RAFA LAHUERTA YÚFERA
Sábado, 6 de noviembre 2021, 00:33
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Los viernes por la tarde la ciudad temblaba. De los colegios, de los institutos y de las plazas surgía un rumor potente de evasión y victoria. Esa textura avanzaba la intimidad y el otoño. Todo vibraba. Amaba los viernes por la tarde. Eran la promesa y la expectativa, no importa en qué ni por qué. El viernes por la tarde filtraba el eco de lo que debería haber pasado, de lo que jamás pasaría.
Ya entonces todo era confusión. Tú escribías el nombre de otro en las solapas de los libros y yo te acompañaba temeroso, sin entender que ese nombre era en realidad una forma de llamarme a mí. No podía entenderlo. Sólo tenía 16 años y era tan ingenuo como cobarde. La vida me sobrepasaba, tú me sobrepasabas. A veces cruzábamos el río por el puente del Real. Esa felicidad se columpiaba en el territorio de lo inexplorado. Entonces me cogías de la mano y avanzábamos entre anocheceres repentinos, sorteando ruinas, admirando en silencio el desgarro de las azoteas. Yo te contaba la ciudad que desconocías, los grandes hombres asesinados, las afinidades imposibles. Habías llegado de fuera un par de años atrás y Valencia te sonaba a río seco, a espuma de pólvora, a secreto de luz envuelto en marea gris. No te gustaba la ciudad, o eso me decías. Y cuando me lo susurrabas yo tejía tramas, anhelos, recorridos para que algún día cambiaras de opinión. De lunes a jueves garabateaba en mi cuaderno las rutas que conquistaríamos el viernes. Entre clase y clase me mirabas de soslayo. Nuestra amistad era un secreto de viernes por la tarde. No querías que supieran. Escribías en tus libros el nombre de un ausente, El Ausente.
A veces íbamos con tu hermana pequeña a coger hojas de morera. Crecían a espaldas de Mestalla, en la avenida de Aragón. Como yo tenía los dientes rotos le hacíamos creer que era el hermano pequeño del cantante de Duncan Dhu, Mikel Erentxun. Ella me llamaba Triangulito. Tú reías. Era divertido. Era divertido jugar a tener una hija que nos acompañaba. Fue entonces cuando quise que siempre fuera otoño. En otoño éramos inseparables.
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Lo nuestro tenía fecha de caducidad. Meses de otoño e invierno, meses de rutina y escarcha en los cristales. En las esquinas se amontonaban las mentiras de un mundo vencido. Yo tenía vocación de cronista, era un anciano prematuro; tú una niña mujer. No sé qué fuerza nos vinculaba. O sí, lo sé. Yo estaba loco por ti. Tú jugabas a pasar el tiempo, a recorrer calles nuevas, calles que jamás antes habías intuido siquiera. Esas calles nuevas eran las más viejas de la ciudad. Calles devastadas, malolientes, repletas de tiendas cerradas y bares inhóspitos.
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Cuando los yonquis de las Tascas nos pedían dinero tú adoptabas el papel de hada protectora. Eras más fuerte que yo. Y más rápida. Eras un junco de fibra con los ojos negros del abismo. Eras elástica, de músculo y piel, y yo te quería. Te quería tanto que no era capaz de hacértelo saber. Tú debías intuirlo, pero sólo eso. Eras libre, o más libre que los demás. Ah, los demás. Los demás estaban atados al delirio de la convención, del juego social, de la fábula que se agitaba en los bailes de fin de año. Tú no. Creo que te gustaba estar conmigo por eso. Sólo yo te veía tal cual eras. Pero no siempre. No siempre era capaz de disimular mi pavor.
Los dos teníamos vidas extrañas. Vidas de las que no hablábamos. Mi padre estaba muy enfermo y los tuyos estaban a punto de separarse. Ese hilo de tensa espera nos obligaba a una prudencia anómala. Prudencia del desasosiego, del verbo huir, de la mirada cautiva. Alguna tarde subías a mi casa a hacer como que estudiábamos. Rara vez pasábamos del primer tema. Luego cruzábamos las calles del barrio o te ibas tú sola al solar vacío que era el comedor de tu casa. Nunca hablamos de lo sustancial. Lo sustancial era el otoño. Lo sustancial era ir cogidos de la mano mientras el frío tensaba las hojas del calendario.
