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Una fría pegatina, con sus dos vértices inferiores despegados, golpea la memoria del valencianismo. En el gigantesco Cementerio de Valencia, en la sección decimotercera, reposan los restos de Ramón Leonarte Ribera. Carece de la proyección pública de Octavio Milego, Luis Casanova, Paco Roig o Jaume Ortí, pero su trascendencia en el naciente Valencia CF –presidió el club entre 1922 y 1924– fue gigantesca. El nicho forma parte del panteón de los ilustres valencianistas del camposanto, pero al contrario de los motivos blanquinegros que embellecen las lápidas de Vicente Peris y otros, la de Leonarte se muestra desamparada. Desnuda de losa y con el nombre y la fecha de su defunción escrito a mano. A todo esto se suma ahora un adhesivo del Ayuntamiento de Valencia que avisa de que está en peligro de exhumación. Si nadie lo remedia pronto sus restos acabarán en el olvido del osario municipal.
Los nichos del cementerio no tienen propietario. Están alzados sobre suelo público y se ofrecen en concesión de cinco, veinticinco y cincuenta años. Cuando vence el plazo hay que renovarlo, optar por la incineración o que el cuerpo vaya a una fosa común. Pero antes de esta última fórmula, los encargados del Ayuntamiento siempre avisan con una pegatina en la lápida para que los allegados decidan. El plazo es muy flexible al ser un tema sensible. Buscan incluso ponerse en contacto con los familiares para advertírselo. Pero si pasa un tiempo prudencial y no hay noticias, los restos se exhuman. A ello se expone Ramón Leonarte, fallecido en extrañas circunstancias un 14 de agosto de 1969. El documento del registro desvela que el dirigente, hijo de Ramón y Milagros, murió a los 77 años de una fractura en el cráneo en las escaleras de su domicilio en la calle Sorní de Valencia. Así lo acredita el forense. Es de lo poco que sabe, ya que nada se escribió en la prensa de la época. Su cuerpo se sepultó en el Cementerio de Valencia y con los años su recuerdo ha quedado en su nombre (la inicial y el apellido) garabateado a mano por el enterrador.
Sorprende que ni familiares, ni el club al que representó, ni la Federación de Fútbol de la Comunitat que él creó, ni nadie, se haya interesado en el recuerdo de Ramón Leonarte. El Valencia, por ejemplo, tuvo el noble gesto hace tres años de asumir el gasto del entierro del Manolo Cuenca, utillero de la entidad durante muchos años. El trabajador falleció sin familia y sin seguro de vida. Una recolecta de dinero con participación de jugadores del primer equipo, exfutbolistas, canteranos y empleados anónimos permitió enterrar su cuerpo y con una lápida que mostraba su foto y el escudo al que tanto amó.
Tanta pasión como la que demostró Ramón Leonarte por su Valencia, que presidió durante dos años (1922 a 1924). Fue un nombre fundamental en la historia del club. Con él como máximo representante el club ganó su primer campeonato regional y jugó su primera eliminatoria de Copa. Y, sobre todo, impulsó la compra de un solar cerca de Algirós (primera casa de la entidad), por donde discurría la acequia de Mestalla, para alzar el nuevo estadio valencianista. Se trataba de una parcela agrícola que pertenecía al barón de Vallvert, acaudalado aristócrata que había sido jefe del partido maurista en Valencia. El Valencia pagó en diez años un total de 316.439,20 pesetas para construir el estadio de Mestalla, el campo más longevo de España en estos momentos.
Pero su trayectoria futbolística no se circunscribió al Valencia. Fue presidente de la Federación Valenciana de Fútbol en los años 20, además de cofundador –junto a Octavio Milego, primer mandatario del club blanquinegro– del Colegio Regional de Árbitros. También fue futbolista y entrenador. Llegó a dirigir en 1923 a la selección de la Federación Levantina, que agrupaba a clubes valencianos y murcianos. Una figura destacada en el deporte regional que merece algo más que un desatendido nicho.
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