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FERNANDO MIÑANA
Domingo, 25 de marzo 2018, 00:11
valencia. Luis Ostos ha pasado de puntillas por Valencia. Nadie ha reparado en este pequeño corredor peruano. Su puesto -el 47 con 1:03:09- ha sido discreto. Pero Ostos atesora triunfos mayores. Mucho mayores. De entrada, está vivo. Un lujo para aquel niño que vio cómo morían muchos de sus familiares con las balas de Sendero Luminoso. Su abuelo cultivaba coca y se la vendía a los narcos para que hicieran negocio con la cocaína. Cuando el grupo terrorista le pedía la 'mordida', pagaba religiosamente. Hasta que todo se complicó. «Mi abuelo pensaba que así hacia algo bueno para la familia y lo que hizo fue destruirla. Él pensaba que sembrando coca iba a sacar adelante a su familia, pero fue al contrario. Los narcoterroristas pedían dinero y mi abuelo siempre les pagaba pero ellos nunca quedaban conformes y al final arrasaron con todo. Empezaron a asesinar a mis tíos, a mis tías, y así».
El atleta no era más que un renacuajo que empezaba su vida en Uchiza, en la región de San Martín, muy cerca de la frontera con Brasil. «Es un lugar amazónico, de selva, con un clima húmedo y muy caluroso. Es prácticamente como Brasil». Pero de pequeño se trasladó a la parte de la sierra, en el departamento de Huánuco, en la ciudad de Huacrachuco, un pueblecito donde únicamente se hablaba el quechua, a 2.900 metros sobre el nivel del mar. Su padre abandonó a la familia cuando Ostos era poco más que un bebé. Su madre también se marchó, aunque ella forzada por el terror, para evitar ser una nueva víctima de Sendero Luminoso. «Se fue para que no la mataran, para salvar su vida. Nunca más volví a verla. Es muy duro. La época de Sendero Luminoso fue muy dura. Mis tíos y mi abuelita nos tuvimos que mover a la parte de Sierra».
El viaje lo comprime en una frase, pero fue algo de mucho más calado, algo mucho más épico. «Fuimos caminando durante cerca de 180 kilómetros a través de la selva, subiendo y bajando valles y montañas. Fue más de una semana de caminata. Dormíamos en las cuevas donde había rastros incas. Al día siguiente emprendíamos la caminata». Así un día tras otro. A las seis de la mañana empezaban a andar y apenas paraban hasta las seis de la tarde. «Es impresionante pues mi familia viajaba con miedo, con la adrenalina de que estás en peligro. En esa situación no te importa el frío ni cuánto caminas, solo salvar la vida. Eso es lo importante».
Pero el pequeño Luis solo tenía tres años y, para él, aquello no era un éxodo para salvar el pescuezo. Para él, aquello era un aventura, casi un juego. «No era consciente del peligro, claro. A mí me llevaban en un caballo y tengo grabada la imagen del atardecer, del sol desparramándose sobre los cerros. Me trataban como a un hijo. El cariño lo tapaba todo y cuando ya fui mayor me contaron que la historia fue bien diferente a como yo la recordaba».
Su abuela Agustina se convirtió en su madre y desde niño la llama «mamá». Se lo llevó a su pueblo, le enseñó a hablar el quechua y le dio la vida. «Ahora le dedico todos mis éxitos», explica Ostos, un hombre pequeño (de 1,60 pelados), de pelo muy negro, dientes muy blancos y una mirada muy dulce. Esta semana han hablado a diario por teléfono. Agustina le recuerda que no es peor que nadie, que luche como siempre ha hecho, que ese empeño le permitió batir los récords de Perú de 5.000 y 10.000 y le llevó a los Juegos Olímpicos de Río.
