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Me senté días atrás en mi butaca cinéfila para volver a ver, después de muchos años, la considerada por casi todos como la peor película de Billy Wilder ('El vals del emperador', 1948, con Joan Fontaine y Bing Crosby). Pensaba: «No creo que 'El vals ... del emperador' sea tan mala». Tenía 'ganas de Billy' porque acababa de leer en dos sentadas 'Billy Wilder, reportero' (Laertes, 2022), que reúne críticas, crónicas autobiográficas y entrevistas publicadas en el Berlín de Weimar y la Viena de entreguerras por el futuro gran director. Wilder (1906-2002) nació en Sucha, pequeño pueblo de Galitzia a unos veinticinco kilómetros de Cracovia. La familia Wilder pronto se mudó a Viena, donde los judíos podían perseguir mejor sus sueños de ascenso social.
En Viena y más tarde en el Berlín de entreguerras, un Billy Wilder veinteañero comenzó a construir su vida. Una vida de película: uno de sus primeros trabajos consistió en ser bailarín de salón -a disposición de las clientas- en un elegante hotel de Berlín. Se trataba de una no muy lucrativa tarea que compaginó con colaboraciones en la prensa de aquella época volcada hacia el desastre. El animoso Billy fue reportero en diversas publicaciones, cronista, entrevistador, autor de crucigramas, crítico de cine, guionista... Sus escritos no sentaban cátedra, pero en ellos ya se reflejaba su cáustico sentido del humor. Fue un buen aprendizaje, el periodismo siempre lo es.
Esa etapa duró hasta 1934, cuando Billy decidió huir de una bestia parda llamada Hitler, afincándose primero en París, dónde hizo una modesta película, 'Curvas peligrosas'. Ese mismo año emigró a Hollywood. En Estados Unidos aprendió el inglés con una rapidez asombrosa, aunque nunca perdió un fuerte acento. Era fácil imitar su manera de hablar y a Billy le divertía mucho que lo hicieran. Una década después, gracias a firmar un título excepcional del cine negro como 'Perdición' (1944, con Barbara Stanwyck, Fred MacMurray y Edward G. Robinson), Wilder se convirtió en uno de los cineastas más admirados del mundo.
Regreso a mi butaca, de la que en realidad apenas me había separado, para tener un cara a cara con 'El vals del emperador', un cuento amable ambientado en las postrimerías del Imperio Austrohúngaro (referencia fetiche de Berlanga). La noche anterior había leído críticas feroces de la película: «Hasta los genios se equivocan de vez en cuando»; «Los protagonistas están ridículos»; «La película no tiene nada que envidiar a los bodrios que ponen en 'Cine de barrio', su estilo es muy parecido» ...
Son comentarios miopes, poco intuitivos. 'El vals del emperador' es una obra menor de Wilder, sí, pero es una divertida obra menor. Burlona y maliciosa, nos brinda una estilosa 'deconstrucción' -así lo diríamos ahora- de las películas con canciones e intrigas amorosas. Es fiel al género y al mismo tiempo lo dinamita. En plena 'caza de brujas' en el Hollywood de finales de los cuarenta, Wilder, un extranjero refugiado en Estados Unidos no podía hacer mucho más.
Pudo hacerlo años después: 'El crepúsculo de los dioses' (1950), 'Con faldas y a lo loco' (1959), 'El apartamento' (1960), 'Uno, dos, tres' (1961) y 'Primera plana' (1974) son obras maestras concebidas con un indomable espíritu crítico. Para mí, la peor película de Billy Wilder es 'El héroe solitario' (1957), plúmbea historia sobre Charles Lindbergh, el primer hombre en cruzar en solitario el Atlántico y volar de América a Europa a bordo de su avión, el 'Espíritu de San Luis'. Una heroicidad que, como áspero relato cinematográfico, no logra salvar ni siquiera el siempre excelente James Stewart.
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