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Nunca lo había dicho antes pero odiaba el buen tiempo y la primavera. Con la frontera de la Semana Santa os ibais a la playa. De repente los fines de semana se llenaban de sopor y polvo. La luz lo cegaba todo. Estaba fuera de tu mundo, alejado de tus primeras salidas nocturnas, de tus primeros escarceos con chicos mayores que yo que sí sabían cómo tratarte. Ese rencor me hacía odiarte, no lograba desactivarlo. La primavera subrayaba todos mis pesares. La primavera te separaba de mí. Esos días confirmaban la certeza del fracaso, las asignaturas pendientes que se amontonaban en el boletín escolar, la pereza convertida en prisión. Tú pertenecías al imperio del sol, yo al de las sombras.
Entonces alimenté el bulo. Y el bulo llegó a tus oídos. Un bulo estúpido, misógino, propio de acomplejados. Y en mitad del pasillo del instituto, con decenas de testigos que de manera lógica se pusieron de tu parte, viniste con lágrimas en los ojos a preguntarme por qué. ¿Por qué, por qué vas diciendo eso de mí? ¿Por qué? Y con el último «por qué» clavaste tus ojos en los míos y yo no pude más que agachar la mirada, darme la vuelta y recoger los restos de mi amor propio magullado mientras una pena de siglos me destrozaba por dentro. ¿Por qué, dime, por qué? La pregunta se quedó sin responder, en el limbo de las respuestas que no damos, en la lejanía de las segundas oportunidades que la vida no suele brindar salvo muchos años después. Responderla en ese instante exigía madurez, inteligencia, equilibrio; y yo entonces era bocazas, cobarde, infantilmente idiota. Responder hubiera sido pedir perdón, pero para pedir perdón hacía falta algo de lo que yo carecía: dignidad, confianza, humildad.
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Ya no volvimos a hablar. Alguna vez nos cruzábamos por las calles del barrio, por los pasillos del instituto. Ni me mirabas. Había muerto para ti. El orgullo, la rabia y la mala conciencia me impedían pedirte perdón. Fueron las peores semanas de mi vida. El verano aplanó tu herida. Te fuiste a la playa. Yo me quedé. Se suponía que debía ser el mejor verano de mi vida, el verano de COU. Con diferencia fue el peor. A mi padre le habían dado seis meses de vida, pero ni siquiera eso pude decirte. Con la llegada del siguiente otoño el paisaje ya era otro. Te marchaste fuera. Yo me quedé. Te echaba de menos. Te echaba mucho de menos, pero no sabía ni podía decírtelo. Paseaba solo por las calles, entraba en bares envenenados, perdía el tiempo fabulando excusas que no tenían más recorrido que encapsular mis debilidades. Si sé que estaba muy solo y que no hablaba con nadie de lo que en verdad sentía, que básicamente era miedo, mucho miedo.
Al morir mi padre me escribiste una carta. Me dabas el pésame, convocabas al dios sereno de la amistad. Te contesté. Formal, discreto, aliviado. Al volver a Valencia viniste a verme. Hacía mucho calor. Salimos a dar un paseo por las calles que ya no eran iguales. Compramos unos helados en la cafetería Sal y Pimienta y fuimos caminando hasta la puerta de Viveros. Después regresamos. Parecías otra, una versión mejorada de ti misma, como si la distancia te hubiera quitado lastres y te hubiese dado más luz. Yo en cambio me sentía más pequeño, más lejano, incapaz de encontrar el hilo que me permitiera estar a tu altura. El silencio, cada vez más incómodo y adulto, me hizo comprender que la promesa de los viernes por la tarde no se cumpliría jamás. Tú ya tenías una vida en marcha y la mía ni siquiera había llegado a la estación de partida. En un último intento de recuperar lo que ni siquiera habíamos compartido en plenitud, hice ademán de cogerte la mano como solíamos hacer, pero la retiraste. Esa noche, tampoco eso he olvidado, hubo un castillo de fuegos artificiales para decirle adiós al semáforo de Europa.
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