Pero eso aún estaba por llegar. Primero vino el colegio, donde emergió su espíritu perfeccionista. «En Primaria yo era muy inteligente, era muy aplicado en Ciencias, Matemáticas, en todo. Era muy genio y no me gustaba quedarme atrás en nada. Soy muy perfeccionista y necesitaba que todo estuviera perfecto. Por eso no iba a consentir quedar peor en Educación Física. Había que dar diez vueltas al estadio de fútbol y yo quería tener un 20, la nota más alta, así que me arranqué y me fui con todo. Una locura. El profesor pensaba que iba a morir... pero al final aguanté y me puso un 20».
Ostos recuerda que corría para sacar la mejor nota, no por amor al atletismo ni a la competición. Eran los años en los que aún corría con 'ojotas', unas sandalias de caucho muy rudimentarias que a veces se agujereaban antes de que llegaran unas nuevas. Hasta que acabó en la escuela y, ya con 18 años, la edad en la que muchos jóvenes están ya habituados a competir en campeonatos júnior y absolutos, empezó a tomarse en serio el atletismo. A los 19 se puso las pilas. «El alcalde era un amante del deporte y me echó una mano, me financiaba los viajes para que pudiera competir. Sin él no lo habría logrado». Llegó un momento en el que empezó a coincidir con los mejores atletas peruanos. «Lo primero que hice fue preguntarles: '¿Cómo hacen para correr así?'. Ellos me dijeron que entrenaban en altura. 'Pues entonces yo también voy a entrenar en altura'». Y se mudó a Huancayo.
Allí, en la Sierra Central de Perú, a 3.200 metros de altitud, empezó a hacerse atleta y a interesarse por un deporte que llegó a apasionarle. Conoció a los mitos del fondo, empezó a buscar entrevistas con Haile Gebrselassie, de quien aprendió que, si has entrenado al máximo, si has hecho tu trabajo correctamente, no hay que tener miedo a nada, y quedó fascinado por la manera de correr de Bernard Lagat, con quien ha coincidido en Valencia este sábado.
En 2013 empezó a trabajar con Rodolfo Gómez, el entrenador que le ha encumbrado en su país. Es un antiguo maratoniano mexicano que fue sexto en los Juegos de Moscú y ganador en maratones como el de Tokio, Atenas, Rotterdam, Oregón, Pittsburgh y Ciudad de México, además de un par de segundos puestos en Nueva York. «Mis marcas mejoraron rápidamente. En 2015 bajé al fin de los 14 minutos en el 5.000 y batí también el récord nacional de 10.000. En 2016 hice algo inimaginable en mi país: el récord nacional de 10.000 estaba en 28.56 y la gente no creía que un peruano fuera capaz de bajar de 28 minutos, pero viajé a estados Unidos y corrí en 28.03, un tiempón. Con esa confianza, al siguiente mes me fui al Payton Jordan y corrí junto a mi ídolo, Bernard Lagat, y fue espectacular. Él metió 27.49 y yo entré detrás en 27.54. Fue impresionante. Una locura. Lo logré. Fue el mejor momento de mi carrera y me dio el boleto para competir en los Juegos de Río».
Lo primero que hizo fue llamar a su abuelita y darle las gracias. «Ya viste que criaste a un buen nieto», le dijo. Y a partir de ahí enfocó todo su esfuerzo para los Juegos Olímpicos. Terminó en el puesto vigésimo primero, pero tuvo su momento de éxtasis. «En Río fui algunas vueltas al frente y en ese momento me sentí en la gloria, corriendo delante de los mejores y mirando el estadio repleto de gente». El año pasado mejoró un segundo su plusmarca en 10.000 y, aunque este verano quiere batir el récord sudamericano de la distancia (Marilson Dos Santos, 27:28.12), ya empieza a pensar en la transición hasta el maratón, la distancia que quiere que le lleve a los Juegos de Tokio en 2020. Ostos está convencido de que puede bajar de la hora en maratón y hasta fantasea con el récord de toda América (también del brasileño Marilson Dos Santos, con 59.33). De momento ha corrido en 63.56. Pero su éxito no lo marca un cronómetro sino su pasado, el drama familiar que dejó atrás.
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