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Míriam rompió a llorar por primera vez en dos años cuando puso el pie sobre la tierra de sus amados Pirineos. Aquel instante de alegría aún guardaba trazas de amargura. «No había derramado una lágrima con todo lo que pasé desde 2018», afirma. Pero regresar hace unas semanas a Bilbao, al lugar donde empezó la hercúlea prueba que le cambió la vida, sirvió para erradicar cualquier signo de tristeza. Sentada en aquel muro, de espaldas a San Mamés y de cara al hospital donde estuvo mes y medio postrada, imaginarse en la UCI e intentando en vano echar a andar, fue su manera de cerrar el círculo: «Veía cada noche la iluminación del estadio, es preciosa y me daba algo de vida. Volver allí yo sola me sirvió para pasar página, aceptar lo que pasó».
En 2018, Míriam Martínez exprimía la vida. Tenía tiempo para jugar en División de Honor de fútbol sala y destacar en un proceso de selección de jóvenes talentos. Ingeniera, la de Ibi acababa de recalar en Bilbao como jefa de grupo de una multinacional de construcción. «Yo me sentía perfectamente. Tenía unos hormigueos en la cara, pero lo achacaba al ritmo de trabajo», asegura.
Y puede que ese estrés jugase su maquiavélica baza, o no, lo único cierto es que a los dos días de llegar a Bilbao se vio postrada en la cama de un hospital, con medio cuerpo paralizado. Prácticamente le era imposible hablar, no controlaba los esfínteres y, más tarde, comprobó que había perdido visión.
«¿Doctor, cuándo podré volver a correr?». Aquella fue su primera pregunta, antes incluso de que los médicos pudiesen precisar un diagnóstico. «Me miraban con cara de decir: ‘Si caminas, ya te puedes dar por satisfecha’. Desde los 20 años he estado vinculada al deporte y estoy convencida de que eso me salvó».
Míriam sufrió una enfermedad autoinmune que le ocasionó un daño cerebral. Cuando al fin regresó a casa, se puso manos a la obra. «Al principio, no podía ni levantarme. Luego, a los 30 metros se me doblaban las piernas. Después andador, muletas, una... y cuando a los tres meses, con tu prótesis, eres una persona casi funcional, te da un subidón. Mi rehabilitación fue salir a caminar con mis padres», detalla.
Les está agradecida a ambos. Por esos paseos. A esas horas con su padre, Jaime Martínez, que fue mediofondista y le echó horas para ayudar a su hija en la cruzada que había iniciado contra su propio cuerpo. Le preparó una jabalina con un listón del recogedor de la piscina, le ayudaba a dar pasos con gomas... Aquello sentó las bases del giro argumental que casi seguro la llevará a los Juegos Paralímpicos de Tokio.
A su vuelta de Bilbao contactó con ADIBI, la asociación contra la parálisis cerebral de su pueblo, que a su vez la puso en manos de Raúl González. A través de su proyecto Lanzadera, está especializado en captar talentos para el deporte adaptado y percibió de inmediato el talento natural de Míriam.
Raúl movió cielo y tierra para que aquella joven con hemiplejia pudiese competir y logró que la clasificaran como F36. «Le estoy muy agradecida. A él y a ADIBI. Y a la seleccionadora de atletismo, Isabel Hurtado, por darme una oportunidad», afirma Míriam. Si su parálisis le impide correr, en el lanzamiento de peso parece no tener límites. En su primera competición llegó a 8.83, lo que supuso un nuevo récord de España y el 9.09 que supuso mínima B para los Juegos Paralímpicos lo registró en febrero en Dubai. «Voy de la mano de mi entrenadora Ainoa Martínez, juntas nos vamos superando», afirma. Forma parte del CC El Garbí y se ejercita a diario con dos experimentados lanzadores paralímpicos, Héctor Cabrera y Kim López. Ya ha desplazado la bola hasta los 9.57: «Todo esto me ha dado la oportunidad de elegir una forma de vivir más adecuada».
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