Viernes, 19 de junio 2020
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Cada cual ha recurrido en este tiempo -de estados de alarma, de confinamientos y de desescalada en fases- a determinadas canciones con distinto fin: distraerse, recordar a seres queridos, idealizar etapas pretéritas, sobrellevar ausencias, modificar el estado de ánimo… «La disponibilidad de mayor tiempo ha hecho que nuestro cerebro buscase cosas agradables. Habrá quien se haya refugiado en el alcohol o en los dulces, y otros han optado por recursos más fáciles, como playlists de Spotify. La música ha sido crucial para compensar la restricción de estímulos», añade Raúl Espert, profesor del departamento de Psicobiología de la Universidad de València y neuropsicólogo del Hospital Clínico.
El actor Carlos Areces sabe de lo que hablamos cuando nos referimos a ese modo de escucha. «Recuerdo haber tenido esa relación de adicción-reacción con canciones que, durante un corto espacio de tiempo, no pude dejar de reproducir una y otra vez hasta quedar empachado. Me ocurre sobre todo con canciones pop muy pegadizas cuyos acordes necesité oír tan compulsivamente y con tanta ansia en cuanto las descubrí que, ahora, su sola mención me provoca náuseas. Cuando me compré el primer álbum de los Beatles, «Love me do» la puse en modo repeat durante una semana entera. Martiricé hasta el hartazgo con el «Zombie» de los Cramberries a cualquier amigo que se acercara lo suficiente a mi radio de acción, hasta que ambos alcanzábamos un estado mental semejante al que producen algunas sustancias lisérgicas. El «Believe» de Cher y el «Mi abuela» de Wilfred y la Ganga rivalizan por ser las canciones que más han girado bajo el láser del cedé de mi cadena. E incluso reconozco que mi compañero de piso de entonces amenazó con echarme de casa si volvía a reproducir «Soy yo», de Marta Sánchez, o «The Bad Touch», de los Bloodhound Gang, aunque solo fuera una sola vez más», relata.
Es lo que conocemos como un 'gusano de oreja', traducción del término 'ohrwurm', con el que los alemanes se refieren a esos temas que no nos podemos quitar de la cabeza y a los que necesitamos volver durante un tiempo. El neurólogo y escritor británico Oliver Sacks definió este concepto en su obra 'Musicofilia', que aborda la relación entre la música y el cerebro de las personas: «suelen tener cierta esperanza de vida, alcanza su apogeo durante varias horas o días y luego se diluyen, aparte de algún esporádico arrebato posterior. Aunque parezca que han desaparecido suelen permanecer a la espera, de manera que un ruido, una asociación o una referencia a ellos puede que vuelva a dispararlos años después».
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Espert ahonda en esta idea y le concede rigor científico. «Tiene una base neurobiológica a través de un circuito del refuerzo. En el tronco del encéfalo hay una zona donde se fabrica una sustancia que se llama dopamina y que tiene varias redes. Una de ellas se extiende hacia zonas más emocionales, al sistema límbico, y cuando algo nos produce placer, como la armonía, la letra, la melodía o el ritmo de una canción, se produce una liberación de dopamina. Y eso hace que quede un recuerdo en determinadas partes del cerebro, que nos lleven a buscar el placer de nuevo escuchando esa misma canción una y otra vez», argumenta el profesor, que lo compara con las drogas. «Cuando estás expuesto a cocaína y más cocaína, hay una tolerancia y necesitas mayor cantidad para producir la misma reacción, pero llega un momento en que los receptores se saturan y la respuesta ya no es la misma. En este caso se desencadena un aborrecimiento, por mucho que nos gustara. El cerebro lo que hace es anular el valor reforzante que antes le daba en forma de placer y ahora incluso lo rechaza. Quizá un tiempo después, cuando hayan pasado esos efectos fisiológicos, volvamos a escuchar esa canción y nos traiga recuerdos positivos», comenta.
