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Castellón como escenario. La Magdalena como punto y seguido a las Fallas. Otro toro, otra exigencia, otra paz, otra personalidad. En la variedad (necesaria) ... está el gusto y también el interés. En el recuerdo reciente de la apertura ferial, figura, no sería justo olvidarlo, un nuevo triunfo de los santacolomas de La Quinta, que había acaparado galardones y lisonjas en Fallas y dio un paso más en esta Magdalena 2025, con un toro indultado que ha pasado directamente a la lista de los mayores hitos de la plaza. Ruiseñor se llama y se llamará en la leyenda de su divisa. En la reanudación ferial de los festejos mayores se había caído Manzanares y llegó Perera, al que la climatología había descabalgado de Valencia en uno de los mejores momentos de su carrera. Ortega y Aguado mantenían el estandarte del arte esa misma tarde. Ya se sabe que artistas son todos, eso dicen y yo lo comparto, solo que unos lo son más que otros.
Avanzaba la tarde por el borde del precipicio. La bravura, por escasa, no inspiraba a los más artistas teniendo en cuenta que la movilidad no es bravura y que los más artistas precisan de una calidad de bravura concreta. En esas circunstancias Perera, en tareas de talentoso arquitecto, disciplina que también tiene la consideración de arte, planteó su estrategia a la búsqueda de un triunfo que confirmase que en este nuevo año mantiene la postura y el carácter que le han traído de vuelta tras unas temporadas de poca gracia, si se entiende gracia como reconocimiento. Y con ese ambiente, sacó escuadra y cartabón, tiró de su huidizo primero hasta los medios, territorio en el que a los mansos (mansos no quiere decir ilidiables) se les quitan las manías y las querencias, y le redondeó una faena de mando y poder a la que si acaso le sobró obsesión para elevarla aún más y en el empeño se fue de metraje. Se podría decir que esta vez le fallaron los cálculos numéricos y también la tizona. Maldita e inexplicable espada en torero de tantas agallas y ambición. En su segundo, de bravura más ordenada, esta vez en el tercio, de nuevo el acierto en la elección del territorio, surgió una faena por encima del oponente. Se repitió el exceso de metraje y el fallo a espadas. En ambos trasteos hubo momentos de clímax colectivo que debió aprovechar para ponerle punto final. Pareció que se esfumaba cualquier recompensa hasta que parte del público y presidencia consideraron que el talento lidiador de Perera y su empeño debía tener premio y le concedieron una oreja.
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En ese momento andábamos por el cuarto de una tarde que por fas o nefas no acababa de levantar vuelo. Los más artistas, argumento inicial del cartel, no habían encontrado ni el momento ni el toro en sus primeros turnos. Ortega apenas había podido deleitarnos con algunos doblones y su torera gestualidad. Aguado más de lo mismo, insinuaciones y apostura. Los más impacientes empezaron a mosquearse, alguno hubo que incluso abandonó el tendido lanzando improperios. ¡Pobres! La boutade los acompañará de por vida, se perdieron una obra excelsa. La firmó Ortega, más que arquitecto, pintor del mejor toreo, disciplina que también tiene su técnica y su ciencia solo que no se aprecia. La belleza por encima de la estructura, el sentimiento por encima del andamiaje. En este caso no hubo imposición y sí aprovechamiento de las condiciones del toro, su entrar y salir del embroque, la ausencia de brusquedad, ahora me voy, ahora me quedo, el toreo andado y el toreo asentado en combinación perfecta. ¿Era el arte de birlibirloque de Bergamín?... sería eso. Todo surgía muy sentido, muy armonioso, todo muy adecuado con un toro que no fue malo, pero tampoco para lanzar al vuelo las campanas de la bravura aunque sí fue fiel a su encaste y visto lo visto muy ad hoc para Ortega, que le dio el tratamiento exacto, porque los pintores, hay que reconocerlo, también tienen mucho de arquitectos, de lo contrario no surgirían obras como la de este Ortega.
Todo se inició con el capote en unos apuntes iniciales en el recibo y se desbordó definitivamente en un quite por delantales, suerte que habitualmente figura entre las vistosas y ligeras y que de pronto alcanzó rango de toreo caro. La despaciosidad casi dormida, el redondeo, los codos recogidos y ahuecados que soltaban las embestidas en el momento justo. La media como remate y la otra y la otra. Naturalmente también se desbordó la esperanza. El toro no había hecho nada especial, pero algo le había visto Ortega. Cosas de los buenos pintores, de la santa inspiración. Los doblones iniciales con aires manoletistas, la obra de Reus como prueba, pusieron las cosas del mando en su sitio, aquí Ortega, ahí el toro, y todo seguido surgió y creció y creció la obra personal y envolvente de un artista, imperfecta por momentos (aceptado el matiz) pero cautivadora, diferente, sosegada, henchida de disfrute, personalísima, encadenada, lo dicho, el toreo parado y el toreo caminado. Con la plaza concentrada en el suceso, los oles resonaban rotundos y oportunos, sin algarabía. La media estocada y la muerte lenta del toro ayudó a que Ortega completase una galería pictórica deslumbrante. La mano de triunfador alzada a los cielos cual cesar en el olimpo, era la última, penúltima, pincelada de una obra genial. Y un consejo, no quieran verla en vídeo, no es lo mismo, quédense con las impresiones de la plaza, con lo que les cuento, la tecnología no es la mejor amiga de las sensaciones.
Pintor y bueno también lo es Pablo Aguado, con otros registros, de pincelada más natural y más suelta, y por esta vez menos afortunado en el reparto de la suerte. Ante el compromiso al que le conducía la competencia recurrió al voluntarismo a cambio de pinceladas sueltas y hermosas que se le reconocieron con un trofeo.
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