
Paco Roca confiesa que le hace gracia el cenicero con la efigie de Naranjito que ilustra estas líneas. «¡Qué bueno!», se ríe, mientras prepara su ... respuesta al interrogante que lanza LAS PROVINCIAS ahora que el Mundial 2030 vuelve a poner de actualidad aquel otro campeonato que en 1982 situó a Valencia en el mapa futbolero a escala global. Un revival cuyo propósito latente, no confeso, es que el ataque de nostalgia tal vez sirva para que Mestalla, el nuevo Mestalla, también sea mundialista, como el viejo. Invocar el espíritu del Naranjito, como una suerte de fetiche, tal vez ayude a que la FIFA nos tenga más en cuenta pero desde luego contribuye a otro objetivo fundamental: entonar, como le gustaría a otra valenciana (Sole Giménez), aquello de cómo hemos cambiado.
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Hay quien se resiste no obstante a aceptar con una sonrisa el tiempo en que Naranjito pareció una cumbre del ingenio español aplicado al diseño. «Prefiero no responder», contesta un célebre diseñador valenciano cuyo nombre se omite por una elemental razón de discreción y prudencia. «Mejor me callo, porque es infumable», aclara. ¿Infumable? El cenicero que tanta gracia le hace a Roca agita estos paradójicos pareceres entre quienes algo saben de diseño, la materia con que se edificó aquel desconcertante muñeco, amante en efecto de la contradicción: a sus creadores, la pareja andaluza formada por la cordobesa Dolores Salto y el sevillano José maría Martín, les abrió una cuenta en el banco con 1.400 millones de pesetas (8,4 millones de euros con el cambio actual), gracias a la compra de los derechos de imagen, pero también significó para ellos una suerte de lastre. Su mascota, aunque tuvo una fecunda carrera comercial, avergonzó a una generación de españoles que fueron rescatados del oprobio gracias a otro valenciano, Mariscal. Donde esté su Cobi, que se quite el Naranjito; adiós a los 80, bienvenidos años 90.
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Pero tal vez las palabras de Paco Roca en defensa de aquel diabólico engendro ayuden a contextualizar hoy, a escasos siete años de que el Mundial compartido regrese a España (ojalá que también a Valencia) y perdonemos al rey Mohamed sus excesos antidemocráticos, lo que Naranjito supuso para la España de entonces. Y tiene una palabra que define con crudeza qué le parece el dibujo de marras: la palabra «aberración».
Roca se explaya a continuación con su opinión al respecto en términos que no admiten dudas: no, tampoco a nuestro genial ilustrador le gusta Naranjito. «Debe ser la mascota más fea de la historia de las mascotas. No tiene ninguna armonía ni ninguna intención estética», se indigna. ¿Algún atributo salvable, que redima a la pobre criatura o a sus autores? Titubea un segundo Paco Roca y luego dispara de nuevo, algo más indulgente. «Es tan kitsch», admite, «que durante una época hubo un retorno a una reivindicación como pieza de coleccionismo, pero fue una moda». ¿Conclusión? «A diferencia de otros iconos kitsch que han tenido cierta vigencia, Naranjito fue y seguirá siendo una aberración estética, que nos recuerda una época, aquellos años 80, con el comienzo de una nueva España que seguía siendo un tanto cutre y todo ese merchandising que rodea al Naranjito es una muestra de ello». «Tenemos una cierta nostalgia de aquella época», acepta Roca, «en que estábamos rompiendo con lo gris de una dictadura pero no teníamos aún la luminosidad de la modernidad que llegaba de fuera de España».
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Moraleja: el Naranjito, como material de coleccionista. Andrés Giménez, un valenciano que atesora decenas de miles de recuerdos de toda índole, dispone en su hogar de unos cuantos objetos que hablan del impacto popular que Naranjito ejerció sobre nuestras vidas. El cenicero antedicho, desde luego, pero también llaveros, insignias y hasta un balón de fútbol, canto a la obviedad. Una rica memorabilia que sirve para abrochar estas líneas porque apunta a la cuestión clave: Naranjito somos todos, porque la risueña faz de la mascota del Mundial 82 explica bien de dónde venimos. Y mientras nos seguimos preguntando hacia dónde vamos (¿Hacia Mestalla?), aterrizamos en el territorio donde se fija el mandamiento del buen pesimista: pudo ser peor. Pudo ser un Mundial que pasase a la historia no por Naranjito sino por los finalistas que no superaron la última ronda y también ilustran estas líneas: el llamado Brindis (un niño torero, sepultado hoy en el altar de la corrección política, que por cierto se parece bastante al futbolista Camacho de párvulo) o el bautizado como Toribalón, que fusiona también el campo semántico taurino con el cosmos futbolero. Un himno a la fealdad causante de un escalofrío tan acusado que dan ganas de abrazar al ganador: como diría también Camacho, Naranjito de mi vida.
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