Torear por amor al arte, torear por amor al prójimo

Plaza llena, ambiente fantástico, preámbulos excesivos, el solo de trompeta del Soro, el himno de la comunidad, el himno nacional, reparto de premios, eran las 12:30 y no había empezado el festejo así que a nadie le debió extrañar que cuatro horas después estuviésemos saliendo de la plaza ni las varias lipotimias que tuvieron que atender los doctores. En cualquier caso, bien está lo que viene acaba y acabó la mar de bien.

Abrió plaza tras los prolegómenos mentados el jinete Diego Ventura que de buenas a primeras firmó un memorable tercio de banderillas cabalgando tres potros en tiempo de pruebas, un alazán, un castaño morcillo y un perlo con los cabos negros, los consagrados quedan para las ferias, aunque ya deben saber que por detrás les vienen apretando los jóvenes y el propio Ventura, un trueno con el sentido del espectáculo como bandera. Todo eso se lo hizo a un ejemplar de clase infinita de Capea, un murube de templado humillar que duró y duró en su calidad.

Precioso el novillo de Garcigrande que abrió el turno del toreo a pie. Embistió con buen son de salida al capote de Ponce (luego no fue para tanto) y el maestro lo templó con maestría intentando darle forma. Le dieron para ir pasando en el caballo y al de Chiva le salió precioso un quite por delantales en los que intercaló una chicuelina sabrosísima.

Tan reunida y torera como el arranque de faena, sencillamente extraordinario, dormido, reunido. Luego el trasteo sobre la mano derecha tuvo relieve de torero activo con series largas, templadas y bien rematadas. No fue igual de claro el toro por el lado izquierdo y todo lo resolvió en el tramo final volviendo a la derecha y con las poncinas finales. Estocada y dos orejas

Muy decidido con el capote Vicente Barrera, como si no hubiese habido paréntesis y eso que han pasado, me recuerdan, veinte años. Desde el principio nació la faena en la línea del más puro barrerismo, el estilo que hizo propio, muy derecho, muy firme y muy quieto. El novillo de Sancho Dávila sin grandes problemas tampoco fue el más apropiado para tapar el tiempo que no torea Vicente que logró disimularlo de todas todas. En ese tiempo, lo dicho, se mostró firme, vertical, valiente, aguantó las embestidas, no siempre claras de su novillo, contó con el apoyo (lógico) del público y se fue feliz. Motivos tuvo. Oreja.

Los lances de la tarde estuvieron a cargo de Jose Mari Manzanares, mecidos, de una perfecta reunión, muy quieto, sin perderle pasos y rematados con una media, digamos que acorde a su perfecta indumentaria. El toro de Matilla, fue a menos y comenzó a defenderse muy pronto pese a que el maestro le hizo las cosas muy medidas y muy ajustadas. Remato su quehacer de una soberbia estocada que le valió dos orejas.

Cayetano, anduvo muy dispuesto con un novillo de Espartaco que no le dio facilidades: se quedaba corto, le plantó cara y lo mató en una buena tocada que se le valoró con una oreja.

Emilio de Justo se encontró con un precioso de Garcigrande que acabaría siendo aún más bueno que bonito. De Justo se lució de capa tanto los lances de recibo como en un quite en el que combinó navarras y chicuelinas, aquel coctel que hizo propio el maestro Ojeda que sigue teniendo gran aceptación popular. La faena tuvo categoría y buen gusto. Para el excelente novillo, de nombre Candil, se le pidió clamorosamente la vuelta al ruedo cosa que la señora presidenta se negó en rotundo a cambio de darle una vuelta al ruedo que ante tanta clase y bravura sabía a poco premio. No se supo muy bien si al matador además de las orejas y el rabo, merecidas, le envió un aviso o dos además de los trofeos. Nada relevante que ensombreciese ni a toro ni a torero.

Simón Andreu a un utrero de Fuente Ymbro que sacó carácter y bravura le planta cara desde una disposición absoluta. De principio a fin, con la capa, con las banderillas (lo hizo con gran espectacularidad) cuando pudo hacer el toreo largo y templado y cuando tuvo que tragar quina y aguantar y al entregarse con la espada. Lo suyo ha sido un grito de atención para su actuación en fallas desde el toreo de capa de salida hasta el final

Dos pinchazos y una estocada redujeron el premio que se había ganado a una oreja. Mereció más premio.

Jorge Escamilla, poco menos que un niño, con un becerro mansón de Castillo Azuel, ha estado bravísimo, no se ha afligió con las volteretas, fue siempre al ataque, banderilleó con exposición, aguantó todas las vestidas a pie firme, mostró buenas maneras, se metió al público en el bolsillo y ya sueña con ser figura. La mañana se convirtió en su gran tarde. Si persiste habrá de ese rango.