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«No hay ninguna canción que haya terminado aborreciendo, simplemente si me canso de oír alguna es por lo repetitivo de su reproducción en redes o medios, pero es normal hasta para sintonías de telediarios o spots publicitarios. Intento evitar escuchar las canciones que no me gustan o si me he saturado de ellas», admite Álvaro Urquijo.
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No es fácil hacer eso, huir de algunos temas, aunque uno lo intente. La banda sonora de cada cual en estos meses la han formado algunos temas elegidos voluntariamente por nosotros -para que la crisis nos resultase más llevadera-, pero también por otros que se colaron sin querer por nuestros balcones, sin que pudiéramos hacer nada para evitarlo. «En el confinamiento, he aborrecido hasta el asco las canciones que he tenido que tragarme impuestas por la dictadura de mi vecino de balcón, otro de esos DJs espontáneos con entrega de santo y vocación de servicio social que nadie había solicitado. Un repaso diario al rock en español más comercial de las últimas décadas, desde Maná hasta Fito, sin saltarse un solo día el obligatorio «Resistiré». Como comprenderá cualquier otra víctima de estos tiranos altruistas de barrio, no lo he llevado bien», confiesa el actor Carlos Areces. Y es altavoz de lo que le ha ocurrido a mucha otra gente en sus vecindarios, donde hasta ahora no existía normativa sobre estas prácticas musicales.
Spotify ha dado algunos datos sobre cuáles han sido las canciones más reclamadas. «Jailhouse Rock» de Elvis Presley, «Ain't No Sunshine» de Bill Withers, «Take on me» de Aha, «Arriba los corazones» de Antonio Flores o «Rosas en el mar» de Massiel figuran en el listado. Y sí, por supuesto, el «Resistiré» del Dúo Dinámico, del que se han hecho cien mil versiones, también.
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Para comprender por qué títulos tan diversos como «Color Esperanza» de Diego Torres, «I will survive» de Gloria Gaynor o «Sobreviviré» de Mónica Naranjo han resultado tan significativos en los momentos en que estábamos combatiendo el coronavirus podemos buscar explicaciones en otras áreas. Desde la ciencia Raúl Espert asegura que la música ha sido utilizada «por los distintos grupos humanos para poner en marcha un mecanismo neurobiológico, que es el de la empatía, el de la unión. Cuando esto ocurre, con los himnos por ejemplo, hace que todos nos sintamos orgullosos e identificados por él. El cerebro libera una hormona, que es la oxitocina, la misma que se libera durante el amamantamiento. Cuando se escucha ese tipo de música se fortalecen los lazos, los vínculos interpersonales dentro de un mismo grupo social».
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«En una situación extrema e inesperada como el confinamiento, con la libertad de movimientos restringida, la incertidumbre, la distancia de tus seres queridos, la incredulidad y el miedo a que ocurra algo horrible, la música ha sido un elemento catárquico. A veces de manera popular y manifiesta («Resistiré», «Agapimú») pero sobre todo, de manera privada e íntima. A mí esa forma es la que más me gusta y con la que más me identifico. No creo en los momentos de clamor popular, en ese venirse arriba que, una vez desaparece a adrenalina, es algo baldío. Prefiero una emoción secreta e individual que haga que la persona cambie por dentro, porque quizá está ayudando a que se descubra a sí misma», añade Cervera.
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Así que terminemos con más títulos de esos personales, de los que nos remueven, de los que compartimos con nosotros mismos (salvo excepciones como esta). «He recuperado algunos discos que hacía tiempo que no escuchaba como '1972' de Josh Rouse o '12 Segundos de Oscuridad' de Jorge Drexler», desvela la periodista Virginia Díaz. «La que no ha dejado de sonar en mi casa todo este tiempo ha sido «If I can dream», maravilloso tema de Elvis que nunca grabó en estudio, pero cuya interpretación para el especial televisivo filmado en Las Vegas es leyenda. Me propuse aprenderme el playback y casi lo he conseguido, pero estoy lejos de cansarme de ella», concluye Carlos Areces.
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