Marina Saura
Vermú de domingo ·
Actriz y escritora, la hija mayor del pintor Antonio Saura publica 'Cara de foto', donde reconstruye la identidad de una mujer dando pinceladas de su vidaDemasiada biografía para estos ojos azules», escribió Francisco Umbral sobre Marina Saura. Seis palabras le bastaron al escritor para expresar los dolorosos episodios que forman parte de la biografía de la actriz: la traumática separación de sus padres, la francosueca Gunhild Madeleine Augot y el pintor Antonio Saura, la muerte de una hermana en un accidente de tráfico a los veintiún años y el suicidio de su otra hermana algún tiempo después. De todo ello, Saura da pinceladas en 'Cara de foto' (De Conatus), donde reconstruye una identidad a través de fotografías propias y ajenas en una suerte de «vidaficción», como prefiere definirlo: «No es una autobiografía, tampoco un libro catártico porque los dolores están ahí siempre, la realidad no cambia por mucho que la contemos». Pero hay tanto que contar de esa realidad suya que nos saltamos el vermú y vamos directamente al plato principal.
–Las fotografías son el hilo conductor de 'Cara de foto'. ¿Dónde nace esa idea?
–Las imágenes siempre me han fascinado, y supongo que la idea viene de mi preocupación sobre la identidad. ¿Quién es uno? ¿Cómo se construye una identidad? El niño primero empieza a ser a través de la mirada de los padres; después, de las diferentes personas que le importan. Existo porque alguien me mira.
–Su padre la mira a través de la cámara. Es una mirada distante.
–Esa es la mirada del padre de Olga, la protagonista; mi padre no era así, era un hombre muy entrañable, muy próximo. Utilizo cosas de mi vida para que el lector se sienta implicado, pero en la construcción de la identidad de la niña el padre tiene muy poco que ver porque ella no se construye con las imágenes del padre, sino con las de las mujeres que la rodean.
–Mujeres que viven en una época difícil.
–Estamos hablando de los años 60, cuando las mujeres no podían hacer nada, pasaban del padre al marido. A su vez, Olga está a caballo entre dos mundos, porque ella va haciéndose mayor en los 70, cuando la libertad, los hippies o la anticoncepción; cosas que permiten, de pronto, ser libres, pero, claro, con una educación católica y restrictiva muy complicada. Ella tantea todos esos nuevos elementos en lucha con los antiguos.
–«No sonreír era el acto de resistencia pasiva de mi madre», escribe, pero usted sonríe mucho. ¿Es su acto de resistencia activa?
–Sí. Para mí la sonrisa es una máscara, un escudo, una forma de afirmar que no me voy a dejar invadir. Cuando sonríes no estás invitando a alguien, pero una cara triste sí invita a la compasión, a la ayuda. Y yo siempre he visto la tristeza como una debilidad.
–¿A qué se ha agarrado para superar los episodios más difíciles de su vida?
–No creo que mi vida sea más trágica que la de muchísima otra gente, pero, en los momentos más terribles, siempre me he agarrado a pensar que no elegimos nuestro destino, ni nuestro nombre, ni nuestro sexo, y que unos tenemos más capacidad para superar las cosas que otros. Me considero muy deseada por mis padres, muy querida, y he podido dedicarme a lo que me gustaba. No me siento víctima de nada, pero no por valentía, sino por lucidez, por modestia, porque veo a mi alrededor gente tan mal que pienso «qué suerte tengo».
–En su libro cuenta una relación que tuvo a los dieciséis años con un hombre once años mayor. Hoy no lo vemos de la misma forma que entonces.
–Sí, y está muy bien que no se vea igual porque hay que proteger a los niños, y estoy absolutamente en contra de bajar la edad del consentimiento sexual. Tuve mucha suerte porque no fui abusada, fue totalmente voluntario por mi parte. Yo era muy tozuda, y ese chico me gustaba muchísimo y quería tener mi primera experiencia sexual con él. Era importante que fuera una persona mayor, porque lo había intentado con algún joven, pero no funcionó. En mi caso fue una suerte que no me pasara nada malo; podía haber sido nefasto, pero no, fue estupendo. Y tengo amistad con esa persona todavía hoy.
–Resulta extraño que, siendo actriz y sobrina de Carlos Saura, no trabajaran juntos.
–Los actores nunca trabajan con quien desean. Yo le pedí una audición a mi tío, pero se echó a reír y me dijo «No tengo papel para ti». Él no hacía pruebas a actores, él los cogía cuando los veía para un papel. Yo creo que no me vio porque ya tenía a Geraldine Chaplin, mi tía Gerarda, a la que quiero muchísimo. Ella era el elemento exótico, la chica extranjera, y como yo doy un poco ese perfil… fíjate que, cuando era joven, en España no me miraba nadie por la calle.
–Pero si tiene una presencia imponente.
–Pero daba miedo a los chicos. Entonces había que ser pequeñita, de formas muy mediterráneas, y yo era tan alta, tan rara, tan diferente… En cambio, si hubiera sido joven en esta época sí habría funcionado porque ahora hay actrices de aspectos muy diferentes.
–¿Se plantea volver a la interpretación?
–No me lo han propuesto, y alguna vez lo he intentado. Me encantaría, pero tendría que ser que un director se encaprichara conmigo por alguna razón. Como Elizabeth Costello, la escritora protagonista del libro de J. M. Coetzee, me siento una «secretaria de lo invisible», de esa realidad que no existe pero que voy a traducir y a hacer corpórea en el escenario. Yo creo que ahí el autor y el intérprete se parecen mucho.
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