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Tarsila do Amaral (1886-1973) fue durante muchos unos años un nombre familiar solo para iniciados en el mundo del arte. Olvidada tras brillar el París de los felices veinte, la versátil pintora brasileña es hoy un icono del arte latinoamericano. Artífice del «modernismo antropófago», un crisol en el que fundió la esencia de las primeras vanguardias del siglo XX con la raíz indígena de su país, el museo Guggenheim de Bilbao revisa su trayectoria a través de 140 obras realizadas entre 1918 y 1960. La reivindica como la figura central del modernismo brasileño que conectó Sao Paulo con el París más cosmopolita.
En cartel hasta el 1 de junio, 'Tarsila do Amaral. Pintando el Brasil moderno', ha sido organizada por el Guggenheim colaboración y el Grand Palais parisino. Sus comisarias, Cecilia Braschi y Geaninne Gutiérrez-Guimarães, han dividido en seis secciones una muestra que descubre todos los perfiles de una creadora camaleónica que mezcló el imaginario indígena y popular con la ola modernizadoras de un país en en transformación.
«Hay muchas Tarsilas y todas están aquí. El cambio permanente la define», asegura Braschi, que recorre con su montaje las sucesivas metamorfosis en las que Amaral 'canibalizó' todo tipo de estilos e ismos. De sus inicios clasicistas en la Barcelona donde estudió en su adolescencia, a la efervescencia del París meca del arte, atravesó etapas precubistas, fauvistas o naifs, para devenir en referente del indigenismo o del arte político de corte socialista.
Su cambiante obra bascula así entre el cosmopolitismo urbano y elitista y el indigenismo tropical, entre lo ingenuo y lo político. «La más valorada es la Tarsila de los años veinte», explica Braschi. Sus coloristas y mestizas obras de esa época se las disputan hoy los grandes museos y tienen cotizaciones millonarias. El MoMA, que le dedicó una muestra en 2017, pagó más de 20 millones de dólares por 'A lua' ('La luna', 1928). Otra obra icónica presente en la muestra, 'A caipirinha' ('La campesina', 1923) se vendió por más de 11 millones.
Una cifra que multiplicaría por mucho su pintura más notable, 'A negra, ('La negra',1923), un suerte de 'Madona del arte latino' y del primitivismo brasileño que sí se vio en París y del que solo hay un boceto en muestra bilbaína que revisa la carrera de la poliédrica artista, que entre 1918 y 1973 pintó apenas 230 lienzos.
'A negra' es el enorme retrato de una mujer desnuda y altiva, un tótem pagano afro-brasileño inspirado en una campesina y antigua esclava que vivió en la hacienda de los Amaral. «Cada vez me siento más brasileña: quiero ser la pintora de mi tierra», escribía tras pintarla. Fue acusada de racista por una obra cargada de buenas intenciones pero que idealiza al indígena en un mundo colonial sin mala conciencia. «Tarsila siempre estuvo fuera de lugar. Participó del racismo intrínseco de la cultura de la época y de su país, pero fue también el primer modelo de emancipación mental para las mujeres de Sao Paulo», señala Breschi.
Hija de una adinerada familia de terratenientes cafeteros, fue una joven exótica cuando llegó a París en 1920. Sus primeros cuadros eran de un academicismo clásico heredero del impresionismo. Pero fagocitó las vanguardias, ensayó el cubismo -«servicio militar de la pintura» y «escuela de invención» dijo-, descubre el fauvismo, el dadaísmo, el futurismo, y llegará a la abstracción geométrica.
En París reflexiona sobre su origen y sus raíces De vuelta a su país se inspira en movimientos que buscan un Brasil «auténtico», multicultural y multirracial, para «refundar» su relación con los «centros» europeos de la colonización. Tarsila participa en esta modernización junto a la pintora Anita Malfatti y los escritores Paulo Menotti del Picchia, Mário de Andrade y Oswald de Andrade -su marido desde 1926-, con los que forma el Grupo de los Cinco.
En 1928 pintó «sin saber cómo» un cuadro que describió como «monstruoso». Oswald de Andrade dijo que le parecía «un antropófago, un hombre de la tierra». En la lengua tupí-guaraní Amaral encontró la voz «a-ba-po-ru, hombre que come a hombre» y lo titula 'Abaporu', una figura humana de cabeza mínima y pies enormes junto a un cactus y un sol.
La pintura y el 'Manifesto Antropófago' de Andrade que ilustró Amaral -Tarsiwaldo es la firma del dúo- dieron lugar a Antropofagia, movimiento que busca devorar a la dominante cultura europea para 'brasileñizarla', como un indígena devora a otro para asumir sus cualidades. Esa continua búsqueda situará a Tarsila en la historia del arte, fusionando el lenguaje moderno de las vanguardias europeas con el atavismo y la estética de Brasil.
De vuelta a París se codea con Brancusi, Picasso, los Delaunay, Cocteau, Stravinski, Satie y Blaise Cendrars. Frecuenta los estudios de André Lhote, Fernand Léger y Albert Gleizes y desarrolla un estilo libérrimo. «Invento todo en mi pintura. Y lo que vi o sentí (...) lo estilizo», proclamó la pintora antropófaga que deglutía tendencias e influencias.
El crack del 1929 arruina casi a los Amaral. Tarsila viaja a la Rusia de los soviets con César Osório, su amante entonces, médico e intelectual de izquierdas. Imbuída del espíritu socialista, la brasileña rica que deslumbró al París elegante con sus vestidos de alta costura, -la 'Pequeña caipira vestida por Poiret', dice un verso de Andrade- como el abrigo rojo que lució a una cena y que pintó en su célebre autorretrato 'Manteau rouge' (1923), se entrega al artes socialista. A su regreso a Brasil en 1932 el régimen de Getúlio Vargas la encarceló durante un mes por su proselitismo comunista.
No volverá a París. Liga su destino definitivamente a Brasil, donde su estrella languidece. Apenas expuso entre 1933 y 1950, cayendo en un olvido del que saldría en los sesenta en las bienales de Sao Paulo y Venecia. Murió con 87 años en 1973.
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