful llegó a Correos como siempre. Sonriente, impoluto, maquinando la fórmula magistral de la moka y la indigencia moral que le llevaría al bar Coral a las 17.07 de la tarde. Cuando salió a tomarse el aperitivo en Los Toneles nada hacía presagiar lo que estaba a punto de suceder. La manifestación ya iba por Periodista Azzati. El lema que la encabezaba era muy significativo: «La moka será tu tumba, Abogado Ful».

Así fue. En el momento en que Abogado Ful finiquitó su jornada laboral de cartero sedentario, una lluvia de pasteles de moka le sepultó en las escalerillas del Edificio Central de Correos. Miles de pasteles de moka impactaron contra él. Murió de moka improcedente, a mokazo limpio, por sobredosis de moka adulterada. Toma Papito, toma, decían las chicas a las que nunca llegó a tramitar la documentación prometida. Según las crónicas del Diario Decano, el entierro fue un éxito. En peregrinación por Gaspar Aguilar avanzó la comitiva. La mañana era azul y luminosa, como si la escribiera Josep Pla desde Roma: «el cel de San Remo és massa blau». Con el paso del tiempo y la estampida populista se impuso la lógica narrativa. Así, la plaza del Ayuntamiento empezó a llamarse Plaza de la Moka en el imaginario colectivo. Quizá sea un poco osada mi opinión, pero es el mejor nombre que ha tenido ese solar desde que derribaron el convento de San Francisco a finales del siglo XIX. Ahora solo falta que bajen a Vinatea del pedestal y pongan en su lugar una estatua de Abogado Ful comiéndose un pastel de moka. Sería lo suyo. Creo que la ciudad lo demanda con fuerza. Nos representa.

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