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Someternos a estas bajuras del curso a la gran revelación de que la mayoría de los premios literarios algo relevantes (si no todos, hasta los ... más económicamente cutres) están dados de antemano es como descubrirnos la sopa de ajo. Y estremecerse ante un hecho tan obvio es como descubrir a los dieciocho años quiénes son los Reyes Magos. En estos días ha surgido una curiosa polémica en torno al Planeta que ha ganado Sonsoles Ónega. Como si estuviéramos ante el primero de esos premios que gana una presentadora o un presentador de televisión por ser eso: presentadora o presentador de televisión.
El Premio Planeta no sólo ha estado amañado de antemano desde hace muchos años, sino que en su día llegó a constituirse en una entrañable tradición que José Manuel Lara, su creador, soltara una indiscreta pista, a modo de acertijo, en la rueda de prensa que precedía a su fallo. Era un ritual, ya asumido por todos los periodistas, que tenía como objetivo hacer ambiente y facilitar las especulaciones sobre el posible ganador. En cuanto a la calidad de las obras premiadas, lo mejor que se podía esperar es que estas fueran un encargo -más o menos potable- realizado por la editorial a un autor consagrado. De este modo, quedaba garantizada una mínima calidad, al menos, si bien con ello dicho premio renunciaba a priori a la tarea de revelar nuevos talentos.
En los últimos años, la calidad de las novelas 'planetarias' ha ido decreciendo, ciertamente, de un modo notable. Y en ese grisáceo contexto, la historia que nos cuenta Sonsoles Ónega no tiene nada que envidiar en mediocridad a 'Yo, Julia', la obra con la que obtuvo ese mismo premio, en 2018, Santiago Posteguillo, con la diferencia de que la conocida periodista no ha caído en la alevosa tentación de emular a Robert Graves ni de mortificarnos con posteriores entregas sobre una Roma de telenovela presentista. En favor de 'Las hijas de la criada' se puede decir que es un texto sin grandes pretensiones históricas ni sociológicas, así como dotado de un cierto sentido de la narratividad que puede calificarse de solvente aunque, por otra parte, malgastado en un argumento entre adocenado y errático.
Ónega nos lleva en esta novela a la Galicia rural del último invierno del siglo XIX, a un pazo llamado 'de Espíritu Santo' y ubicado en la costa pontevedresa, donde van a tener lugar dos partos nocturnos y simultáneos. Por un lado, nace Catalina, la hija de doña Inés y don Gustavo Valdés, un matrimonio propietario de tierras en esa parte de España y de una industria conservera en Cuba. El otro nacimiento es el de Clara, la hija de Renata, la criada de esa casa, y de Domingo, el guardabosque.
'Las hijas de la criada' es un texto de tintes conservadores y 'pardobazánicos', en el que anida un enigma cuya revelación llega un tanto tarde a un lector desmotivado por una trama que se alarga hasta las casi quinientas páginas y al que quizá no le estimule lo suficiente el recurrente y paradójico planteamiento de la novela de mujeres que se enfrentan al «machismo heteropatriarcal» del contexto histórico y que consiguen hacerse a sí mismas.
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