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Carlos trata de arrancarlo
Jueves, 12 de septiembre 2024, 00:41
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Jueves, 12 de septiembre 2024, 00:41
Así como hay encendidos aficionados al tenis en todo el mundo, Valencia por supuesto incluidísima, un par de países ejercen de Compostela para el incondicional ... conspicuo. Francia, desde luego, donde opera como una religión no monoteísta: algunos devotos se decantan por el rugby también. El otro es Chequia; mejor dicho, la antigua Checoeslovaquia. Hasta su división en dos naciones, del escindido país centroeuropeo manaba un rico manantial formado por tenistas que nunca se agotaba, cuyo emperador se llamó Jan Kodes: un estupendo jugador con nombre de espía de Le Carré, que ganó incluso el Wimbledon de 1973, cuando los profesionales desertaron y acudieron sólo los mal llamados amateurs del otro lado del telón de acero. Su lugarteniente tenía también un nombre de novela: Frantisêk Pala, que alguna Davis amargó a la España de Orantes y Gisbert, quienes pudieron comprobar cuando visitaron Praga que para sus rivales checoeslovacos el tenis servía como gran pasatiempo nacional. Y que en el caso de Kodes, luego del gran Lendl y más tarde Berdych, por citar a sus cumbres más relevantes, no era un juego: era una obligación, donde mezclaban la tendencia nihilista propia del alma eslava (ah, aquel rictus siempre agónico de Lendl, incluso cuando ganaba...) con una creatividad que desmentía el frío de aquellas tierras de Mittleuropa. Pienso en la delicada Navratilova, la elegante Mandlikova...
En ese listado pueden figurar otras cimas añejas, como Miroslav Mecir (tenista en los ratos libres que le dejaba su auténtica pasión: la pesca) o Petr Korda, que comparten con los chicos que en la Fonteta capitanea el exdoblista Navratil, con su aire de empleado de pompas fúnebres y su apellido de medicamento, una mística similar: la que nace cuando se enfundan la elástica de su país y niegan el ranking de la ATP. Entonces, Tomas Machan deja de ser un jornalero más del circuito, bebe la sangre de Kodes, Lendl y compañía y se transforma en un candidato al top ten que incluso acalambrado, cuando mediado el segundo set su cuerpo dijo basta, se permitió más de un gol del cojo. Un par de virguerías insuficientes para desarmar al tenista murciano, que había disipado las dudas y tomado carrerilla, como si necesitara el suplemento de vitamina en forma de cariño que le regaló su hinchada para olvidar la final de París, donde está aún su cabeza, y olvidar también la aciaga campaña americana y su mutis en Nueva York. Alcaraz devolvió a la grada tanto afecto con unos cuantos puntos que ya están pidiendo mármol pero sobre todo aprendió la lección imprescindible: que para recuperar las sensaciones de Roland Garros y Wimbledon y poner el motor en quinta, primero tiene que arrancarlo.
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